jueves, 25 de diciembre de 2008

Puerto de Palos (esp)


Un gato
Tiempos agitados se viven por estos días, el humano se mueve de acá para allá sin detenerse. La calle que desemboca al puerto está colmada, vigorosos bueyes arrastran pesadamente y sin pausa todo tipo de pertrechos; entre el polvo, los gentiles van y vienen por doquier y sus gritos aturden la tarde. Yo, desde mi sitio, observo esta ralea de músculos sudorosos que cargan, encorvando sus espaldas, tremendos bagajes. Todos tienen un destino fijo, van hacia el puerto de Palos de Moguer; sus urgencias están justificadas. En el golfo, las tres naves ya están prontas, se mecen, susurrantes, nerviosas, prestas a comenzar el derrotero. La mar hoy está calma, desde aquí olfateo aromas que el viento me trae, son aromas de incertidumbre, de temor por el que vendrá. El humano es temeroso de lo nuevo, pero en su afán de poseer más, oculta su miedo, sólo lo oculta. Pero yo lo huelo por el aire; mis sentidos hoy están más agudos que nunca, una voz interna, incisiva, me llama a unirme a esa febril muchedumbre siguiendo su sino. Pero este sol, tibio, que abrasa mi cuerpo puede más, por ahora, que mi curiosidad. Sobre este tejado, me desperezo; lentamente, estiro mi cuerpo y, armoniosamente, mis huesos elásticos me devuelven esa agradable sensación de sentirme único. La tranquilidad del sitio calma mi libre espíritu.
Entre el gentío, una figura destaca, ese rostro curtido por el sol de mil mañanas llama mi atención por conocido. Su porte es noble, de gran señorío, no así su ropaje áspero y raído; trae en bandolera su bolsa bien cargada, la cacería de hoy fue buena, viene de las marismas del río Tinto de entre los cañaverales, con su palo al hombro, y por detrás lo sigue su blanca perra, la “guasa”, le llama, ya vieja, pero todavía ducha para la tarea. Ratero, le dicen y su mercancía es muy bien recibida por estos lados, con una pinta de aceite de oliva, las ratas de la marisma saben a gloria para el humano. Mirando, a la lejanía llego a ver el campanario del monasterio franciscano de La Rábida; austeras paredes amarillentas entornan el misterio de sus interiores, donde los devotos, que a estas alturas son muchos, por estas yermas tierras, cantan novenas en interminables letanías, implorando para estar mejor, de lo que creen que están. Otros rezan por el alma de esos 120 audaces que a tamaña aventura se han de embarcar. La tarde cae, pero los murmullos no se apagan, y poco a poco escucho, bajo este techo, como la posada comienza a cobrar vida, llenándose de parroquianos, ávidos de esos cuencos rebosantes de potaje, acompañados de grandes jarras de vino, dos orejas, bien rojo y muy fuerte, el que tiene la particularidad de aligerar las lenguas y chispear los ánimos. Quien dice ser mi dueño atiende diligente a toda esta ralea de seres hambrientos, que en cuanto llenen sus tripas, comenzarán a parlotear en castellano, gallego, o genovés, de lo que sucede en esta aldea, que se convirtió, por estos tiempos, en el centro de atención de toda la Andalucía. Mi caminar es elegante, sigiloso, miles de años amoldaron mi cuerpo, y al bajar del tejado y adentrarme al solar, nadie se percata de mi andar por bajo de las mesas, entre las piernas del humano me restriego, con cuidado de no llamar demasiado de su atención, mantengo cierta distancia y sólo permito, muy de vez en cuando, una que otra palmada. Mi sitio está al costado del fogón, sobre unos trapos que sobrevivieron a los tiempos. El caldero comienza a hervir y los vapores vician el ambiente, entre eructos y agrios sudores, los candiles amarillentos parten la penumbra y ayudan a distinguir estos cuerpos, sentados los unos frente a otros. Esta noche están mas alterados que de costumbre, vibran de una forma especial y a mis agudos oídos llegan las palabras, imperativas algunas... Que hemos echado al Moro de Granada, y Fernando, en triunfal entrada, ha marchado por sus calles y por ello esta tierra ha sido liberada...; roncas, temerosas otras... Que la Santa Inquisición (que Dios en la Gloria la tenga) hoy tiene el poder de convertir al pagano y de echar al Judío; chillonas las más... Que las minas de cobre ya poco dejan, o que la sardina es muy flaca este año; susurrantes... Que nuestra majestad Isabel ha financiado al genovés. La palabra lo es todo por estos días en la península; el resentimiento esta mixturado con el temor, y la miseria camina a sus anchas por el poblado. Los reinos han estado guerreando por mucho tiempo y esta España del año del Señor de 1492 todavía sigue muy convulsionada. El caldero ya esta hirviendo y el desaguisado se torna real. Por un momento, la posada es el reflejo de esta tierra ibérica. Me rasco la cabeza con desgano, aplacando el escozor que dejó una indiscreta pulga, y de pronto me envuelve un sin fin de imprecaciones y amenazas, que me alertan... Por culpa de un maravedí, mal perdido. Motivo más que suficiente para la riña; al instante, salen a relucir las navajas, hambrientas de carne. El odio y la violencia apuran la partida, la sangre llega al piso triunfal, un cuerpo que cae en agonía, otro corre tomándose el vientre con ambas manos, gritando, mientras la vida se escapa por la fatal herida. Generalizado el tumulto, gano de un veloz salto la puerta. Mi estadía en la posada ha terminado, fueron gratos los años que pasé, y quien dice ser mi dueño me ha tratado de forma indiferente y le he servido como él me ha servido. Siempre me ocupé de mi alimento y con sólo mi presencia, mantuve alejada toda suerte de alimañas de la posada. La voz interior incisiva nuevamente al puerto me llama, y en esta ocasión, sí, me dejo llevar. Como sonámbulo, camino calle abajo a la vera del Odiel, entre abandonadas redes y viejos toneles. Atrás quedaron los griteríos, y el ruido, poco a poco, comienza a desvanecerse. Otros sonidos nuevos me envuelven. La cercanía de la mar se presiente, su tenue rumor llega a mis oídos, el sabor salado del aire que se hace más intenso, una bruma aceitosa cubre mi piel a medida que continúo mi marcha. La noche cerrada, envejece el entorno, pero mi vista se agudiza, como mis finos sentidos; a lo nuevo no le temo, soy muy cauteloso pero, sobre todo, un curioso natural. Pronto, en mi caminar diviso tres enormes siluetas, que se menean acompasadamente, llamando a mi atención, veo que en la gigantesca arboladura, cuelgan una maraña de sogas entreveradas con el velamen, dándoles un aspecto casi fantasmagórico. Las tres carabelas, hermanadas a la planchada, esperan ansiosas que terminen con el apresto; en sus entrañas, marinos de oficios diversos despliegan laboriosamente sus habilidades; el martillear de los carpinteros se amalgama con el de los herreros en un concierto atrayente a mis oídos; la noche aliada a mis deseos me ayuda en mi anonimato. Mido distancia y, de un salto, entro a la bodega de La Santa María. Entre las cuadernas, apiladas bolsas de grano, toneles para conserva y todo tipo de vituallas irritan mi olfato, me acomodo en la oscuridad e ignorando lo que en la borda sucede, enrosco mi cuerpo y, sin notarlo, gano el sueño.
Una luz tenue se abre paso por la escotilla, el amanecer de este 3 de agosto, me encuentra adormilado, un poco mareado y asombrado por el rigor de los acontecimientos pasados. Que el humano mide todo es real; que tiene tiempos ya establecidos para comer, dormir, procrear o, como hoy, para conquistar nuevas rutas marinas es una verdad. Pero yo, que duermo cuando me lo pide el cuerpo, que la oscuridad de la noche o la luminosidad del día me son indiferentes, que no negocio con el hambre ni con el hombre, me encuentro acompañándolo por causas que desconozco, pero sé que esta voz intrigante a mi destino me conduce. Palos fue alejándose, lentamente; el contorno del puerto se pierde: las tres naves que, en caravana y a vela hinchada, entre la espuma de un mar templado, avanzan sin pausa, buscando el oeste, en tenaz derrotero, devoran leguas sin que nada las detenga. Ya no hay vuelta atrás.
En la cubierta, los marinos, sin descanso, se mueven entre cabos y poleas, los unos atiesando velas entre órdenes y gritos; los otros reacomodando la carga. El entusiasmo es general, algo alienta al espíritu del hombre que tanto empeño pone en esta empresa, no es esta una simple travesía comercial, donde las ganancias ya están establecidas, ni tampoco una redada al bacalao. En la intimidad, cada marino sabe que encontrar un paso a las Indias significa riqueza y gloria de por vida, cuando el almirante del mar Océano, Cristóbal Colón, personalmente, el libro de embarque les hizo firmar, no dejó dudas al respecto: las promesas de grandes fortunas fueron las que sellaron este pacto.
La garantía es la corona y la firma de las Capitulaciones de La Santa Fe, que lo reconocen como virrey y gobernador de las tierras que descubrieran. La avaricia mueve esta expedición y no la curiosidad, el deseo de conquistar se mezcla con el saqueo y la piratería.
Ese sentimiento, tan extraño a mi naturaleza, de acumular, de poder, representado en oro, plata y propiedades, es condición del humano. Le resulta prácticamente irresistible sustraerse a tal deseo cometiendo toda suerte de bajezas a fin de lograr lo ansiado.
La tripulación es una miscelánea de Íberos. Beréberes, castellanos hidalgos andaluces, aventureros genoveses, judíos conversos, acompañados por una ralea de errantes, sin ley ni país, reos y libertos. Por ello, representada en la vela mayor de las naves, una gran cruz echa un manto de cristiandad, cubriendo a estos seres. Soberbios pabellones en color oro y rojo cuelgan de la cangreja. En la punta de la verga del foque, picudos estandartes con el escudo de Castilla y Aragón flamean al compás del viento, otorgándole pinceladas de nobleza real, a tal empresa.
Al cabo de nueve semanas de navegar y 750 leguas, que atrás quedaron, veo como los ánimos comienzan a mermar el entusiasmo primigenio. Se está poniendo tortuoso y pesado el ambiente. Por dentro, el clima se muestra nublado y muy borrascoso por fuera. La comida en conserva, único alimento en estos días, comienza a enfermar a los nautas, el escorbuto cobra sus primeras víctimas, y el sombrío semblante de la tripulación presagia tiempos de violencia.
Ante las penurias, este ser, responde con agresión y es tal su naturaleza, que no repara en el daño que a su prójimo provoca, el robo de comida, y la pillería se hacen carne en él. La desconfianza al mando establecido gana adeptos, fomentando un inminente motín. Me es imposible entender tan traicionera actitud, luego de verlo, decidido y presto en la partida juramentándose fidelidad.
Sólo el almirante y unos pocos conservan la postura inicial calmando al resto con esa vehemencia que sólo algunos elegidos poseen. Nombrando al supremo como eje rector de sus actos y apelando a la noble causa descubridora, luego de prometer una chaqueta con lujoso bordado en oro a quien tierra divisare, logra contener a la mayoría sublevada. Otros, los más rebeldes, son disciplinados por medio del azote. La estrella del Norte se muestra en todo su esplendor; sobre el paralelo 28, el astrolabio sólo le muestra su altura y ubicación dentro de un cielo lechoso y confuso.
Cuando los instrumentos nada le dicen al navegante, la natura en forma de pluma le anticipa la proximidad de tierra; más tarde, el grito de un afortunado vigía confirma lo presentido. Ante los asombrados ojos del almirante, un nuevo mundo se presenta.
Yo, que todo este tiempo conviví con estos seres, observando sus contradicciones y tratando de entender sus maneras, comienzo a darme cuenta de la magnitud del hallazgo.
La plomada mide la profundidad y las brazadas poco a poco comienzan a descender; ante la proa de la Santa María, el horizonte se extiende, inundando con miles de matices verdes todo el panorama, fatigando la vista; olores agridulces de miles de especias mezcladas que la suave brisa trae saturan la nariz; el colorido de las aves y flores contrasta con sus costas de finas arenas blancas; toda la magnificencia de esta playa asemeja la entrada al paraíso perdido por los humanos.
Aún no botan anclas, pero yo, a la borda salto y sin más, me dejo caer. La susurrante voz me lo demanda, algo que no domino controla mis movimientos y sin resistirme me dejo nuevamente llevar, el agua me recibe tibia en esta mañana de octubre, me hundo en las profundidades emergiendo en espasmódico movimiento, para luego emprender un rítmico nado hacia la orilla. La salobridad del agua empieza a irritarme las fauces; entonces exijo a mis músculos mayor movimiento y prestamente alcanzo la orilla. Tirándome al sol, sobre encumbrada loma, emprendo la tarea de secarme y acicalarme concienzudamente; es cuando a mis oídos llega lo que antes murmullos fueron, extraños sonidos nunca escuchados que de la selva inundan y completan tamaño panorama. Desde mi lugar, veo, sobre las naves, ya ancladas, los preparativos para el desembarco. Las chalupas son botadas al unísono y en lenta marcha los remeros se acercan a lo que creen su sueño dorado. Las quillas prontas encallan en la arena. De un salto, la bota del Almirante toca tierra; tras él, la horda lo acompaña expectante; el sol que a plomo cae resalta a viva luz los relucientes petos; alabardas y estandartes flamean, en inquietante danza; cañones y mosquetes desafiantes cierran la escena. Clavando la cruz, espada en mano, se hinca de rodillas y con simbólico ademán, sin pudor alguno, toma posesión, en nombre de Dios y la corona. Luego, se celebra una misa consagrando el acto ante improvisado altar. De la tupida flora, poco a poco, otros humanos aparecen en escena. Estos están completamente desnudos; su piel es cobriza; son más pequeños y lampiños; algunos llevan tocados de plumas engarzadas en plata y oro; otros, collares de piedras semipreciosas; ríen y hablan en melodioso idioma. Las mujeres y los niños traen en sus manos cestas repletas de coloridas frutas y peces a modo de ofrenda, en pacífica actitud. El encuentro es dispar, la inocencia de los unos choca con la mirada seria de los otros. Las rubias barbas y la tez blanca provocan una sana curiosidad entre los llamados “indios” que rodeando al conquistador intentan tocarlo; éstos, sin oponerse, fijan la vista en los relucientes tocados, y el brillo de los collares de oro despierta la codicia. Los jinetes del Apocalipsis comienzan a cabalgar por estas nuevas tierras. Un escalofrío recorre mi cuerpo y empiezo a comprender el porqué de la voz. Por miles de años, hemos acompañado al humano en su incensaste búsqueda; mis ancestros vieron al egipcio ser conquistado, al griego, al romano; cultura tras cultura ha sido diezmada en pos de la avaricia y el poder. Soy el testigo mudo del principio de un nuevo exterminio, ahora comprendo el significado de la voz y el porqué de mi andar.
El cansancio atempera mis músculos, estiro mis garras relajando todo mi cuerpo y, enroscándome, plácidamente, duermo.
Mario Jorge Piro
(Desde Buenos Aires)
Mención Premio Eduardo de Literatura 2007
Categoría Relatos de Viaje

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Uyuni (esp)



(Agosto 2004)

Habíamos conocido a Mauricio y a Mika en el camino del Inca. Después, como sucede a veces cuando estás viajando, los dos se nos pegaron como estampillas, primero en Aguas Calientes, y en el regreso a Cuzco. Decidieron venir con nosotros a Coroico —el temible viaje en camión por el camino de la muerte— y después a Potosí.

Nosotros no teníamos mucha plata ni crédito. Viajábamos a dedo y cocinábamos guisos; ni pensar en restaurantes ni siquiera fondines. Y por supuesto, nuestra carpa era nuestro hogar en la mayoría de los lugares donde parábamos. El plan era llegar al fin del mundo (Ushuaia) para fin de año; había que ajustarse los cinturones y, la verdad, le agregaba un encanto especial al viaje.

Mauricio y Mika eran un misterio. No tenían plata, pero tenían tarjetas de crédito. Así que con ellos fuimos al primer —y único— restaurante en el que Mauricio pagó con su tarjeta a cambio de nuestro efectivo. Eran los dos jovencitos y graciosos. Los dos vivían en Australia; Mauricio de origen chileno, Mika era finlandés. Nos pareció, desde el principio, que Mauricio se abusaba de la candidez de Mika, que le sacaba plata...; nos vimos envueltos en una situación extraña en Cuzco, tratando de cobrar los cheques viajeros de Mika, que parecía un chiquilín asustado, y por un momento, nos pareció que nos había adoptado de padres... ¡y nosotros a él de hijo!

En Potosí, decidimos hacer un tour a las minas del cerro Potosí. Un gran gasto, pero valía la pena. Ese cerro impecable, horadado como un hormiguero gigante en la búsqueda empecinada de los bolivianos por algo de plata; un brillito, apenas, en alguna roca, para seguir tirando. Con la plata del tour ayudábamos a los potosinos a subvencionar lo que ahora era una cooperativa, ya que el cerro, después de 500 años de arañazos, piquetazos y dinamita, estaba literalmente vacío, y a las compañías grandes había dejado de interesarles. Es más, una empresa japonesa le había ofrecido al gobierno boliviano comprarlo, por su tierra arcillosa, pero el gobierno rechazó la oferta por la única razón de que el cerro Potosí era un ícono que, de alguna manera, representaba a Bolivia. Es cierto... ¡está representado en la bandera y en el escudo de armas nacionales!

Parte del tour era una visita a la feria de Potosí, donde, entre otras cosas, vendían productos que nos recomendaron llevarles de regalo a los mineros. Agua mineral, caramelitos de menta, cigarrillos, hojas de coca y cartuchos de dinamita. Nosotros optamos por lo seguro: compramos todo menos la dinamita.

Fue un viaje al interior de la tierra, por túneles a veces de un metro de altura, donde los gringos agradecían los cascos que nos habían dado en la entrada. Los mineros potosinos sonrieron tímidamente ante nuestros regalos y nos mostraron el interior de su montaña, su representación de Zupay, con sus cabellos rubios de serpentinas de papel, su cigarrito en la boca, sus ojos azules de piedra y las ofrendas rodeándolo, botellas de aguardiente, cigarrillos y bolsas con hojas de coca para tenerlo contento y que, contento, los protegiera.

De vuelta en el hospedaje (que Mauricio insistió en pagar por todos con su tarjeta), mirando el mapa, decidimos que el próximo destino sería Uyuni, la laguna roja. Una laguna en medio del salar de Uyuni, un desierto blanco al límite con Chile. Roja por una extraña formación de algas que atrae a los flamencos. Una laguna roja colmada de flamencos en medio de un desierto blanco de sal. Por supuesto no pudimos pagar un tour. Nos hablaron de unos camiones que pasaban camino a Chile y nos podrían llevar hasta allí. Para eso había que tomar un tren de carga hasta una estación sin nombre, donde debíamos bajar y esperar al camión.

En el mercado de Uyuni, compramos provisiones para lo que sería una semana de viaje, y como Mauricio había pagado el hospedaje, hicimos el gasto extra y compramos vino en caja, un pequeño lujo que nos dábamos en raras ocasiones. El tren de carga salía de Uyuni a las 11 de la mañana. Hablamos con alguien en la estación y arreglamos el pago. Y nos dispusimos a esperar al tren, jugando con la zorra, sacando fotos y tomando de a poco el vino barato al sol boliviano.

El tren llegó a la estación a las 8 de la noche. Para entonces, Mika y Mauricio estaban completamente borrachos. Subimos y nos ubicamos en el único vagón que llevaba pasajeros. Una mujer y su hijo, que ya habían ocupado los únicos asientos, nos miraron con desconfianza, como miran los bolivianos a los gringos. Nos sentamos en el suelo con nuestras mochilas de almohadones. El conductor nos vino a cobrar y a querer cambiar el costo del pasaje. Hubo una discusión horrible porque no teníamos cambio y porque nos quería cobrar de más. Mauricio y yo éramos los únicos que hablábamos español, así que nos tocó a nosotros negociar. En realidad, me tocó a mí, porque Mauricio en su embriaguez, regateaba al revés y el precio subía cada vez que abría la boca. Mika lo calló de un golpe, y se terminó la discusión.

El viaje se presentaba complicado y estábamos todos tensos. Mika se puso a llorar y a vomitar en el suelo. La mujer abrazaba a su hijo, y Mauricio nos decía a todos cuánto nos quería. Yo tapé el vómito con el aserrín que estaba en el vagón y quería desaparecer... o bien que desaparecieran ellos.

El tren paró en medio de la nada. La noche cerradísima y sin luna no nos dejaba adivinar los contornos del horizonte. Mauricio necesitaba ir al baño —algo así musitó antes de bajarse y desaparecer en la oscuridad—. El tren arrancó y se fue sin él. Nuestros gritos se perdían en la negrura de la noche. Paul bajó a llamarlo, y tuvo que correr y colgarse del tren para volver a subir. Tres eternas horas más tarde, llegamos a nuestra estación sin nombre donde bajamos confusos, los tres y las cuatro mochilas. Todavía estaba oscuro.

La estación no estaba desierta, ¡estaba abandonada! Hacía un frío de morirse, así que entramos por una ventana que tenía los vidrios rotos y dormimos un par de horas hasta que el sol nos despertó. Salimos a investigar. Afuera, en la galería de la estación preparamos el calentador y nos hicimos un café para despabilarnos. Mika encontró una zorra y se puso a jugar, arriba y abajo, sonriendo y saludándonos desde las vías. Cuando bajó para tomarse un café, nos dimos cuenta de que lo seguía un perrito, aparecido de la nada, como por arte de magia. Al rato, vimos a los que debían ser los dueños del perrito. En el horizonte neblinoso, la figura de tres hombres marchando hacia nosotros, en ese lugar absolutamente desierto, inmenso y blanco, parecía una alucinación. Tenían ropas militares, ojotas y una sonrisa.

Sin Mauricio, la encargada de las relaciones sociales era yo. Eran conscriptos bolivianos que estaban cumpliendo el servicio militar obligatorio en lo que dimos en llamar La Segunda Base De Resistencia Boliviana Contra El Avance Chileno. Nos llevaron con su sargento al cuartel militar para que le explicáramos qué estábamos haciendo allí. Marchamos detrás de los soldaditos de juguete, cargando la mochila de Mauricio y conteniendo la risa como podíamos.

El cuartel era un chiste; con todo el respeto y cariño que siento por los bolivianos, no hay una mejor palabra para describirlo. Era una especie de fuerte camuflado en medio del desierto de sal, parecía salido de una película barata de la legión de honor francesa. En la puerta había, sobre una mesita, una maqueta representando la base, hecha en arcilla, con todo y banderita de papel.

Otra vez la encargada de explicar fui yo. Anotaron nuestros nombres en un libro y nos explicaron que debíamos permanecer en el cuartel, donde nos alojarían y alimentarían, a esperar los camiones que, según el sargento, no pasarían hasta tres días después... con suerte.

Al día siguiente, vimos pasar los 4x4 del tour que no quisimos pagar, todos sonriendo con sus cámaras de fotos, saludando a estas tres figuras que los miraban desde el salar. Pasamos tres días tocando la guitarra de uno de los soldaditos, viéndolos formar con todo su atuendo y armas, saludando a la bandera a la mañana y revirtiendo a las cómodas ojotas a la tarde, cuando el sol pegaba fuerte. Hicimos esculturas de sal, corrimos carreras, contamos chistes, jugamos al fútbol con los soldados. Los turistas volvían alucinados y nosotros seguíamos en el cuartel.
Al cuarto día volvió a pasar el tren de carga, trayéndolo a Mauricio en el vagón para pasajeros. Contento y limpio nos abrazó y nos contó cómo casi se muere de frío en las calles del poblado donde se encontró en medio de la noche, cómo llamó a una puerta cualquiera y cómo esa puerta se abrió salvándolo. Pasó en esa casa los tres días siguientes hasta tomar el tren que lo reunió con nosotros. Reencontrarnos con Mauricio fue un alivio al mismo tiempo que una pesadilla. Le contamos nosotros a él de la estación y los soldados, y el sargento inscribió el nombre de Mauricio en el libro. Al día siguiente era obvio que ningún camión pasaría por allí, y nosotros decidimos olvidarnos de la laguna ya que ese mismo día pasaba el tren que nos llevaría a Chile.

A los postres (manzana asada), decidimos comentarle al sargento nuestro plan. En ese mismo tren, nos dijo, vendrían sus superiores a inspeccionar el cuartel. Se fue y volvió casi en seguida con un consejito: que dejáramos en Bolivia (con ellos) las hojas de coca, ya que en Bolivia es normal “achicar” coca y es legal, mientras que en Chile las califican de droga.
—Y otras drogas que tengan —agregó riéndose—, les revisan hasta los calzones los chilenos, son muy exhaustivos.

No teníamos coca ni ninguna otra droga, pero Mauricio no estaba tranquilo. Al fin nos confesó que él había comprado para los mineros unos cartuchos de dinamita y que se había olvidado de dárselos así que todavía los tenía en la mochila. De pronto me congelé. ¡La mochila que dejó con nosotros en el tren, la que estuvo cuatro días en el cuartel sin ser revisada, tenía unos cartuchos de dinamita!

Estábamos en un cuartel militar, ridículo como salido de una mala película, con sus soldaditos en ojotas y sus partidos de fútbol, pero no dejaba de ser un cuartel militar, con sargento incluido y los superiores que llegarían al día siguiente en el tren. Nos miramos preocupados, pero al rato, pensando en la cara risueña del sargento... y en la realidad de que tendríamos que dejar la dinamita allí, de todas maneras; decidimos contarle. Preferimos el sargento boliviano a los carabineros chilenos.

—Mire, sargento, Mauricio tiene unos cartuchos de dinamita que compró en Potosí para los mineros, y como se olvidó de dárselos, todavía los tiene en la mochila, ¿vio? —Sonaba natural— ¿Se los damos a usted?
—Mañana los hacemos explotar en el salar, ¿qué les parece?
—Buenísimo.

Y se fue. Y nosotros nos reímos aliviados hasta que volvió, y algo en su cara no tan risueña ya, nos avisó que algún pensamiento oscuro se le habría cruzado. No era para menos. Habría pensado en la inspección del día siguiente y en que había tenido a estos tipos en el cuartel cinco días con dinamita en una de las mochilas. Tal vez era nomás para preocuparse un poquito.

—¿Me permitirían verlos?

Mauricio los sacó y todos nos quedamos boquiabiertos. Parecía el coyote del correcaminos, “dinamita marca ACME”. Seis cartuchos arreglados en forma de pirámide. Grandes eran. Notamos también el hielo en el sargento que se los llevó.

Cuando volvió era otro. Necesito hablar con ustedes, individualmente, los que hablan español primero. Allá fue Mauricio. Salió él de la oficina y entré yo. Le expliqué la historia de las minas, de la empresa que nos vendió el tour (todavía tenía en el bolsillo la tarjeta, guardaba todo para mi diario de viaje). Me preguntó si teníamos armas, qué más traíamos y si éramos guerrilleros. Le aseguré que la historia del tour era verdad, que llamara a la empresa. Pareció conforme, y le dije que me iba a preparar para el viaje. Fui al baño a ponerme las calzas debajo de los pantalones, el tren viajaría por el altiplano y las temperaturas a la noche serían bajo cero. Apenas me estaba poniendo las calzas se abrió la puerta del baño y apareció el sargento a preguntarme qué estaba haciendo. Me abrigo, le dije, tratando de comprender la situación en la que me encontraba. Paul y los demás afuera, y solo conmigo en el baño, este sargento a quien se le escapaba la única mujer que tuvo en su cuartel desde quién sabe cuándo. Cuando me vino a tocar las calzas —para ver de qué tela eran, se excusó—, me petrifiqué. Uno nunca sabe cómo va a reaccionar en estas situaciones hasta que se encuentra en una de ellas. Pero mi mirada le debió haber dolido como la cachetada que debí haberle dado, sonrió y se fue.

Después de un par de horas en silencio, llegó por fin el tren. Por la misma puerta, bajaron el teniente y el mayor, y subimos nosotros, camino a Chile, sin mirar atrás.

(En Arica, norte de Chile, nos deshicimos de Mauricio y Mika. No fue fácil.)

Paul y yo pusimos la carpa en el Parque Nacional Tierra del Fuego el 27 de diciembre de 2004 y nos quedamos a celebrar el fin de año.


María Elisa Pelletti

(Desde Isle of Skye, Escocia)

Mención Premio Eduardo de Literatura 2007

Categoría Relatos de Viaje

jueves, 27 de noviembre de 2008

México DF (esp)


Dile que sí al viento

La mujer esperaba a Rafael con el niño en brazos y, de cuando en cuando, se llevaba las manos a la frente para limpiarse el sudor. No había pasado mucho desde que el pequeño al fin se había quedado en silencio, y ahora le producía una desazón extraña el otro ruido de la ciudad: estridente a su manera, casi leproso, un ruido que se pegaba también a sus narices como un mal olor. Desde el sitio donde se encontraba, podía ver la avenida con toda su amplitud, los edificios largos, un reloj de pedestal y un paradero urbano y sucio, del que cada cinco minutos salía un camión atiborrado de personas que volvían a sus casas. Miraba a toda esa gente preguntándose si era feliz, pero, al verlos apretados dentro de la unidad, sufriendo el calor imposible, se respondía que no, no era posible: era absurdo pensar en cualquier tipo de felicidad. Y miró al pequeño con las manos sucias después de jugar en el piso. Sus manos eran negras en los pulgares y, después, esa misma suciedad se había corrido hasta la palma, dejándosela un tanto más oscura, como si fuera un raspón producido por un golpe.
Sí, la suciedad también era un golpe. Ansió ir a su casa —o lo que llamaba “casa”—, y meterse un rato a la regadera, más bien al cuarto donde se bañaba, y vaciarse sobre la coronilla las carretas de agua con el bote: el agua así, de golpe, era su felicidad en días bochornosos. Los otros baños del patio eran iguales, menos el de Rafael: el suyo era el único que contaba con esa dádiva de una regadera en forma, con su aspersor de agua y las llaves para el agua fría y la caliente; la regadera de Rafael era así gracias a los arreglos que guardaba con el patrón.
Sólo había un detalle que asemejaba todos los baños: las puertas eran láminas o cortinas que a veces movía el aire y dejaban al descubierto muslos, pies, dedos que se arqueaban al contacto con el aire helado. Y había visto a veces a Rafael a la caza de esos momentos: se movía nervioso, tenso por divisar un poco más, como si quisiera extraerse los ojos por la ansiedad de ser descubierto, pero, también, con el deseo de poder apresar lo que se alcanzaba a vislumbrar en la cortina.
La mujer alzó la mirada y buscó entre la gente, pero no encontró a Rafael ni su camioneta de redilas. Buscó la hora en el reloj de pedestal y se fastidió un poco al notar la tardanza. Ya iba para una hora. Siempre le pasaba eso. Siempre, Rafael la dejaba hasta el final: ella era la última en subirse a la camioneta de redilas. Terminó por acomodarse junto a los aparadores y, molesta, se puso en cuclillas, cuidando de que el pequeño no se balanceara demasiado y el movimiento lo despertara. Y lo hizo lentamente, muy lentamente, hasta que terminó por sentarse. No quiso ni saber de esa suciedad, pero terminó por aflojar el cuerpo: eran sus nervios distendiéndose con calma, y los huesos dejaron de crujirle de cansancio. Con los dedos, separó un poco la cobija y vio al niño: dormía sin prisa. Volvió a observar a la gente en los camiones: se los veía aturdidos y, después de que el camión pasó, el aparador de enfrente, donde se exhibían muchos televisores, capturó su atención. Se puso de pie, otra vez calculando los pasos, los movimientos, y decidió esperar del otro lado de la acera.
No importaba el lugar, sólo que no se moviera de ese sitio; desde cualquier punto podría ver la camioneta de Rafael, no importaba desde qué lado de la acera lo hacía. Cruzó la avenida y el humo del esmog se le pegó a los cachetes, y los restregó con suavidad, como si se hiciera una caricia, y la imagen de los baños, de esas cortinas abiertas por el aire le produjeron escalofrío, como si tuviera, en ese momento, en la espalda y las nalgas y las piernas desnudas, mojadas, una mano de aire posándose en sus hombros.
La mujer se detuvo frente a los televisores y volvió a mirar al pequeño, quien bostezó sin alcanzar a despertarse. Sentía que no soportaría otra jornada como esa, con el pequeño en llanto desde muy temprano, sólo aquietado durante la hora de comer. Había vendido rápido casi toda la mercancía pero, al caer la tarde, no había logrado vender nada. Le dolían los pies: había caminado demasiado. El niño tenía hambre, despertaría con hambre, y recordó cómo había dado cuenta del único biberón, exprimiéndolo con ansiedad.
Trató de centrar su atención en los televisores y sólo encontró un partido de tenis. Rafael le había dicho que así se llamaba: tenis, como los zapatos, y le causó gracia cuando se lo dijo; él, siempre tan interesado en esas cosas. Simplemente debes regresar la pelota, le había dicho él una tarde en la que les explicó a ella y al resto de las mujeres sobre los deportes que le gustaban. Tenis, así había dicho, como en otras ocasiones les contaba de su vida. Se quedó mirando el partido: la pelota iba, venía, se alejaba con violencia, volvía al lado del campo. Tenis, qué cosa más extraña, se dijo, pero en un momento, se sintió interesada por el vaivén de la pelota pequeñísima. Vio al niño y después volvió de reojo al televisor. Se ve que esos tenistas son gente buena, y miró con esperanza al pequeño.
Los hombres atléticos del televisor se limpiaban el sudor y, por un momento, la mujer quiso saber qué se sentiría con ese sudor en la piel, uno distinto al de los otros, aquel sudor percudido que perdían los hombres en los camiones apretados y que luego se limpiaban en regaderas con puertas hechas con cortinas, que el aire no tardaba en mover. Sudor. La mujer se chupó los labios y después se limpió la parte superior de ellos con la lengua, trayéndose un resabio salino con él. Nunca antes había pensado así en su sudor; pero sí en el niño: ¿qué sería de él? ¿Sería como otro que llenaba un camión? ¿Sería como Rafael, hurgando la mirada entre las cortinas? Acercó la nariz al pequeño y la mujer se dijo que nunca la había incomodado el sudor del niño: algo de ternura había en él, un sudor que sí podría lamer cuantas veces quisiera.
En los televisores seguía el partido de tenis, y se acordó de Rafael y la vez que lo encontró espiándola. Tenía su fama el conductor del camión: mujeriego, algo bebedor, amante de los deportes. Tenía en el cuarto que el patrón le daba —gratis a cambio de cuidarlas, darles la mercancía, tenerlas cerca— una serie de banderolas de equipos y pelotas de fútbol y otros deportes. Los domingos era imposible encontrarlo, porque se iba desde temprano con la camioneta y recogía a los otros jugadores. Jugaban fútbol en un llano lejos, y el resto del domingo, Rafael hacía carnes asadas para los jugadores, y bebían en el patio de la pequeña vecindad: los niños corrían con libertad, algunos se caían, y ella se quedaba encerrada en su habitación, descansando, lavándose los pies con agua caliente y lista para el día de trabajo.
Volvió a ver el partido de tenis y la pelota le produjo ansiedad: iba, venía, era golpeada con fuerza; a veces se detenía en la red a mitad de la cancha, pero volvía al juego, a ser golpeada, a ser un punto muerto en el aire. Quiso calcular cuál era el momento en el que la pelota alcanzaba su máxima altura y, por más que apuró los ojos, no lo encontró. Una pelota. Recordó de nuevo los baños, el futuro de su hijo, pero después, violentamente, recordó la noche anterior. Había visto a Rafael meterse a hurtadillas a la regadera contigua, con Martha. Apretó el gañote al recordar esos débiles pujidos y las risas. Oyó la réplica de Martha: Luisa está al lado, y después la voz de Martha se apagó con un caliente, pero, a la vez, débil susurrro: Deja que oiga. Y no había logrado dormir a causa de esas palabras, llegaban a la mujer durante el día, con el cansancio y la mercancía en las bolsas, y penaba que, al ver a Rafael, no lo vería a él sino un rostro que formaba esas palabras: Deja que oiga.
El niño se movió un poco en sus brazos y volvió a verlo con alarma. Le tocó la frente, encontrándola un tanto más tibia a lo normal. Sólo falta que se enferme, y detuvo la presión de los dedos sobre las mejillas, pero después se dijo que sólo era el calor del día, la humedad, el sudor de un día de trabajo. Cuando volvió a ver la televisión de nuevo, centró su vista en el tenis, en la curva casi mágica que hacía la pelota y, sólo entonces, se dijo que ojalá su hijo fuera tenista o fuera cualquier cosa, menos como ella. Se dijo: soy como esa pelota, ando de un lado a otro, rebotándome con fuerza, nadie tiene compasión de mí; y después la pelota cayó al suelo, y la mujer empezó lentamente a doblarse, a buscar un punto de apoyo. Ella era la pelota y el niño una más pequeña: no había salvación; siempre estaría rebotando de un lado a otro, una constante su ir y venir sin encontrar nunca un alivio.
Sintió que, en ese momento, se le caía el pequeño, resbalaba por sus brazos hasta amontonarse en el suelo, sobre la otra suciedad de miles de pisadas que arrastraban polvo, arena, mierdas, chicles y escupitajos. Fue en ese momento cuando vio la camioneta de redilas aparecer al fondo de la calle. Rafael se detuvo frente a ella y tocó el claxon, pero la mujer no se levantó. Anda, Remedios, se nos hace tarde. La mujer alzó la cabeza. Ahí estaba la camioneta de redilas que la llevaría a la vecindad, al cuarto donde amontonaba sus pequeñas cosas, al cuarto de baño con una cortina en la puerta y la mirada libidinosa de Rafael.
Se sintió cansada, como si finalmente la suciedad de la calle la hubiera alcanzado y el sudor hubiera salido de las alcantarillas transpirando por el televisor hasta adherírsele como una costra maldita. Vio a Rafael bajarse de la camioneta: su camisa bien fajada, el pantalón de mezclilla, el tenis blanco, y Rafael la alcanzó, le tocó el pulso, la levantó de un jalón. Cruzaron la avenida, y la mujer alcanzó a oler el sudor del conductor y sintió ansiedad mientras la subía a la caja trasera del mueble. Háganle espacio, les dijo el conductor a las otras mujeres. La mujer oyó del fondo de la caja que Martha decía: es una muerta de hambre nomás, y, por un momento, deseó que la puerta de su regadera fuera una puerta bien maciza, que detuviera cualquier mirada o susurro.
Dio una última hojeada a la tienda donde los televisores seguían escupiendo el partido de tenis, aunque sólo miraba una mancha verde sobre las pantallas. Entonces la mujer despertó al niño, lo movió despacio mientras el camión de redilas se alejaba, y sólo cuando escuchó el llanto del pequeño, pudo sentirse en paz: su hijo no sería tenista, ni practicaría ningún deporte, y lo imaginó grande, apretado en un camión de pasajeros como los demás, y al oír el llanto, sentía como si ese llanto la liberara y dejara de hacer dar vueltas, giros, curvas inesperadas en el aire. Vio a Martha de reojo y se dijo, a manera de venganza, que las cosas iban a cambiar y que pronto llegaría el aire y movería la cortina de su baño y Rafael la miraría y, al menos, si era poco o mucho esperar, ella iría ahora a la regadera y, también, que era todo lo que podía aguardar: ahí se limitaba su esperanza.

Antonio Ramos Revillas

(Desde México DF, México)

(Mención Premio Categoría Relatos de Deporte)

Premio Eduardo de Literatura 2007

miércoles, 5 de noviembre de 2008

La Habana (esp)



Los gallegos miran con nostalgia el mar


Antoñico es un hombre común, de esos que cargan tristeza en la mirada. No
muy alto, un poco delgado, buen mozo, blanco, de cabello corto, canoso y
rizado, ojos color de miel y cachetes tan rojos como las fresas. Es un poco
testarudo y desconfiado, pero muy trabajador. Fácilmente me dobla la edad.
Cuando lo vi por primera vez, caminaba mirando al suelo con las manos en los bolsillos, como suelen caminar los gallegos.
Él atravesaba el lobby de aquel hotel, yo sólo esperaba un rato porque afuera caía un torrencial aguacero. El piso estaba mojado, y me causó mucha risa ver aquel hombre que caminaba mirando al suelo cuando resbaló y casi se mata. Que rara combinación, un hombre que va mirando sin ver. No sé si fue por vergüenza o porque sintió mi reprimida carcajada que levantó la vista y nos cruzamos las miradas. Se sonrió, se acercó, muy gentilmente me invitó un café y yo lo acepté. Nos sentamos en una de las mesas, justo desde donde se podía apreciar la bonita vista de un malecón empapado.
Estuvo un rato callado intentando romper su timidez, preguntó mi nombre y yo, usando una broma, le contesté:
—No hay duda de que eres gallego.
Primero se sorprendió pensando que yo era algo así como una especie de pitonisa o adivinadora; pero luego se molestó cuando le dije que sólo a un gallego se le ocurriría venir al Caribe en temporada de ciclones.
Me disculpé porque imaginé que el chiste no le había gustado y me contó que había venido en busca de posibles familiares. Que simplemente quería conocer si en algún rincón de mi país su padre había dejado herencia consanguínea.
De eso no tenía muchas dudas, porque su padre había arribado a esta isla junto a sus dos hermanos en 1930, había vuelto a Galicia treinta y siete años después y, por lógica, tenía que haber dejado alguna Penélope a la espera.
Mientras conversábamos, miraba el mar con nostalgia, y eso llamó particularmente mi atención. Yo pensaba que todas las personas debían mirar el mar con alegría. Antoñico hablaba de sus familiares con tal añoranza que me enredé en dos palabras. En estos días, es muy difícil escuchar historias de búsqueda y reunificación. Por eso y por un montón de cosas, solidarizada por su mirada y por aquel extraño pero encantador misterio, me ofrecí como su guía. Así comenzamos una hermosa amistad y descubrimos juntos cosas inimaginables.
Resulta que, efectivamente, su padre, Tomás, había salido de España con destino a Cuba a bordo del buque La Tormenta junto a sus dos hermanos Antonio y Xavier. Uno de ellos, Xavier, al parecer, se enfermó en la travesía, murió y sus restos fueron arrojados al mar.
Los dos hermanos, Antonio y Tomás, se radicaron en un pequeño negocio que abrieron, con ayuda de un andaluz, frente a la antigua Plaza del Vapor y allí, como buenos gallegos, se dedicaron al legendario giro de la alpargatería. Pasaron mucho trabajo al principio pero, rápidamente, lograron una estabilidad: las alpargatas se convirtieron en el calzado de moda o necesidad y el negocio marchó como viento en popa, al punto que les permitió abandonar sus viejas boinas y hasta penetrar en determinados círculos sociales.
En 1948, ya dirigían varias alpargaterías e, incluso, Tomás tenía la propiedad de una importante sala de fiestas donde tocaban las más afamadas orquestas de la época. Pero en junio de ese mismo año, Antonio tuvo un problema legal por una pelea callejera. Parece que el gallego tenía muy malas pulgas porque le propinó un puñetazo a un criollo y lo mandó directo al cementerio.
La policía lo comenzó a buscar y, para no perder su libertad, decidió mudarse al centro de la isla, dedicarse al gremio de la carnicería y, con un sencillo cambio de papeles, adoptó la identidad del hermano fallecido. Años más tarde, Antonio, que a partir de entonces se llamó Xavier, se enamoró de una negra hermosa y decidió hacer familia por allá, por las afueras de Trinidad, hasta que murió de paludismo y su familia emigró a La Habana al amparo de Tomás.
De todo esto nos enteramos averiguando un poco por aquí y preguntando otro poco por allá. Tomás no aportó mucha información porque, en 1967, cuando regresó a Galicia, llegó diagnosticado con la enfermedad de los recuerdos, eso que ahora llaman el mal de Alzheimer. Permaneció algunos meses ingresado pero incluso, mucho tiempo después, vivió con total demencia. Fue por eso que Antoñico se dedicó a revivir los rastros de su padre como si fueran las crónicas del paso de un gallego por La Habana. Y fue así que descubrimos que Tomasín el duende, como se le conocía en las noches de farra habanera, era la candela. No hubo mujer artista que no pasara por sus manos, porque al ingenuo Tomás, al sacrosanto padre de Antoñico, lo mismo le daban las altas que las bajitas, las gordas que las flaquitas, las negras, las chinas, las blancas, las pintas o las mulatas. Al parecer, el gallego era bastante calentico, y las alpargatas tenían alas porque cuentan las malas lenguas que el Tomasín saltaba de balcón en balcón con la misma ligereza que salta un gato montés. Señores, buscar los parientes de Antoñico fue como darle el pasaporte español a toda la República de Cuba, blancos, morenos y mestizos; hasta un chino de ochenta años juraba ser el hijo legítimo de Tomás. ¿Qué duende ni duende? Le debieron haber llamado Tomasín el Viagra.
Pero toda historia tiene un pero. Unos cuentan que fue amor y otros dicen que por celos, el nombre de Tomasín terminó en una caldera con polvo de sapo seco, semillas de marañón, corteza palma mocha, piedras de un río profundo, arena, agua de mar y unas semillitas rojas que son buenas para atormentar.
Susurran que fue el brebaje lo que borró sus recuerdos por haberse confundido con una mujer prohibida. ¡Oiga! Yo a eso le tengo espanto pero decidí ayudar.
Nos fuimos juntos a las afueras de La Habana, a visitar a un conocido y experto en la materia del barrio que lleva por nombre Guanabacoa. Un anciano lo vio y le hizo una limpia. Luego le dijo: Oye mijo, como dice aquel refrán, no hay gallego que no duerma siesta ni cubano que no tenga un pariente español. Su padre no tiene ná, su padre está durmiendo una siesta por problemas de amoríos. Venga mañana a la media noche, tráigame dos girasoles, un huevo de paloma blanca, pimienta, miel, plumas de gallina prieta y azúcar parda.
Yo ya había olvidado aquello, pero, a la siguiente noche, Antoñico me pidió que lo acompañara y regresamos a Guanabacoa con todos los encargos. Ellos entraron en un pequeño cuarto, y yo me quedé afuera aterrada. Permanecieron como dos horas, escuché gritos, rezos y mucho ruido. Cuando salieron, el viejo salió llorando, y Antonio, horrorizado. Se despidieron y regresamos.
En todo el camino de regreso, no se habló ni media palabra; pasamos por un hospital y lanzó allí una bolsita; luego me dejó en casa y, en silencio, regresó a su hotel. Pasaron exactamente tres soles con sus tres lunas. Para cuando amaneció, tocaron a mi puerta y era Antoñico con los ojos brillosos, alegres y gritando sin parar que había llamado a España y que su padre recién despertaba de su ausencia mental. Nos pusimos tan contentos que, sin darnos cuenta, olvidamos que estaba amaneciendo, cantamos alto, bailamos, hicimos cuentos y reímos. Armamos tremendo rumbón pero, al parecer, a los vecinos les importaba poco lo de la recuperación de Tomasín porque, de algún lugar, nos lanzaron un potente chorro de agua fría que nos calmó un poco. Al rato, nos despedimos y él se marchó, caminaba sonriente mirando al suelo y con las
manos en los bolsillos como suelen caminar los gallegos. Otra vez el piso estaba mojado, otra vez dio un resbalón que casi se mata y otra vez me causó mucha risa ver resbalar a un hombre que camina mirando al suelo.
Levantó la vista y la volvió hacia mí, nuestras miradas se cruzaron y… No sé si fue por vergüenza, o porque sintió mi reprimida carcajada, o por alegría, o simplemente porque le dio la gana, pero Antoñico regresó sin parar de sonreír y me besó. Entonces dijo tres o cuatro palabrotas de esas que suelen decir los gallegos cuando están contentos hasta que, murmurando, se perdió a lo lejos.
¿Qué sucedió después? Yo visité Galicia, conocí a la familia y hasta al viejo Tomasín. Una tarde de domingo salimos todos juntos a pasear cerca del mar. Se había hecho costumbre visitar la costa después de lo del Prestige. Nos sentamos sobre unas rocas, y me di cuenta de que el viejo miraba las olas con la misma nostalgia que su hijo. Entonces cometí el error —o la imprudencia—
de preguntar si había dejado hijos en Cuba. Tomasín pegó un brinco de molestia, dio una patada en el suelo, cambió el color de su rostro y engurruñó las dos cejas. Lo que contestó lo voy a dejar en sus palabras, y usted le pone las zetas y el claro acento gallego.
—Pero qué se cree usted, si yo hubiese tenido críos en Cuba, me los hubiese traído, cojones. Yo no dejo a nadie regado como si fueran pelotas de fútbol. Respete usted señorita que yo soy gallego.
Todos me miraron con una sonrisa burlona de complicidad, como diciendo te ganaste la lotería. Después de la tremenda respuesta, pensé que se había acabado el paseo por la playa, pero no: los gallegos tienen mal genio pero no son rencorosos. Enseguida me tiró el brazo con un brusco cariño y me dijo sonriente: sigamos caminando y otro día hablamos de eso. A ver, muchachita, cuándo se casa usted con mi hijo que ya estamos necesitando nietos.
Aquello me dio tremenda pena; Antoñico cerró los puños y los ojos de vergüenza, y se puso más colorado que un tomate pero, dos semanas después, nos estábamos casando en la hermosísima Catedral de Santiago de Compostela. Así fue que conocí a quienes son hoy mi familia gallega que, como todos los gallegos, miran con nostalgia el mar.
Juan Juan Almeida García
(Desde La Habana, Cuba)
Segundo Premio Categoría Relatos de Viaje
Premio Eduardo de Literatura 2007

miércoles, 22 de octubre de 2008

Santiago de Compostela (esp)


LLUEVE SOBRE EL MAR DE PIEDRA

Llueve. Llueve mansamente; siempre está lloviendo: con una infinita paciencia, con una monotonía abnegada, como toda la vida, llueve. Hace rato que miro llover desde la ventana de un bar. He pedido unas gambas con un vaso de Albariño. El vaso ya está vacío; de las gambas sólo queda una carcaza deforme, pero sigue lloviendo, y las gotas de lluvia aferradas sobre el vidrio han pintado un cuadro de Seurat. Llueve; como toda la vida, siempre está lloviendo en Santiago de Compostela.¿Qué sería del sutil encanto de Santiago sin la suavidad de su lluvia eterna? Claro que el sol existe: a su modo, existe. Pero cuando eso sucede, se trunca la poesía compostelana. El astro rey no puede llevarse bien con la misteriosa Santiago, con su pétrea solemnidad medieval, con el pudor de sus calles angostas recortadas en el tiempo. Sólo por la mañana, cuando a veces el sol alumbra, la ciudad de piedra aparece rociada de una cierta luz de ingenuidad. Pero ya han pasado las cuatro de la tarde, y está lloviendo mansamente; como toda la vida, llueve sobre Santiago. Este lugar en el mundo ha nacido para ser arrullado por la monótona percusión del agua de lluvia; ésa es su razón de ser. Por eso abandono mi punto de vista estático y salgo a caminar. Mi paraguas y mis botas chapoteando por los charcos siempre me acompañan por las calles en pendiente, y mi recorrido es gris sobre gris: el del cielo sobre la piedra macerada. No quiero caer en lugares comunes, pero la sensación de vivir este paisaje se parece bastante a una experiencia divina.Es verdad que Santiago es la capital de Galicia, y Galicia es una gran piedra de granito en la que se esculpe un mundo generoso e inevitable. Las piedras crecen, se levantan majestuosas por todos lados: en forma de hórreos, de cruceiros, de iglesias; y en Santiago, en forma de catedral. Pero si la piedra en Galicia se matiza con los verdes y azules del monte y de las rías, Santiago sólo tiene un destino gris, el más gris de todos los grises.He vuelto a esta ciudad huyendo de mí; he vuelto en busca de un silencio amable. Tal vez he vuelto porque intuyo que aquí voy a encontrar una caricia reconfortante que no desentone con la lentitud de la pena que arrastro. En el fondo, sé que he vuelto a Santiago intentando descubrir mi propio camiño. Uno que no tenga ruta visible, pero que me lleve a algún lugar. Entonces dejo que la lluvia me guíe en el laberinto de calles empedradas, y llego a la Plaza do Plateiros, a los lados de la catedral. Una plaza tan ancha que parece entrar a un mar, un mar de piedra. No hay un solo árbol en este corazón de la ciudad señorial. En esta plaza, la de la fuente de los cuatro caballos, absolutamente tapizada por grandes losas de piedra, las palomas picotean en sus juntas. En esta plaza bloqueada por un largo muro de piedra y por recovas en su frente, lo verde parece sacrilegio. Donde se queda la mirada, todo es hierro, piedra y gris. Y toda plaza en la ciudad vieja es vasta como un mar de piedra, desierta, cercada de murallas crestadas. Es que la quietud de extramuros de Santiago no admite la mirada al mar; entonces, el mar se transforma en piedra.Sigo caminando hacia la estampa esencial de la catedral de Santiago. La fachada de Obradoiro, mojada y rotunda, siempre me hechiza por primera vez. Me conmueve el olor silencioso de su piedra ocre color del tiempo. Lo meritorio de mi emoción es que no es la fe lo que la produce. O sí: después de todo, la fe está formada por pequeños motivos personales que las religiones luego intentan organizar. Por lo pronto, en la búsqueda de mi propio camino, he inventado un credo del que soy única devota, y no lo pienso negociar. No debo estar errada: O Pórtico da Gloria me da la bienvenida y suena en mis oídos la sabiduría de la copla popular, A Porta se abre a todos, enfermos e sans; non só a católicos, mas tamém a pagáns, a xudíos, herexes, ociosos e vans; e más brevemente, a bós e profanos. Es que por algo Compostela es un mar de piedra: la piedra ha sido objeto de culto pagano desde tiempos ancestrales; vínculo con lo sobrenatural, con lo sagrado y con lo inmortal. Y vaya si hay en Galicia piedras vinculadas a cultos: una de ellas está aquí mismo, la de O santo dos Croques: una efigie del Maestro Mateo, autor de este mismo pórtico con sus tres arcos. El central simboliza la Iglesia Católica; el de la derecha la Iglesia de los Judíos; y el de la izquierda, la Iglesia de los Paganos. El añejado mármol de las columnas ha tomado un lívido color de carne de pulpo, y está bordado hasta el zócalo de figuras de alucinación. Pero es inútil: en este excelso trabajo hasta las criaturas maléficas y desfiguradas se vuelven bellas. Por eso, fieles y descreídos van a cumplir con el rito de los “croques” en O Pórtico da Gloria. Esos tres cabezazos que piden al maestro algo de su sabiduría y de su inteligencia. Fieles y descreídos; nadie elude este acto: tampoco yo. La fe es un sistema de creencias personales, pero por algo hay que empezar.Compostela es mágica, y la catedral ofrece sus trucos para todos, para fieles y descreídos. El más efectivo es el del botafumeiro. Lo he visto y puedo dar fe de ello. El botafumeiro es el incensario más grande del mundo: el actual tiene un peso de cincuenta y tres kilos, y más de un metro y medio de altura; sólo se pone en funcionamiento en misas solemnes. Dicen aquí que su origen está relacionado con la necesidad de resolver un problema de salud pública: en la era medieval, se permitía a los peregrinos dormir en el interior de la catedral para resguardarse del frío y la lluvia. Entonces, monjes y canónigos decidieron encargar la fabricación de un enorme incensario que fuese capaz de desinfectar y disminuir el desagradable olor que producía el hacinamiento. Verlo para creer: el botafumeiro llega a balancearse a setenta kilómetros por hora, elevándose hasta veinte metros de altura. Los magos que practican este truco son los tiraboleiros. Van vestidos con una gran túnica roja, y para mover el botafumeiro tiran de unas cuerdas de esparto, apoyadas en una polea, que hacen que el incensario se balancee: la coordinación entre ellos y su fuerza física es muy importante a la hora de que todo salga bien. No hay más que oír el crujir de la cuerda en la roldana superior y el silbar del botafumeiro al pasar a toda velocidad junto a los fieles. Y también junto a los descreídos.Esta ciudad acumula tanta historia como moho en cada poro de sus piedras. Historia que, aunque la iglesia católica haya intentado apropiarse, nació mucho antes, cuando gentes inquietas se preguntaban qué habría al final de aquella mancha blanca en el cielo, y cuya estela siguieron no sólo hasta Santiago, sino en su etapa final hasta el Finis Terre, donde se acaba el mundo conocido. Por eso, aunque Santiago de Compostela integre junto con Roma y Jerusalén la trilogía de ciudades santas, aquí la mística no está vinculada sólo a lo religioso. Santiago es todo espiritualidad, y espiritualidad en Santiago es mezcla de religiosidad y magia. Esa magia con que la tradición gallega espanta a las meigas (porque habelas hainas, y vuelan a caballo de una estaca), preparando una buena queimada y recitando su conjuro. Dicen que el origen de esta práctica se remonta a los siglos XI o XII, coincidiendo con la construcción de la catedral.Mientras toco el manto plateado de Santiago Apóstol, evoco el encanto del fuego: ayer, en casa de unos parientes de Villanova de Arousa, hubo queimada. Un gran recipiente de barro cocido, con la forma de una gran paellera, le sirvió a mi primo para mezclar el aguardiente con el azúcar. Luego, con un cucharón, también de barro, tomó parte de la mezcla y le prendió fuego. Lentamente pasó el cucharón al recipiente hasta que las llamas se extendieron a todo el líquido; después removió con suavidad tomando cantidades pequeñas de bebida con el cucharón y dejándola caer, con mucha delicadeza, desde bastante altura: la visión del fuego fluyendo en medio de la noche, con las luces apagadas, fue maravillosa y fascinante. Es justo y necesario que a esta costumbre se le atribuyan infinidad de mitos y leyendas, incluyendo poderes curativos y sanadores. Después, hay que decirlo, la cata del líquido caliente servido en pequeños vasos también aporta lo suyo.Ya estoy fuera de la catedral y la noche larga envuelve otra vez el mar de piedra. La lluvia ha cesado, pero pronto volverá, como siempre, como toda la vida en Santiago. He vuelto a esta ciudad en busca de algún silencio amable, alguna caricia reconfortante que no desentone con mi tristeza. Y aquí, en la tierra en que ha nacido Rosalía de Castro, puedo escuchar la nostálgica música de sus versos en el aire. Y puedo compartir este banco de piedra con un Valle Inclán y amar el esplendor de la fachada del Obradoiro. Y sentada aquí, al anochecer, bajo las luces de la bohemia, miro el reflejo sobre la piedra húmeda y sólo puedo decir: cuando quiera mutar un lento dolor en belleza, cuando quiera volver a descubrir mi propio camino, uno que no tenga ruta visible, pero que me lleve a algún lugar, lo único posible es volver a Santiago.
Mónica Ogando Ferreira
(Desde Buenos Aires, Argentina)
Mención Categoría Relatos de Viaje
Premio Eduardo de Literatura 2007

martes, 7 de octubre de 2008

Mogadisco


EL TAMAÑO DE LA DESESPERACIÓN

Eran las dos de la madrugada. En el desordenado despacho estaban Juanma, el Jefe de Redacción, Arturo, el Director del Dominical, y Elisabeth, una periodista joven e inexperta. La edición que saldría por la mañana tenía garantizado el amorfismo por la falta de noticias de interés. Al entrar en la sala Juanma me invitó a un café negro como la noche más auténtica...
-Siéntate Ariadna y tómate un descanso -dijo mirando la humeante taza.
Dejé la cámara fotográfica sobre un montón de legajos y advertí que estaban sumidos en el más completo ostracismo. Nuestro nivel de ventas había descendido en los últimos meses por una campaña orquestada quizá por poderes fácticos; ¡bah!, la verdad... no sé. Bueno..., sé que los hilos invisibles se habían movido (con la misma sutileza que el viento empuja las nubes), abriendo una fisura tras otra en nuestro pétreo código deontológico. Nuestros mejores periodistas, los de más entidad, se marcharon a otros medios de comunicación más rentables, con mayor proyección. Por ende, la última edición del periódico, antes de cerrar definitivamente, no pasaría a los anales de la Historia. Los ojos de los allí presentes estaban mojados de tristeza y por qué no decirlo... a caballo entre la desidia y la desesperación.
-Háblanos de Mogadisco -inquirió Arturo-.El reportaje fotográfico que sale mañana en el Dominical es lo único a destacar entre un sinfín de jaculatorias sin el menor valor, incluso el editorial de la östpolitik -miró con un recelo injustificado a través de la gran cristalera al Director General del Periódico que estaba en el despacho contiguo inmerso, aparentemente, en la lectura de las noticias deportivas...- quedaba obsoleto.
Me senté en una silla plegable de madera y comencé a relatarles mi travesía por aquellas tierras áridas y a veces inhóspitas...
Comencé diciéndoles que aterricé en el aeropuerto de Mogadisco y al llegar a la ciudad me pareció que estaba en una capital occidental.
-Os confieso que el reportaje fotográfico lo hice en tres días en el mismo corazón de Mogadishu. Mis otros diez días los pasé en una tribu muy cerca de la población de Bardera, junto al río Juba. En esa tribu, los nativos iban como Dios los trajo al mundo, pero a esa parte ya llegaremos...

Observé como el interés de Elisabeth por el relato crecía como una llama en la noche. Sus ojos azules como un mar brillante titilaron vivarachos. Ella, espolvoreó su media melena rubia, se quitó sus gafas doradas y se incorporó de su asiento de cuero negro arreglándose su falda plisada. Arturo y Juanma sonrieron cómplices por el interés que Ariadna había despertado en la periodista principiante.
Les expliqué que una vez en la capital, me acerqué a la Embajada Española y allí me proporcionaron un guía traductor y conductor de un jeep tan viejo como la República del Cuerno de Rinoceronte (Somalia). Los tres primeros días me instalé en la habitación de un hotel que, aunque de cuatro estrellas, tenía visitantes de ocho patas. Las vistas al Océano Índico, sin embargo, eran tan hermosas y doradas que a su lado el oro quedaba pálido...
Amed, el guía de color, era un hombre ducho en la historia de su país, pero contaba las cosas como si tuviera en la cabeza una cinta magnética que reprodujera durante horas lo que había estudiado de memoria durante años. Cuando le preguntaba el <<¿por qué?>> de algo, se encogía de hombros hasta engullir el cuello.
-Yo sólo conozco los hechos -me decía-. Para el análisis ya están los estadistas políticos y ustedes -advertí cierto desprecio aunado en su tono de voz y en su mirada recelosa>>.
Todas las mañanas, cuando el alba despuntaba, me levantaba y me duchaba con agua tibia del color de la manzanilla. Me vestía con ropas vaporosas y llamaba a Amed. Recorríamos Mogadisco de punta a punta. Mi cámara se disparaba a ráfagas y todo lo que veía me parecía esencial para el reportaje de tipo social y político que tenía que desarrollar. Fotografiaba las pequeñas industrias textiles, las pequeñas industrias de caña de azúcar, las pequeñas industrias de curtido de pieles, todas familiares. A pesar de la designación de zona paupérrima, y a pesar del hervidero de gentes famélicas, la ebullición que burbujeaba en el fragor de Mogadisco capital daba la impresión superficial de que aquellas personas sobrevivirían a su destino. Luego, cuando me adentré en el interior supe que no era así.
Tras la agotadora jornada, Amed y yo comíamos en el buffet libre del hotel. Amed, devoraba como si fuera la última vez que fuera a ver tanta abundancia. Después de comer me echaba una siesta soporífera. El calor abrasante de estar tan cerca del ecuador se dejaba sentir en mi piel. Luego venía Amed y nos sentábamos junto a la mesa camilla, mirando los maravillosos atardeceres fucsia del Índico. Amed me contaba la historia de su país con desgana y yo apuntaba en un bloc de notas con tedio. Primero me habló de sus productos principales: el sorgo, la mandioca, los aráquidos, el sésamo, incienso, mirra, y la goma arábiga. Posteriormente me habló sin orden de los antiguos tratados comerciales con los ingleses quedando reductos todavía en el establishment...
Me explicó que habían sido colonia italiana hacia el 1908 y que cuando terminó la II Guerra Mundial perdieron sus derechos. Me dijo que el 1 de julio de 1960 se constituyó la República, que en 1969 al Presidente Abdi Rashid Ali Shermarke lo asesinaron...
-Amed -le corté-, quisiera conocer las entrañas de este gran pueblo>>.

Juanma, el Jefe de Redacción se levantó de un salto. La Agencia Efe mandaba por fax alguna noticia de última hora.
-Ahora que se pone interesante... No continúes la historia hasta que vuelva -amenazó con una sonrisa amable.
Arturo, el Director del Dominical se levantó a servir más café de un termo. Elisabeth se acercó hasta donde yo estaba y con cierto morbo me susurró al oído:
-No pasaste miedo entre tantos hombres de color...
Juanma entró de nuevo en la sala. Nos explicó que en Johannesburg habían muerto más de 30 personas en una manifestación, la mayoría zulús.
-Las imágenes que mañana saldrán por televisión son escalofriantes. Un joven negro es apedreado hasta morir... Ya he encargado que Lauren, el especialista en asuntos surafricanos escriba el artículo.
-Quieres continuar... -azuzó Elisabeth.
El Director General, al otro lado de la cristalera, sudaba copiosamente...
Amed se tomó mis palabras como un reto de espadas en alto. Yo, Ariadna, sabía que no caía bien al guía/traductor. Nos sostuvimos la mirada durante un buen rato, sin decirnos nada. Amed debería pensar que yo era una mojigata asustadiza como la inmensa mayoría de europeas que él había conocido. Amed se autocompadecía de sí mismo. Debía pensar que si hubiera nacido en cualquier otro lugar, ahora sería un profesor universitario. A mí, a veces me parecía inteligente, otras veces me parecía un estafermo, un badulaque ridículo y presuntuoso.
-Si de verdad quieres conocer nuestro pueblo, iremos a Bardera bordeando el río Juba -me miró con auténtica provocación.
Acepté. No pude pegar ojo durante toda la noche. La temperatura en el interior de la habitación alcanzaba los 35 grados, el aire acondicionado no funcionaba, la ducha se había estropeado y yo era un manojo de nervios.
Intenté serenarme. La luz crepuscular era diáfana y permitía ver las aguas mansas del océano. Mi corazón todavía latía con fuerza inusitada. Pensar en las tribus indígenas -he de reconocerlo- me excitaba y soliviantaba a la vez.
Llené mi zurrón de alimentos en conserva. Tenía la garganta seca como si tuviera las arenas del desierto de Ogaden dentro de mí. Agoté la botella de agua mineral pensando que no sabía cuando volvería a beber agua. Saqué fuerzas de flaqueza y me dije que pasara lo que pasara, nunca me volvería atrás...
-He de deciros que yo ya intuía que el Periódico iba a cerrar irremisiblemente -hice un inciso; fijé la vista en el cabizbajo y cariacontecido Director General; luego miré a Elisabeth, hermosa y sin futuro...
Continué. Al asomarme por la ventana observé junto al puerto a soldados americanos registrando con violencia a unos niños negritos. Busqué mi cámara y cuando iba a disparar, los soldados ya no estaban... La luna y mis pupilas serían los únicos testigos. El espectacular despliegue estadounidense era solamente una vitrina de colores de cara a la galería internacional. Lo vi tan claro como el agua...
Amed y yo partimos al alba. Nos subimos al jeep y éste tosió dos veces antes de arrancar. En las afueras de Mogadisco había chabolas dispersas con andrajos tendidos. Hombres y mujeres de edad indefinida se acercaban a nuestro paso pidiendo algo que echarse a la boca. Amed aceleraba dándoles un pestilente chorro de humo...
Un sol rojo se vislumbraba difuminado en el horizonte. Rodamos por una carretera empedregada bordeando una montaña con endémica vegetación. El sol apareció de nuevo colgando del cielo, como un limón encendido, plomizo, abrasador. Frente a nosotros, una inmensa llanura, seca, sin matorrales, sin senderos; parecía infinita. Perlas de sudor caían por mi espalda, mientras, Amed, conducía sin decir palabra. En la lejanía, un pastor llevaba un rebaño de cabras esqueléticas...
-Se dirige al río... -comentó Amed, hablando por primera vez en lo que llevábamos de travesía-. El agua es un bien escaso.
Durante el camino encontramos cebras muertas picoteadas por los carroñeros; encontramos ovejas disecadas; y hasta el esqueleto de un hombre aferrado a un bastón largo de desaliento. Amed paró el vehículo y sin bajarse dijo:
-Ha muerto de sed -en sus ojos amaneció una lágrima, le tembló y se la tragó-. El río está tan sólo a unos tres quilómetros y no logró alcanzarlo.

Saqué del bolso la inédita fotografía y se la mostré a Elisabeth. La rubia, puso cara de repugnancia y se la pasó con avidez a Juanma. El Director General, con los ojos rojos de dolor, nos lanzó una esquiva mirada...
Cuando llegamos al río Juba, Amed y yo nos bañamos con las ropas puestas. Amed salió y se secó al sol como si fuese una hoja de tabaco. Hizo una genuflexión y apoyó su espalda en un árbol grueso y renegrido de ramas retorcidas. Parecía que rezaba. De sus labios salían oraciones casi mudas que flotaban en el fragor del ambiente. Yo, me estiré a descansar al borde mismo del río. Corría una levísima brisa tan agradable, tan placentera que había que aprovecharla... Apenas faltaban unas decenas de quilómetros para llegar a la población de Bardera, pero necesitábamos descansar un momento. Mis ropas mojadas se habían pegado a mi cuerpo. Amed me miró... Me adormilé.
Me despertó el rumor del río y los destellos irisados que provenían del sol aplastante reflejado en las aguas. A unos ochocientos metros hacia el interior oí cánticos tribales. Me asomé por encima de una colina... Después supe que era un grupo étnico llamado Guardafuí...
Amed se apostó en la colina junto a mí. Me instigó a que volviéramos al jeep. <> El guía/traductor se amagó y me tiró de las mangas de la camisa para que le siguiera. El jeep tosió dos veces, pero esta vez no arrancó. Yo, ni corta ni perezosa, me lancé colina abajo, con mi sombrerito de paja en una mano y con el pañuelo de cuello en la otra; me lancé hacia la tribu. Escuché a mis espaldas que Amed me llamaba:
-¡Ariadna, Ariadna!... ¿Estás bien de la cabeza?

Yo hice oídos sordos y seguí descendiendo hasta el valle, con el corazón en un puño, tal vez con imprudencia, pero con una firme decisión. Unos cuantos niños negros, desnudos, me recibieron cordialmente. El más pequeño me dio la mano y me acercó al poblado de no más de doce chozas. Los nativos pararon su cántico y me observaban con curiosidad. Los suspensorios apenas cubrían las partes pudendas -miré fijamente a Elisabeth y se avergonzó, pero no quedó decepcionada cuando le enseñé unas fotografías censuradas por el Director del Periódico-; las mujeres llevaban al descubierto sus pechos tostados y puntiagudos. Los demás niños saltaban alborotados a mi alrededor como si fueran abejas junto al panal. El negrito que me llevaba de la mano me acercó hasta un anciano, seco como la mojama. De pronto se formó un alboroto. Algunos nativos cogieron sus afiladas lanzas. Parecían auténticos guerreros en pie de guerra. Yo no entendía y la confusión se apoderó de mí. Sentí un pánico extremo. Tal vez hubiera debido hacer caso a las precauciones de Amed. Los nativos guerreros rodeaban al guía/traductor, blandiendo sus lanzas. Amed explicó en jerga de los Guardafuí que era el guía de Ariadna. El anciano levantó la mano y su palma apareció como una bandera blanca. Las lanzas se hundieron en la tierra seca formando un círculo. Amed habló con el anciano y le preguntó si podíamos quedarnos unos días con ellos. Sólo haríamos fotos si él lo permitía. El anciano accedió. Amed me dijo después que el anciano no era el jefe del poblado. Era el mago. Había accedido a que nos quedáramos con la única condición de que no visitáramos la última choza. Allí habitaba el jefe de la tribu. Reconozco que aquella prohibición me intrigó. Los niños nos ayudaron a montar la canadiense al principio del poblado. Un niño negro, delgado como el hilo de pescar y alto como un árbol me miraba receloso. - Es Alikhun, el hijo del jefe -Amed me tradujo las palabras del mago.- No debes molestarlo con preguntas-. Iba sin taparrabos y andaba renqueante. Amed me explicó mientras cubría con una lona el suelo de tierra de la tienda que Alikhun había sido víctima de los rituales de la circuncisión para pasar de la adolescencia a la madurez. Me acerqué al jeep y cogí el botiquín de emergencia. Al ofrecerle unas gasas a Alikhun para que dejara de sangrar, su mirada hacia mí cambió como de la noche al día. En sus pupilas negras como el azabache había agradecimiento...
Tan cerca del ecuador, el sol del mediodía brillaba en bronce. Las chozas estaban distribuidas en dos hileras paralelas que convergían al final en una gran choza, la prohibida. El viejo mago, llamado Akhar, nos enseñó el poblado, la zona de pesca, las tierras de cultivo de sorgo y de mandioca. Íbamos acompañados de una nube de niños negros que saltaban alborotados a nuestro alrededor y que el viejo Akhar, con sus aspavientos, no conseguía disipar. Junto a nosotros pasó una jovencita embarazada. Sus pechitos desafiaban al sol y se quejaba dolorosamente colocando sus manos en el bajo vientre. Cuando quise acercarme para ayudarla, Amed me cogió del brazo. - La tradición Guardafuí dice que han de parir solas, sin ayuda de nadie -Amed traducía las palabras del mago-. Si no ocurre así, su honor será mancillado para siempre, y si nace vivo, su hijo será despreciado por los demás nativos-. - Duras palabras... -le dije directamente al mago.
-Las palabras no son duras ni blandas -me contestó Akhar en su jerga-, es la vida la que es así.
Alikhun pasó frente a mí a toda prisa. Me lanzó una sonrisa de dientes blancos que me emocionó, que me cautivó, que me embelesó; su cruel dolor debía haberse apaciguado...: su agradecimiento infinito lo pintaba en sus brillantes pupilas, lo irradiaba.
La noche llegó de pronto con un chispazo en el cielo que lo abrió en dos partes. Comenzó a llover con goterones gruesos como granos de maíz. Durante diez minutos fue el diluvio universal. El cielo implacable se desahogaba. Amed y yo nos metimos en la canadiense. La verdad, temía más a Amed que a aquella tribu de nativos que luchaban por sobrevivir con uñas y dientes, con dientes y uñas.

El Director del Periódico que estaba en el despacho contiguo al nuestro se mesó los cabellos blancos. Mi mirada se fue directamente a sus enrojecidos ojos. Los tenía encharcados. No podía soportar que después de estar diez años levantando el diario, por culpa de una mano negra desapareciera de un plumazo y lo sumiera en la ruina, en el más completo de los ostracismos. Abatido, hundió sus lágrimas en las palmas de la mano. Juanma abrió la boca para decir que era un nostálgico; no lo decía para molestarlo, sólo quería solidarizarse con su tragedia que era la de todos. Por la cabeza del Director del Periódico reptaba la mordedura de la desesperación, pero aquello no era nada comparado con el sufrimiento de aquella tribu. Juanma hizo un gesto de invitación, pero él soslayó el ofrecimiento. Prefirió la Soledad...
Arturo conminó a Juanma a que sirviera más café. Como nadie aceptó, le llevó una taza temblorosa sobre el platillo de porcelana al Director. Tal vez podría aliviar su desconsuelo... Juanma le puso una mano en el hombro, pero el pobre hombre, abatido, no reaccionó. La vida ya no tenía motivación para él. El café se enfrió, solidificándose en su mirada de hielo. Tampoco se sabía el destino final del edificio, pero el Director General intuía que una Inmobiliaria lo convertiría en un bingo o en un Hipermercado o en un bloque de apartamentos de élite...
Elisabeth y Arturo me pidieron que continuara...

Durante seis días y seis noches Amed y yo estuvimos conviviendo con aquellas gentes tan sencillas y llenas de bondad como famélicas. Había días que no tenían nada para echarse a la boca y fue así como por primera vez conocí lo que es pasar hambre. Los nativos no son nada egoístas y cuando la cosecha de maíz o de mandioca da su fruto, lo comparten estableciendo el siguiente orden: primero, los niños y ancianos, segundo, los pescadores y agricultores, tercero, las mujeres, y al final, el Gran Jefe Menshu.
El último día que estuve en la tribu de los Guardafuí fue patético. Al alba, me despertaron los horrendos gritos de la nativa embarazada. Salí de la canadiense y me moví en dirección al río Juba, lugar de procedencia de los gritos. Amed me seguía, cauteloso como un gato montés, astuto como una pantera. La nativa embarazada estaba acuclillada junto a un árbol frondoso...
El río Juba era un espectador privilegiado de la ancestral y dolorosa tradición. Quise ayudarla a parir pero el omnipresente Amed me lo impidió sujetándome de los codos. - Si quieres que la desgracia circunde su vida para siempre... ¡ayúdela! -me increpó soltándome. Sólo pude llorar como una Magdalena ante la indefensión de aquella hermosa y adolescente nativa. Su rostro estaba cuarteado por el dolor, sus mandíbulas apretadas apuntaban todavía a la luna, el sudor en sus pechos brillaba como mercurio.
Observé con ternura como nacía un hermoso varón. Observé como cortaba el cordón umbilical con los dientes. Vi como lanzaba la placenta al río. Tanta naturalidad me superaba. Sentí que me desgajaba... No oía llorar al recién nacido y ahogué un grito en la base del estómago. La pena me pintó un velo en los ojos... De pronto escuché el llanto del bebé. Sentí alegre el corazón. Quise correr y abrazarla con mi calor, pero no debía hacerlo. Nació en mí una felicidad tan grande como nunca había existido...
-De cada diez niños que nacen en la tribu mueren seis -me explicaba el pertinaz Amed-. Éste ha tenido suerte, o tal vez no...
Al volver al poblado hablé con el viejo mago Akhar. Le rogué que me dejara hablar con el Gran Jefe Menshu. El viejo mago negó con la cabeza, pero el hijo del Gran Jefe, Alikhun, cogiendo a Akhar por la mismísima tibia, intercedió por mí.

Habíamos desmontado ya la canadiense...
Nos acercamos a la choza principal y la sangre corría acelerada por mis venas, tenía el corazón revolucionado. Sería un colibrí frente a un águila imperial... Amed, mi sombra, también estaba inquieto. Por aquel pasillo de chozas, nos seguían todos los miembros de la tribu. El descomunal silencio abarcaba la bóveda del cielo...
El viejo Akhar, con el rostro pintado de sangre fresca de serpiente, nos acompañaba. Al llegar frente a la gran choza nos detuvimos. El viejo Akhar nos dio unas indicaciones: - No levantar la cabeza hasta que el Gran Jefe Menshu hable, no elevar el tono de la voz...
El corazón me iba a estallar de impaciencia...
El Gran Jefe Menshu era alto como una montaña. Debía medir cerca de los dos metros treinta centímetros. Justo el tamaño de la desesperación. Tenía el rostro cadavérico y camuflado por una espesa barba ceniza. Tenía un solo ojo color avellana -el otro ojo lo había perdido en su juventud durante una disputa; el rey de la selva se lo había arrancado de cuajo -de un certero zarpazo- mientras se disputaban un pequeño ñu que el Gran Jefe había derribado con su lanza; su cuerpo desnudo estaba constituido por una piel negra y reseca que remarcaba todos sus huesos. Nos indicó que nos sentáramos en el suelo de su humilde choza. Con gestos torpes y cansados, el esquelético líder se sentó cruzando las piernas y apoyando los talones sobre sus genitales.

Llegados a este punto, la intuición me empujó la cabeza hacia la cristalera. El Director del Periódico, mudo, doblado en su sillón, semiamodorrado, se hundía los dedos en el pelo: su personal agonía se le encaramaba en los ojos vidriosos.
-¿Quieres continuar?... -me increpó Elisabeth.
Así lo hice:
-¿Qué queréis de mí?, extranjeros - el hilillo de voz (como el último chorrito de agua de una fuente) del Gran Jefe Menshu salió débil, agotado.
-Dile que sólo queremos conocerle y que nos hable de su tribu -me acerqué a Amed para que tradujera.
El Gran Jefe Menshu nos habló con palabras mojadas de desesperación. Una desesperación tan alta como él. Nos dijo que su tribu, como tantas otras, pasaba hambre por culpa de los rivales señores de la guerra: Mohamed Farah Aidid y Ali Mahdi Mohamed. Ellos sólo buscan poder en medio de la miseria... -empezó a decir con voz trémula-, y a pesar del acuerdo de paz firmado por ellos el 24 de Marzo en Nairobi (nunca lo pusieron en práctica), el hambre y la podredumbre seguirá en nuestras paupérrimas tierras. Soldados extranjeros han venido con la coartada... y permiten que la tierra se beba nuestra propia sangre... Nuestra pacífica tribu ha sido reducida a la mitad en muy poco tiempo por incursiones de unos y de otros con sus "tubos de fuego"... -su voz se fue apagando hasta caer desmayada en un pozo de silencio perpetuo>>.
El viejo mago Akhar nos invitó a salir. Ya junto al jeep nos dijo que el Gran Jefe Manshu llevaba dos meses sin alimento. Pronto sería sustituido por su hijo Alikhun para preservar lo que quedaba de la tribu de los Guardafuí...

En el aeropuerto de Mogadisco, Amed, me besó ardientemente en los labios. Sus ojitos negros estaban anegados por las lágrimas. Quince días después de mi regreso recibí una misiva de Amed comunicándome que el Gran Jefe Menshu había muerto de inanición...
Elisabeth no podía contener las perlas azules que caían de sus ojos de mar. Juanma y Arturo estaban también conmovidos. Empezaba a amanecer y a lo lejos se oían los motores de las últimas furgonetas que trasladaban los últimos diarios antes de cerrar definitivamente. Nuestra tragedia no era nada comparada con la tragedia de aquellas tribus. Nos despedimos estrechándonos la mano. La brisa del amanecer era fría como una cuchilla de hielo. Escuché como se cerraba la puerta metálica del almacén. El Periódico moría para siempre con aquel ruido cimbreante. De pronto, a mi espalda, oí una estremecedora detonación...
Quizá..., si hubiera conocido al Gran Jefe Menshu..., tal vez, y digo sólo tal vez, nuestro hombre de los dedos hundidos en el pelo, hubiera sabido graduar, mesurar, administrar... el tamaño de la desesperación.
(Mención Categoría Relatos de Viaje)Eran las dos de la madrugada. En el desordenado despacho estaban Juanma, el Jefe de Redacción, Arturo, el Director del Dominical, y Elisabeth, una periodista joven e inexperta. La edición que saldría por la mañana tenía garantizado el amorfismo por la falta de noticias de interés. Al entrar en la sala Juanma me invitó a un café negro como la noche más auténtica...
-Siéntate Ariadna y tómate un descanso -dijo mirando la humeante taza.
Dejé la cámara fotográfica sobre un montón de legajos y advertí que estaban sumidos en el más completo ostracismo. Nuestro nivel de ventas había descendido en los últimos meses por una campaña orquestada quizá por poderes fácticos; ¡bah!, la verdad... no sé. Bueno..., sé que los hilos invisibles se habían movido (con la misma sutileza que el viento empuja las nubes), abriendo una fisura tras otra en nuestro pétreo código deontológico. Nuestros mejores periodistas, los de más entidad, se marcharon a otros medios de comunicación más rentables, con mayor proyección. Por ende, la última edición del periódico, antes de cerrar definitivamente, no pasaría a los anales de la Historia. Los ojos de los allí presentes estaban mojados de tristeza y por qué no decirlo... a caballo entre la desidia y la desesperación.
-Háblanos de Mogadisco -inquirió Arturo-.El reportaje fotográfico que sale mañana en el Dominical es lo único a destacar entre un sinfín de jaculatorias sin el menor valor, incluso el editorial de la östpolitik -miró con un recelo injustificado a través de la gran cristalera al Director General del Periódico que estaba en el despacho contiguo inmerso, aparentemente, en la lectura de las noticias deportivas...- quedaba obsoleto.
Me senté en una silla plegable de madera y comencé a relatarles mi travesía por aquellas tierras áridas y a veces inhóspitas...
Comencé diciéndoles que aterricé en el aeropuerto de Mogadisco y al llegar a la ciudad me pareció que estaba en una capital occidental.
-Os confieso que el reportaje fotográfico lo hice en tres días en el mismo corazón de Mogadishu. Mis otros diez días los pasé en una tribu muy cerca de la población de Bardera, junto al río Juba. En esa tribu, los nativos iban como Dios los trajo al mundo, pero a esa parte ya llegaremos...

Observé como el interés de Elisabeth por el relato crecía como una llama en la noche. Sus ojos azules como un mar brillante titilaron vivarachos. Ella, espolvoreó su media melena rubia, se quitó sus gafas doradas y se incorporó de su asiento de cuero negro arreglándose su falda plisada. Arturo y Juanma sonrieron cómplices por el interés que Ariadna había despertado en la periodista principiante.
Les expliqué que una vez en la capital, me acerqué a la Embajada Española y allí me proporcionaron un guía traductor y conductor de un jeep tan viejo como la República del Cuerno de Rinoceronte (Somalia). Los tres primeros días me instalé en la habitación de un hotel que, aunque de cuatro estrellas, tenía visitantes de ocho patas. Las vistas al Océano Índico, sin embargo, eran tan hermosas y doradas que a su lado el oro quedaba pálido...
Amed, el guía de color, era un hombre ducho en la historia de su país, pero contaba las cosas como si tuviera en la cabeza una cinta magnética que reprodujera durante horas lo que había estudiado de memoria durante años. Cuando le preguntaba el <<¿por qué?>> de algo, se encogía de hombros hasta engullir el cuello.
-Yo sólo conozco los hechos -me decía-. Para el análisis ya están los estadistas políticos y ustedes -advertí cierto desprecio aunado en su tono de voz y en su mirada recelosa>>.
Todas las mañanas, cuando el alba despuntaba, me levantaba y me duchaba con agua tibia del color de la manzanilla. Me vestía con ropas vaporosas y llamaba a Amed. Recorríamos Mogadisco de punta a punta. Mi cámara se disparaba a ráfagas y todo lo que veía me parecía esencial para el reportaje de tipo social y político que tenía que desarrollar. Fotografiaba las pequeñas industrias textiles, las pequeñas industrias de caña de azúcar, las pequeñas industrias de curtido de pieles, todas familiares. A pesar de la designación de zona paupérrima, y a pesar del hervidero de gentes famélicas, la ebullición que burbujeaba en el fragor de Mogadisco capital daba la impresión superficial de que aquellas personas sobrevivirían a su destino. Luego, cuando me adentré en el interior supe que no era así.
Tras la agotadora jornada, Amed y yo comíamos en el buffet libre del hotel. Amed, devoraba como si fuera la última vez que fuera a ver tanta abundancia. Después de comer me echaba una siesta soporífera. El calor abrasante de estar tan cerca del ecuador se dejaba sentir en mi piel. Luego venía Amed y nos sentábamos junto a la mesa camilla, mirando los maravillosos atardeceres fucsia del Índico. Amed me contaba la historia de su país con desgana y yo apuntaba en un bloc de notas con tedio. Primero me habló de sus productos principales: el sorgo, la mandioca, los aráquidos, el sésamo, incienso, mirra, y la goma arábiga. Posteriormente me habló sin orden de los antiguos tratados comerciales con los ingleses quedando reductos todavía en el establishment...
Me explicó que habían sido colonia italiana hacia el 1908 y que cuando terminó la II Guerra Mundial perdieron sus derechos. Me dijo que el 1 de julio de 1960 se constituyó la República, que en 1969 al Presidente Abdi Rashid Ali Shermarke lo asesinaron...
-Amed -le corté-, quisiera conocer las entrañas de este gran pueblo>>.

Juanma, el Jefe de Redacción se levantó de un salto. La Agencia Efe mandaba por fax alguna noticia de última hora.
-Ahora que se pone interesante... No continúes la historia hasta que vuelva -amenazó con una sonrisa amable.
Arturo, el Director del Dominical se levantó a servir más café de un termo. Elisabeth se acercó hasta donde yo estaba y con cierto morbo me susurró al oído:
-No pasaste miedo entre tantos hombres de color...
Juanma entró de nuevo en la sala. Nos explicó que en Johannesburg habían muerto más de 30 personas en una manifestación, la mayoría zulús.
-Las imágenes que mañana saldrán por televisión son escalofriantes. Un joven negro es apedreado hasta morir... Ya he encargado que Lauren, el especialista en asuntos surafricanos escriba el artículo.
-Quieres continuar... -azuzó Elisabeth.
El Director General, al otro lado de la cristalera, sudaba copiosamente...
Amed se tomó mis palabras como un reto de espadas en alto. Yo, Ariadna, sabía que no caía bien al guía/traductor. Nos sostuvimos la mirada durante un buen rato, sin decirnos nada. Amed debería pensar que yo era una mojigata asustadiza como la inmensa mayoría de europeas que él había conocido. Amed se autocompadecía de sí mismo. Debía pensar que si hubiera nacido en cualquier otro lugar, ahora sería un profesor universitario. A mí, a veces me parecía inteligente, otras veces me parecía un estafermo, un badulaque ridículo y presuntuoso.
-Si de verdad quieres conocer nuestro pueblo, iremos a Bardera bordeando el río Juba -me miró con auténtica provocación.
Acepté. No pude pegar ojo durante toda la noche. La temperatura en el interior de la habitación alcanzaba los 35 grados, el aire acondicionado no funcionaba, la ducha se había estropeado y yo era un manojo de nervios.
Intenté serenarme. La luz crepuscular era diáfana y permitía ver las aguas mansas del océano. Mi corazón todavía latía con fuerza inusitada. Pensar en las tribus indígenas -he de reconocerlo- me excitaba y soliviantaba a la vez.
Llené mi zurrón de alimentos en conserva. Tenía la garganta seca como si tuviera las arenas del desierto de Ogaden dentro de mí. Agoté la botella de agua mineral pensando que no sabía cuando volvería a beber agua. Saqué fuerzas de flaqueza y me dije que pasara lo que pasara, nunca me volvería atrás...
-He de deciros que yo ya intuía que el Periódico iba a cerrar irremisiblemente -hice un inciso; fijé la vista en el cabizbajo y cariacontecido Director General; luego miré a Elisabeth, hermosa y sin futuro...
Continué. Al asomarme por la ventana observé junto al puerto a soldados americanos registrando con violencia a unos niños negritos. Busqué mi cámara y cuando iba a disparar, los soldados ya no estaban... La luna y mis pupilas serían los únicos testigos. El espectacular despliegue estadounidense era solamente una vitrina de colores de cara a la galería internacional. Lo vi tan claro como el agua...
Amed y yo partimos al alba. Nos subimos al jeep y éste tosió dos veces antes de arrancar. En las afueras de Mogadisco había chabolas dispersas con andrajos tendidos. Hombres y mujeres de edad indefinida se acercaban a nuestro paso pidiendo algo que echarse a la boca. Amed aceleraba dándoles un pestilente chorro de humo...
Un sol rojo se vislumbraba difuminado en el horizonte. Rodamos por una carretera empedregada bordeando una montaña con endémica vegetación. El sol apareció de nuevo colgando del cielo, como un limón encendido, plomizo, abrasador. Frente a nosotros, una inmensa llanura, seca, sin matorrales, sin senderos; parecía infinita. Perlas de sudor caían por mi espalda, mientras, Amed, conducía sin decir palabra. En la lejanía, un pastor llevaba un rebaño de cabras esqueléticas...
-Se dirige al río... -comentó Amed, hablando por primera vez en lo que llevábamos de travesía-. El agua es un bien escaso.
Durante el camino encontramos cebras muertas picoteadas por los carroñeros; encontramos ovejas disecadas; y hasta el esqueleto de un hombre aferrado a un bastón largo de desaliento. Amed paró el vehículo y sin bajarse dijo:
-Ha muerto de sed -en sus ojos amaneció una lágrima, le tembló y se la tragó-. El río está tan sólo a unos tres quilómetros y no logró alcanzarlo.

Saqué del bolso la inédita fotografía y se la mostré a Elisabeth. La rubia, puso cara de repugnancia y se la pasó con avidez a Juanma. El Director General, con los ojos rojos de dolor, nos lanzó una esquiva mirada...
Cuando llegamos al río Juba, Amed y yo nos bañamos con las ropas puestas. Amed salió y se secó al sol como si fuese una hoja de tabaco. Hizo una genuflexión y apoyó su espalda en un árbol grueso y renegrido de ramas retorcidas. Parecía que rezaba. De sus labios salían oraciones casi mudas que flotaban en el fragor del ambiente. Yo, me estiré a descansar al borde mismo del río. Corría una levísima brisa tan agradable, tan placentera que había que aprovecharla... Apenas faltaban unas decenas de quilómetros para llegar a la población de Bardera, pero necesitábamos descansar un momento. Mis ropas mojadas se habían pegado a mi cuerpo. Amed me miró... Me adormilé.
Me despertó el rumor del río y los destellos irisados que provenían del sol aplastante reflejado en las aguas. A unos ochocientos metros hacia el interior oí cánticos tribales. Me asomé por encima de una colina... Después supe que era un grupo étnico llamado Guardafuí...
Amed se apostó en la colina junto a mí. Me instigó a que volviéramos al jeep. <> El guía/traductor se amagó y me tiró de las mangas de la camisa para que le siguiera. El jeep tosió dos veces, pero esta vez no arrancó. Yo, ni corta ni perezosa, me lancé colina abajo, con mi sombrerito de paja en una mano y con el pañuelo de cuello en la otra; me lancé hacia la tribu. Escuché a mis espaldas que Amed me llamaba:
-¡Ariadna, Ariadna!... ¿Estás bien de la cabeza?

Yo hice oídos sordos y seguí descendiendo hasta el valle, con el corazón en un puño, tal vez con imprudencia, pero con una firme decisión. Unos cuantos niños negros, desnudos, me recibieron cordialmente. El más pequeño me dio la mano y me acercó al poblado de no más de doce chozas. Los nativos pararon su cántico y me observaban con curiosidad. Los suspensorios apenas cubrían las partes pudendas -miré fijamente a Elisabeth y se avergonzó, pero no quedó decepcionada cuando le enseñé unas fotografías censuradas por el Director del Periódico-; las mujeres llevaban al descubierto sus pechos tostados y puntiagudos. Los demás niños saltaban alborotados a mi alrededor como si fueran abejas junto al panal. El negrito que me llevaba de la mano me acercó hasta un anciano, seco como la mojama. De pronto se formó un alboroto. Algunos nativos cogieron sus afiladas lanzas. Parecían auténticos guerreros en pie de guerra. Yo no entendía y la confusión se apoderó de mí. Sentí un pánico extremo. Tal vez hubiera debido hacer caso a las precauciones de Amed. Los nativos guerreros rodeaban al guía/traductor, blandiendo sus lanzas. Amed explicó en jerga de los Guardafuí que era el guía de Ariadna. El anciano levantó la mano y su palma apareció como una bandera blanca. Las lanzas se hundieron en la tierra seca formando un círculo. Amed habló con el anciano y le preguntó si podíamos quedarnos unos días con ellos. Sólo haríamos fotos si él lo permitía. El anciano accedió. Amed me dijo después que el anciano no era el jefe del poblado. Era el mago. Había accedido a que nos quedáramos con la única condición de que no visitáramos la última choza. Allí habitaba el jefe de la tribu. Reconozco que aquella prohibición me intrigó. Los niños nos ayudaron a montar la canadiense al principio del poblado. Un niño negro, delgado como el hilo de pescar y alto como un árbol me miraba receloso. - Es Alikhun, el hijo del jefe -Amed me tradujo las palabras del mago.- No debes molestarlo con preguntas-. Iba sin taparrabos y andaba renqueante. Amed me explicó mientras cubría con una lona el suelo de tierra de la tienda que Alikhun había sido víctima de los rituales de la circuncisión para pasar de la adolescencia a la madurez. Me acerqué al jeep y cogí el botiquín de emergencia. Al ofrecerle unas gasas a Alikhun para que dejara de sangrar, su mirada hacia mí cambió como de la noche al día. En sus pupilas negras como el azabache había agradecimiento...
Tan cerca del ecuador, el sol del mediodía brillaba en bronce. Las chozas estaban distribuidas en dos hileras paralelas que convergían al final en una gran choza, la prohibida. El viejo mago, llamado Akhar, nos enseñó el poblado, la zona de pesca, las tierras de cultivo de sorgo y de mandioca. Íbamos acompañados de una nube de niños negros que saltaban alborotados a nuestro alrededor y que el viejo Akhar, con sus aspavientos, no conseguía disipar. Junto a nosotros pasó una jovencita embarazada. Sus pechitos desafiaban al sol y se quejaba dolorosamente colocando sus manos en el bajo vientre. Cuando quise acercarme para ayudarla, Amed me cogió del brazo. - La tradición Guardafuí dice que han de parir solas, sin ayuda de nadie -Amed traducía las palabras del mago-. Si no ocurre así, su honor será mancillado para siempre, y si nace vivo, su hijo será despreciado por los demás nativos-. - Duras palabras... -le dije directamente al mago.
-Las palabras no son duras ni blandas -me contestó Akhar en su jerga-, es la vida la que es así.
Alikhun pasó frente a mí a toda prisa. Me lanzó una sonrisa de dientes blancos que me emocionó, que me cautivó, que me embelesó; su cruel dolor debía haberse apaciguado...: su agradecimiento infinito lo pintaba en sus brillantes pupilas, lo irradiaba.
La noche llegó de pronto con un chispazo en el cielo que lo abrió en dos partes. Comenzó a llover con goterones gruesos como granos de maíz. Durante diez minutos fue el diluvio universal. El cielo implacable se desahogaba. Amed y yo nos metimos en la canadiense. La verdad, temía más a Amed que a aquella tribu de nativos que luchaban por sobrevivir con uñas y dientes, con dientes y uñas.

El Director del Periódico que estaba en el despacho contiguo al nuestro se mesó los cabellos blancos. Mi mirada se fue directamente a sus enrojecidos ojos. Los tenía encharcados. No podía soportar que después de estar diez años levantando el diario, por culpa de una mano negra desapareciera de un plumazo y lo sumiera en la ruina, en el más completo de los ostracismos. Abatido, hundió sus lágrimas en las palmas de la mano. Juanma abrió la boca para decir que era un nostálgico; no lo decía para molestarlo, sólo quería solidarizarse con su tragedia que era la de todos. Por la cabeza del Director del Periódico reptaba la mordedura de la desesperación, pero aquello no era nada comparado con el sufrimiento de aquella tribu. Juanma hizo un gesto de invitación, pero él soslayó el ofrecimiento. Prefirió la Soledad...
Arturo conminó a Juanma a que sirviera más café. Como nadie aceptó, le llevó una taza temblorosa sobre el platillo de porcelana al Director. Tal vez podría aliviar su desconsuelo... Juanma le puso una mano en el hombro, pero el pobre hombre, abatido, no reaccionó. La vida ya no tenía motivación para él. El café se enfrió, solidificándose en su mirada de hielo. Tampoco se sabía el destino final del edificio, pero el Director General intuía que una Inmobiliaria lo convertiría en un bingo o en un Hipermercado o en un bloque de apartamentos de élite...
Elisabeth y Arturo me pidieron que continuara...

Durante seis días y seis noches Amed y yo estuvimos conviviendo con aquellas gentes tan sencillas y llenas de bondad como famélicas. Había días que no tenían nada para echarse a la boca y fue así como por primera vez conocí lo que es pasar hambre. Los nativos no son nada egoístas y cuando la cosecha de maíz o de mandioca da su fruto, lo comparten estableciendo el siguiente orden: primero, los niños y ancianos, segundo, los pescadores y agricultores, tercero, las mujeres, y al final, el Gran Jefe Menshu.
El último día que estuve en la tribu de los Guardafuí fue patético. Al alba, me despertaron los horrendos gritos de la nativa embarazada. Salí de la canadiense y me moví en dirección al río Juba, lugar de procedencia de los gritos. Amed me seguía, cauteloso como un gato montés, astuto como una pantera. La nativa embarazada estaba acuclillada junto a un árbol frondoso...
El río Juba era un espectador privilegiado de la ancestral y dolorosa tradición. Quise ayudarla a parir pero el omnipresente Amed me lo impidió sujetándome de los codos. - Si quieres que la desgracia circunde su vida para siempre... ¡ayúdela! -me increpó soltándome. Sólo pude llorar como una Magdalena ante la indefensión de aquella hermosa y adolescente nativa. Su rostro estaba cuarteado por el dolor, sus mandíbulas apretadas apuntaban todavía a la luna, el sudor en sus pechos brillaba como mercurio.
Observé con ternura como nacía un hermoso varón. Observé como cortaba el cordón umbilical con los dientes. Vi como lanzaba la placenta al río. Tanta naturalidad me superaba. Sentí que me desgajaba... No oía llorar al recién nacido y ahogué un grito en la base del estómago. La pena me pintó un velo en los ojos... De pronto escuché el llanto del bebé. Sentí alegre el corazón. Quise correr y abrazarla con mi calor, pero no debía hacerlo. Nació en mí una felicidad tan grande como nunca había existido...
-De cada diez niños que nacen en la tribu mueren seis -me explicaba el pertinaz Amed-. Éste ha tenido suerte, o tal vez no...
Al volver al poblado hablé con el viejo mago Akhar. Le rogué que me dejara hablar con el Gran Jefe Menshu. El viejo mago negó con la cabeza, pero el hijo del Gran Jefe, Alikhun, cogiendo a Akhar por la mismísima tibia, intercedió por mí.

Habíamos desmontado ya la canadiense...
Nos acercamos a la choza principal y la sangre corría acelerada por mis venas, tenía el corazón revolucionado. Sería un colibrí frente a un águila imperial... Amed, mi sombra, también estaba inquieto. Por aquel pasillo de chozas, nos seguían todos los miembros de la tribu. El descomunal silencio abarcaba la bóveda del cielo...
El viejo Akhar, con el rostro pintado de sangre fresca de serpiente, nos acompañaba. Al llegar frente a la gran choza nos detuvimos. El viejo Akhar nos dio unas indicaciones: - No levantar la cabeza hasta que el Gran Jefe Menshu hable, no elevar el tono de la voz...
El corazón me iba a estallar de impaciencia...
El Gran Jefe Menshu era alto como una montaña. Debía medir cerca de los dos metros treinta centímetros. Justo el tamaño de la desesperación. Tenía el rostro cadavérico y camuflado por una espesa barba ceniza. Tenía un solo ojo color avellana -el otro ojo lo había perdido en su juventud durante una disputa; el rey de la selva se lo había arrancado de cuajo -de un certero zarpazo- mientras se disputaban un pequeño ñu que el Gran Jefe había derribado con su lanza; su cuerpo desnudo estaba constituido por una piel negra y reseca que remarcaba todos sus huesos. Nos indicó que nos sentáramos en el suelo de su humilde choza. Con gestos torpes y cansados, el esquelético líder se sentó cruzando las piernas y apoyando los talones sobre sus genitales.

Llegados a este punto, la intuición me empujó la cabeza hacia la cristalera. El Director del Periódico, mudo, doblado en su sillón, semiamodorrado, se hundía los dedos en el pelo: su personal agonía se le encaramaba en los ojos vidriosos.
-¿Quieres continuar?... -me increpó Elisabeth.
Así lo hice:
-¿Qué queréis de mí?, extranjeros - el hilillo de voz (como el último chorrito de agua de una fuente) del Gran Jefe Menshu salió débil, agotado.
-Dile que sólo queremos conocerle y que nos hable de su tribu -me acerqué a Amed para que tradujera.
El Gran Jefe Menshu nos habló con palabras mojadas de desesperación. Una desesperación tan alta como él. Nos dijo que su tribu, como tantas otras, pasaba hambre por culpa de los rivales señores de la guerra: Mohamed Farah Aidid y Ali Mahdi Mohamed. Ellos sólo buscan poder en medio de la miseria... -empezó a decir con voz trémula-, y a pesar del acuerdo de paz firmado por ellos el 24 de Marzo en Nairobi (nunca lo pusieron en práctica), el hambre y la podredumbre seguirá en nuestras paupérrimas tierras. Soldados extranjeros han venido con la coartada... y permiten que la tierra se beba nuestra propia sangre... Nuestra pacífica tribu ha sido reducida a la mitad en muy poco tiempo por incursiones de unos y de otros con sus "tubos de fuego"... -su voz se fue apagando hasta caer desmayada en un pozo de silencio perpetuo>>.
El viejo mago Akhar nos invitó a salir. Ya junto al jeep nos dijo que el Gran Jefe Manshu llevaba dos meses sin alimento. Pronto sería sustituido por su hijo Alikhun para preservar lo que quedaba de la tribu de los Guardafuí...

En el aeropuerto de Mogadisco, Amed, me besó ardientemente en los labios. Sus ojitos negros estaban anegados por las lágrimas. Quince días después de mi regreso recibí una misiva de Amed comunicándome que el Gran Jefe Menshu había muerto de inanición...
Elisabeth no podía contener las perlas azules que caían de sus ojos de mar. Juanma y Arturo estaban también conmovidos. Empezaba a amanecer y a lo lejos se oían los motores de las últimas furgonetas que trasladaban los últimos diarios antes de cerrar definitivamente. Nuestra tragedia no era nada comparada con la tragedia de aquellas tribus. Nos despedimos estrechándonos la mano. La brisa del amanecer era fría como una cuchilla de hielo. Escuché como se cerraba la puerta metálica del almacén. El Periódico moría para siempre con aquel ruido cimbreante. De pronto, a mi espalda, oí una estremecedora detonación...
Quizá..., si hubiera conocido al Gran Jefe Menshu..., tal vez, y digo sólo tal vez, nuestro hombre de los dedos hun EL TAMAÑO DE LA DESESPERACIÓN
Ginés Mulero Caparrós
(Desde Barcelona, España)

Eran las dos de la madrugada. En el desordenado despacho estaban Juanma, el Jefe de Redacción, Arturo, el Director del Dominical, y Elisabeth, una periodista joven e inexperta. La edición que saldría por la mañana tenía garantizado el amorfismo por la falta de noticias de interés. Al entrar en la sala Juanma me invitó a un café negro como la noche más auténtica...
-Siéntate Ariadna y tómate un descanso -dijo mirando la humeante taza.
Dejé la cámara fotográfica sobre un montón de legajos y advertí que estaban sumidos en el más completo ostracismo. Nuestro nivel de ventas había descendido en los últimos meses por una campaña orquestada quizá por poderes fácticos; ¡bah!, la verdad... no sé. Bueno..., sé que los hilos invisibles se habían movido (con la misma sutileza que el viento empuja las nubes), abriendo una fisura tras otra en nuestro pétreo código deontológico. Nuestros mejores periodistas, los de más entidad, se marcharon a otros medios de comunicación más rentables, con mayor proyección. Por ende, la última edición del periódico, antes de cerrar definitivamente, no pasaría a los anales de la Historia. Los ojos de los allí presentes estaban mojados de tristeza y por qué no decirlo... a caballo entre la desidia y la desesperación.
-Háblanos de Mogadisco -inquirió Arturo-.El reportaje fotográfico que sale mañana en el Dominical es lo único a destacar entre un sinfín de jaculatorias sin el menor valor, incluso el editorial de la östpolitik -miró con un recelo injustificado a través de la gran cristalera al Director General del Periódico que estaba en el despacho contiguo inmerso, aparentemente, en la lectura de las noticias deportivas...- quedaba obsoleto.
Me senté en una silla plegable de madera y comencé a relatarles mi travesía por aquellas tierras áridas y a veces inhóspitas...
Comencé diciéndoles que aterricé en el aeropuerto de Mogadisco y al llegar a la ciudad me pareció que estaba en una capital occidental.
-Os confieso que el reportaje fotográfico lo hice en tres días en el mismo corazón de Mogadishu. Mis otros diez días los pasé en una tribu muy cerca de la población de Bardera, junto al río Juba. En esa tribu, los nativos iban como Dios los trajo al mundo, pero a esa parte ya llegaremos...

Observé como el interés de Elisabeth por el relato crecía como una llama en la noche. Sus ojos azules como un mar brillante titilaron vivarachos. Ella, espolvoreó su media melena rubia, se quitó sus gafas doradas y se incorporó de su asiento de cuero negro arreglándose su falda plisada. Arturo y Juanma sonrieron cómplices por el interés que Ariadna había despertado en la periodista principiante.
Les expliqué que una vez en la capital, me acerqué a la Embajada Española y allí me proporcionaron un guía traductor y conductor de un jeep tan viejo como la República del Cuerno de Rinoceronte (Somalia). Los tres primeros días me instalé en la habitación de un hotel que, aunque de cuatro estrellas, tenía visitantes de ocho patas. Las vistas al Océano Índico, sin embargo, eran tan hermosas y doradas que a su lado el oro quedaba pálido...
Amed, el guía de color, era un hombre ducho en la historia de su país, pero contaba las cosas como si tuviera en la cabeza una cinta magnética que reprodujera durante horas lo que había estudiado de memoria durante años. Cuando le preguntaba el <<¿por qué?>> de algo, se encogía de hombros hasta engullir el cuello.
-Yo sólo conozco los hechos -me decía-. Para el análisis ya están los estadistas políticos y ustedes -advertí cierto desprecio aunado en su tono de voz y en su mirada recelosa>>.
Todas las mañanas, cuando el alba despuntaba, me levantaba y me duchaba con agua tibia del color de la manzanilla. Me vestía con ropas vaporosas y llamaba a Amed. Recorríamos Mogadisco de punta a punta. Mi cámara se disparaba a ráfagas y todo lo que veía me parecía esencial para el reportaje de tipo social y político que tenía que desarrollar. Fotografiaba las pequeñas industrias textiles, las pequeñas industrias de caña de azúcar, las pequeñas industrias de curtido de pieles, todas familiares. A pesar de la designación de zona paupérrima, y a pesar del hervidero de gentes famélicas, la ebullición que burbujeaba en el fragor de Mogadisco capital daba la impresión superficial de que aquellas personas sobrevivirían a su destino. Luego, cuando me adentré en el interior supe que no era así.
Tras la agotadora jornada, Amed y yo comíamos en el buffet libre del hotel. Amed, devoraba como si fuera la última vez que fuera a ver tanta abundancia. Después de comer me echaba una siesta soporífera. El calor abrasante de estar tan cerca del ecuador se dejaba sentir en mi piel. Luego venía Amed y nos sentábamos junto a la mesa camilla, mirando los maravillosos atardeceres fucsia del Índico. Amed me contaba la historia de su país con desgana y yo apuntaba en un bloc de notas con tedio. Primero me habló de sus productos principales: el sorgo, la mandioca, los aráquidos, el sésamo, incienso, mirra, y la goma arábiga. Posteriormente me habló sin orden de los antiguos tratados comerciales con los ingleses quedando reductos todavía en el establishment...
Me explicó que habían sido colonia italiana hacia el 1908 y que cuando terminó la II Guerra Mundial perdieron sus derechos. Me dijo que el 1 de julio de 1960 se constituyó la República, que en 1969 al Presidente Abdi Rashid Ali Shermarke lo asesinaron...
-Amed -le corté-, quisiera conocer las entrañas de este gran pueblo>>.

Juanma, el Jefe de Redacción se levantó de un salto. La Agencia Efe mandaba por fax alguna noticia de última hora.
-Ahora que se pone interesante... No continúes la historia hasta que vuelva -amenazó con una sonrisa amable.
Arturo, el Director del Dominical se levantó a servir más café de un termo. Elisabeth se acercó hasta donde yo estaba y con cierto morbo me susurró al oído:
-No pasaste miedo entre tantos hombres de color...
Juanma entró de nuevo en la sala. Nos explicó que en Johannesburg habían muerto más de 30 personas en una manifestación, la mayoría zulús.
-Las imágenes que mañana saldrán por televisión son escalofriantes. Un joven negro es apedreado hasta morir... Ya he encargado que Lauren, el especialista en asuntos surafricanos escriba el artículo.
-Quieres continuar... -azuzó Elisabeth.
El Director General, al otro lado de la cristalera, sudaba copiosamente...
Amed se tomó mis palabras como un reto de espadas en alto. Yo, Ariadna, sabía que no caía bien al guía/traductor. Nos sostuvimos la mirada durante un buen rato, sin decirnos nada. Amed debería pensar que yo era una mojigata asustadiza como la inmensa mayoría de europeas que él había conocido. Amed se autocompadecía de sí mismo. Debía pensar que si hubiera nacido en cualquier otro lugar, ahora sería un profesor universitario. A mí, a veces me parecía inteligente, otras veces me parecía un estafermo, un badulaque ridículo y presuntuoso.
-Si de verdad quieres conocer nuestro pueblo, iremos a Bardera bordeando el río Juba -me miró con auténtica provocación.
Acepté. No pude pegar ojo durante toda la noche. La temperatura en el interior de la habitación alcanzaba los 35 grados, el aire acondicionado no funcionaba, la ducha se había estropeado y yo era un manojo de nervios.
Intenté serenarme. La luz crepuscular era diáfana y permitía ver las aguas mansas del océano. Mi corazón todavía latía con fuerza inusitada. Pensar en las tribus indígenas -he de reconocerlo- me excitaba y soliviantaba a la vez.
Llené mi zurrón de alimentos en conserva. Tenía la garganta seca como si tuviera las arenas del desierto de Ogaden dentro de mí. Agoté la botella de agua mineral pensando que no sabía cuando volvería a beber agua. Saqué fuerzas de flaqueza y me dije que pasara lo que pasara, nunca me volvería atrás...
-He de deciros que yo ya intuía que el Periódico iba a cerrar irremisiblemente -hice un inciso; fijé la vista en el cabizbajo y cariacontecido Director General; luego miré a Elisabeth, hermosa y sin futuro...
Continué. Al asomarme por la ventana observé junto al puerto a soldados americanos registrando con violencia a unos niños negritos. Busqué mi cámara y cuando iba a disparar, los soldados ya no estaban... La luna y mis pupilas serían los únicos testigos. El espectacular despliegue estadounidense era solamente una vitrina de colores de cara a la galería internacional. Lo vi tan claro como el agua...
Amed y yo partimos al alba. Nos subimos al jeep y éste tosió dos veces antes de arrancar. En las afueras de Mogadisco había chabolas dispersas con andrajos tendidos. Hombres y mujeres de edad indefinida se acercaban a nuestro paso pidiendo algo que echarse a la boca. Amed aceleraba dándoles un pestilente chorro de humo...
Un sol rojo se vislumbraba difuminado en el horizonte. Rodamos por una carretera empedregada bordeando una montaña con endémica vegetación. El sol apareció de nuevo colgando del cielo, como un limón encendido, plomizo, abrasador. Frente a nosotros, una inmensa llanura, seca, sin matorrales, sin senderos; parecía infinita. Perlas de sudor caían por mi espalda, mientras, Amed, conducía sin decir palabra. En la lejanía, un pastor llevaba un rebaño de cabras esqueléticas...
-Se dirige al río... -comentó Amed, hablando por primera vez en lo que llevábamos de travesía-. El agua es un bien escaso.
Durante el camino encontramos cebras muertas picoteadas por los carroñeros; encontramos ovejas disecadas; y hasta el esqueleto de un hombre aferrado a un bastón largo de desaliento. Amed paró el vehículo y sin bajarse dijo:
-Ha muerto de sed -en sus ojos amaneció una lágrima, le tembló y se la tragó-. El río está tan sólo a unos tres quilómetros y no logró alcanzarlo.

Saqué del bolso la inédita fotografía y se la mostré a Elisabeth. La rubia, puso cara de repugnancia y se la pasó con avidez a Juanma. El Director General, con los ojos rojos de dolor, nos lanzó una esquiva mirada...
Cuando llegamos al río Juba, Amed y yo nos bañamos con las ropas puestas. Amed salió y se secó al sol como si fuese una hoja de tabaco. Hizo una genuflexión y apoyó su espalda en un árbol grueso y renegrido de ramas retorcidas. Parecía que rezaba. De sus labios salían oraciones casi mudas que flotaban en el fragor del ambiente. Yo, me estiré a descansar al borde mismo del río. Corría una levísima brisa tan agradable, tan placentera que había que aprovecharla... Apenas faltaban unas decenas de quilómetros para llegar a la población de Bardera, pero necesitábamos descansar un momento. Mis ropas mojadas se habían pegado a mi cuerpo. Amed me miró... Me adormilé.
Me despertó el rumor del río y los destellos irisados que provenían del sol aplastante reflejado en las aguas. A unos ochocientos metros hacia el interior oí cánticos tribales. Me asomé por encima de una colina... Después supe que era un grupo étnico llamado Guardafuí...
Amed se apostó en la colina junto a mí. Me instigó a que volviéramos al jeep. <> El guía/traductor se amagó y me tiró de las mangas de la camisa para que le siguiera. El jeep tosió dos veces, pero esta vez no arrancó. Yo, ni corta ni perezosa, me lancé colina abajo, con mi sombrerito de paja en una mano y con el pañuelo de cuello en la otra; me lancé hacia la tribu. Escuché a mis espaldas que Amed me llamaba:
-¡Ariadna, Ariadna!... ¿Estás bien de la cabeza?

Yo hice oídos sordos y seguí descendiendo hasta el valle, con el corazón en un puño, tal vez con imprudencia, pero con una firme decisión. Unos cuantos niños negros, desnudos, me recibieron cordialmente. El más pequeño me dio la mano y me acercó al poblado de no más de doce chozas. Los nativos pararon su cántico y me observaban con curiosidad. Los suspensorios apenas cubrían las partes pudendas -miré fijamente a Elisabeth y se avergonzó, pero no quedó decepcionada cuando le enseñé unas fotografías censuradas por el Director del Periódico-; las mujeres llevaban al descubierto sus pechos tostados y puntiagudos. Los demás niños saltaban alborotados a mi alrededor como si fueran abejas junto al panal. El negrito que me llevaba de la mano me acercó hasta un anciano, seco como la mojama. De pronto se formó un alboroto. Algunos nativos cogieron sus afiladas lanzas. Parecían auténticos guerreros en pie de guerra. Yo no entendía y la confusión se apoderó de mí. Sentí un pánico extremo. Tal vez hubiera debido hacer caso a las precauciones de Amed. Los nativos guerreros rodeaban al guía/traductor, blandiendo sus lanzas. Amed explicó en jerga de los Guardafuí que era el guía de Ariadna. El anciano levantó la mano y su palma apareció como una bandera blanca. Las lanzas se hundieron en la tierra seca formando un círculo. Amed habló con el anciano y le preguntó si podíamos quedarnos unos días con ellos. Sólo haríamos fotos si él lo permitía. El anciano accedió. Amed me dijo después que el anciano no era el jefe del poblado. Era el mago. Había accedido a que nos quedáramos con la única condición de que no visitáramos la última choza. Allí habitaba el jefe de la tribu. Reconozco que aquella prohibición me intrigó. Los niños nos ayudaron a montar la canadiense al principio del poblado. Un niño negro, delgado como el hilo de pescar y alto como un árbol me miraba receloso. - Es Alikhun, el hijo del jefe -Amed me tradujo las palabras del mago.- No debes molestarlo con preguntas-. Iba sin taparrabos y andaba renqueante. Amed me explicó mientras cubría con una lona el suelo de tierra de la tienda que Alikhun había sido víctima de los rituales de la circuncisión para pasar de la adolescencia a la madurez. Me acerqué al jeep y cogí el botiquín de emergencia. Al ofrecerle unas gasas a Alikhun para que dejara de sangrar, su mirada hacia mí cambió como de la noche al día. En sus pupilas negras como el azabache había agradecimiento...
Tan cerca del ecuador, el sol del mediodía brillaba en bronce. Las chozas estaban distribuidas en dos hileras paralelas que convergían al final en una gran choza, la prohibida. El viejo mago, llamado Akhar, nos enseñó el poblado, la zona de pesca, las tierras de cultivo de sorgo y de mandioca. Íbamos acompañados de una nube de niños negros que saltaban alborotados a nuestro alrededor y que el viejo Akhar, con sus aspavientos, no conseguía disipar. Junto a nosotros pasó una jovencita embarazada. Sus pechitos desafiaban al sol y se quejaba dolorosamente colocando sus manos en el bajo vientre. Cuando quise acercarme para ayudarla, Amed me cogió del brazo. - La tradición Guardafuí dice que han de parir solas, sin ayuda de nadie -Amed traducía las palabras del mago-. Si no ocurre así, su honor será mancillado para siempre, y si nace vivo, su hijo será despreciado por los demás nativos-. - Duras palabras... -le dije directamente al mago.
-Las palabras no son duras ni blandas -me contestó Akhar en su jerga-, es la vida la que es así.
Alikhun pasó frente a mí a toda prisa. Me lanzó una sonrisa de dientes blancos que me emocionó, que me cautivó, que me embelesó; su cruel dolor debía haberse apaciguado...: su agradecimiento infinito lo pintaba en sus brillantes pupilas, lo irradiaba.
La noche llegó de pronto con un chispazo en el cielo que lo abrió en dos partes. Comenzó a llover con goterones gruesos como granos de maíz. Durante diez minutos fue el diluvio universal. El cielo implacable se desahogaba. Amed y yo nos metimos en la canadiense. La verdad, temía más a Amed que a aquella tribu de nativos que luchaban por sobrevivir con uñas y dientes, con dientes y uñas.

El Director del Periódico que estaba en el despacho contiguo al nuestro se mesó los cabellos blancos. Mi mirada se fue directamente a sus enrojecidos ojos. Los tenía encharcados. No podía soportar que después de estar diez años levantando el diario, por culpa de una mano negra desapareciera de un plumazo y lo sumiera en la ruina, en el más completo de los ostracismos. Abatido, hundió sus lágrimas en las palmas de la mano. Juanma abrió la boca para decir que era un nostálgico; no lo decía para molestarlo, sólo quería solidarizarse con su tragedia que era la de todos. Por la cabeza del Director del Periódico reptaba la mordedura de la desesperación, pero aquello no era nada comparado con el sufrimiento de aquella tribu. Juanma hizo un gesto de invitación, pero él soslayó el ofrecimiento. Prefirió la Soledad...
Arturo conminó a Juanma a que sirviera más café. Como nadie aceptó, le llevó una taza temblorosa sobre el platillo de porcelana al Director. Tal vez podría aliviar su desconsuelo... Juanma le puso una mano en el hombro, pero el pobre hombre, abatido, no reaccionó. La vida ya no tenía motivación para él. El café se enfrió, solidificándose en su mirada de hielo. Tampoco se sabía el destino final del edificio, pero el Director General intuía que una Inmobiliaria lo convertiría en un bingo o en un Hipermercado o en un bloque de apartamentos de élite...
Elisabeth y Arturo me pidieron que continuara...

Durante seis días y seis noches Amed y yo estuvimos conviviendo con aquellas gentes tan sencillas y llenas de bondad como famélicas. Había días que no tenían nada para echarse a la boca y fue así como por primera vez conocí lo que es pasar hambre. Los nativos no son nada egoístas y cuando la cosecha de maíz o de mandioca da su fruto, lo comparten estableciendo el siguiente orden: primero, los niños y ancianos, segundo, los pescadores y agricultores, tercero, las mujeres, y al final, el Gran Jefe Menshu.
El último día que estuve en la tribu de los Guardafuí fue patético. Al alba, me despertaron los horrendos gritos de la nativa embarazada. Salí de la canadiense y me moví en dirección al río Juba, lugar de procedencia de los gritos. Amed me seguía, cauteloso como un gato montés, astuto como una pantera. La nativa embarazada estaba acuclillada junto a un árbol frondoso...
El río Juba era un espectador privilegiado de la ancestral y dolorosa tradición. Quise ayudarla a parir pero el omnipresente Amed me lo impidió sujetándome de los codos. - Si quieres que la desgracia circunde su vida para siempre... ¡ayúdela! -me increpó soltándome. Sólo pude llorar como una Magdalena ante la indefensión de aquella hermosa y adolescente nativa. Su rostro estaba cuarteado por el dolor, sus mandíbulas apretadas apuntaban todavía a la luna, el sudor en sus pechos brillaba como mercurio.
Observé con ternura como nacía un hermoso varón. Observé como cortaba el cordón umbilical con los dientes. Vi como lanzaba la placenta al río. Tanta naturalidad me superaba. Sentí que me desgajaba... No oía llorar al recién nacido y ahogué un grito en la base del estómago. La pena me pintó un velo en los ojos... De pronto escuché el llanto del bebé. Sentí alegre el corazón. Quise correr y abrazarla con mi calor, pero no debía hacerlo. Nació en mí una felicidad tan grande como nunca había existido...
-De cada diez niños que nacen en la tribu mueren seis -me explicaba el pertinaz Amed-. Éste ha tenido suerte, o tal vez no...
Al volver al poblado hablé con el viejo mago Akhar. Le rogué que me dejara hablar con el Gran Jefe Menshu. El viejo mago negó con la cabeza, pero el hijo del Gran Jefe, Alikhun, cogiendo a Akhar por la mismísima tibia, intercedió por mí.

Habíamos desmontado ya la canadiense...
Nos acercamos a la choza principal y la sangre corría acelerada por mis venas, tenía el corazón revolucionado. Sería un colibrí frente a un águila imperial... Amed, mi sombra, también estaba inquieto. Por aquel pasillo de chozas, nos seguían todos los miembros de la tribu. El descomunal silencio abarcaba la bóveda del cielo...
El viejo Akhar, con el rostro pintado de sangre fresca de serpiente, nos acompañaba. Al llegar frente a la gran choza nos detuvimos. El viejo Akhar nos dio unas indicaciones: - No levantar la cabeza hasta que el Gran Jefe Menshu hable, no elevar el tono de la voz...
El corazón me iba a estallar de impaciencia...
El Gran Jefe Menshu era alto como una montaña. Debía medir cerca de los dos metros treinta centímetros. Justo el tamaño de la desesperación. Tenía el rostro cadavérico y camuflado por una espesa barba ceniza. Tenía un solo ojo color avellana -el otro ojo lo había perdido en su juventud durante una disputa; el rey de la selva se lo había arrancado de cuajo -de un certero zarpazo- mientras se disputaban un pequeño ñu que el Gran Jefe había derribado con su lanza; su cuerpo desnudo estaba constituido por una piel negra y reseca que remarcaba todos sus huesos. Nos indicó que nos sentáramos en el suelo de su humilde choza. Con gestos torpes y cansados, el esquelético líder se sentó cruzando las piernas y apoyando los talones sobre sus genitales.

Llegados a este punto, la intuición me empujó la cabeza hacia la cristalera. El Director del Periódico, mudo, doblado en su sillón, semiamodorrado, se hundía los dedos en el pelo: su personal agonía se le encaramaba en los ojos vidriosos.
-¿Quieres continuar?... -me increpó Elisabeth.
Así lo hice:
-¿Qué queréis de mí?, extranjeros - el hilillo de voz (como el último chorrito de agua de una fuente) del Gran Jefe Menshu salió débil, agotado.
-Dile que sólo queremos conocerle y que nos hable de su tribu -me acerqué a Amed para que tradujera.
El Gran Jefe Menshu nos habló con palabras mojadas de desesperación. Una desesperación tan alta como él. Nos dijo que su tribu, como tantas otras, pasaba hambre por culpa de los rivales señores de la guerra: Mohamed Farah Aidid y Ali Mahdi Mohamed. Ellos sólo buscan poder en medio de la miseria... -empezó a decir con voz trémula-, y a pesar del acuerdo de paz firmado por ellos el 24 de Marzo en Nairobi (nunca lo pusieron en práctica), el hambre y la podredumbre seguirá en nuestras paupérrimas tierras. Soldados extranjeros han venido con la coartada... y permiten que la tierra se beba nuestra propia sangre... Nuestra pacífica tribu ha sido reducida a la mitad en muy poco tiempo por incursiones de unos y de otros con sus "tubos de fuego"... -su voz se fue apagando hasta caer desmayada en un pozo de silencio perpetuo>>.
El viejo mago Akhar nos invitó a salir. Ya junto al jeep nos dijo que el Gran Jefe Manshu llevaba dos meses sin alimento. Pronto sería sustituido por su hijo Alikhun para preservar lo que quedaba de la tribu de los Guardafuí...

En el aeropuerto de Mogadisco, Amed, me besó ardientemente en los labios. Sus ojitos negros estaban anegados por las lágrimas. Quince días después de mi regreso recibí una misiva de Amed comunicándome que el Gran Jefe Menshu había muerto de inanición...
Elisabeth no podía contener las perlas azules que caían de sus ojos de mar. Juanma y Arturo estaban también conmovidos. Empezaba a amanecer y a lo lejos se oían los motores de las últimas furgonetas que trasladaban los últimos diarios antes de cerrar definitivamente. Nuestra tragedia no era nada comparada con la tragedia de aquellas tribus. Nos despedimos estrechándonos la mano. La brisa del amanecer era fría como una cuchilla de hielo. Escuché como se cerraba la puerta metálica del almacén. El Periódico moría para siempre con aquel ruido cimbreante. De pronto, a mi espalda, oí una estremecedora detonación...
Quizá..., si hubiera conocido al Gran Jefe Menshu..., tal vez, y digo sólo tal vez, nuestro hombre de los dedos hundidos en el pelo, hubiera sabido graduar, mesurar, administrar... el tamaño de la desesperación.
Ginés Mulero Caparrós

(Desde Barcelona, España)
(Mención Categoría Relatos de Viaje)
Premio Eduardo de Literatura 2007