jueves, 25 de diciembre de 2008

Puerto de Palos (esp)


Un gato
Tiempos agitados se viven por estos días, el humano se mueve de acá para allá sin detenerse. La calle que desemboca al puerto está colmada, vigorosos bueyes arrastran pesadamente y sin pausa todo tipo de pertrechos; entre el polvo, los gentiles van y vienen por doquier y sus gritos aturden la tarde. Yo, desde mi sitio, observo esta ralea de músculos sudorosos que cargan, encorvando sus espaldas, tremendos bagajes. Todos tienen un destino fijo, van hacia el puerto de Palos de Moguer; sus urgencias están justificadas. En el golfo, las tres naves ya están prontas, se mecen, susurrantes, nerviosas, prestas a comenzar el derrotero. La mar hoy está calma, desde aquí olfateo aromas que el viento me trae, son aromas de incertidumbre, de temor por el que vendrá. El humano es temeroso de lo nuevo, pero en su afán de poseer más, oculta su miedo, sólo lo oculta. Pero yo lo huelo por el aire; mis sentidos hoy están más agudos que nunca, una voz interna, incisiva, me llama a unirme a esa febril muchedumbre siguiendo su sino. Pero este sol, tibio, que abrasa mi cuerpo puede más, por ahora, que mi curiosidad. Sobre este tejado, me desperezo; lentamente, estiro mi cuerpo y, armoniosamente, mis huesos elásticos me devuelven esa agradable sensación de sentirme único. La tranquilidad del sitio calma mi libre espíritu.
Entre el gentío, una figura destaca, ese rostro curtido por el sol de mil mañanas llama mi atención por conocido. Su porte es noble, de gran señorío, no así su ropaje áspero y raído; trae en bandolera su bolsa bien cargada, la cacería de hoy fue buena, viene de las marismas del río Tinto de entre los cañaverales, con su palo al hombro, y por detrás lo sigue su blanca perra, la “guasa”, le llama, ya vieja, pero todavía ducha para la tarea. Ratero, le dicen y su mercancía es muy bien recibida por estos lados, con una pinta de aceite de oliva, las ratas de la marisma saben a gloria para el humano. Mirando, a la lejanía llego a ver el campanario del monasterio franciscano de La Rábida; austeras paredes amarillentas entornan el misterio de sus interiores, donde los devotos, que a estas alturas son muchos, por estas yermas tierras, cantan novenas en interminables letanías, implorando para estar mejor, de lo que creen que están. Otros rezan por el alma de esos 120 audaces que a tamaña aventura se han de embarcar. La tarde cae, pero los murmullos no se apagan, y poco a poco escucho, bajo este techo, como la posada comienza a cobrar vida, llenándose de parroquianos, ávidos de esos cuencos rebosantes de potaje, acompañados de grandes jarras de vino, dos orejas, bien rojo y muy fuerte, el que tiene la particularidad de aligerar las lenguas y chispear los ánimos. Quien dice ser mi dueño atiende diligente a toda esta ralea de seres hambrientos, que en cuanto llenen sus tripas, comenzarán a parlotear en castellano, gallego, o genovés, de lo que sucede en esta aldea, que se convirtió, por estos tiempos, en el centro de atención de toda la Andalucía. Mi caminar es elegante, sigiloso, miles de años amoldaron mi cuerpo, y al bajar del tejado y adentrarme al solar, nadie se percata de mi andar por bajo de las mesas, entre las piernas del humano me restriego, con cuidado de no llamar demasiado de su atención, mantengo cierta distancia y sólo permito, muy de vez en cuando, una que otra palmada. Mi sitio está al costado del fogón, sobre unos trapos que sobrevivieron a los tiempos. El caldero comienza a hervir y los vapores vician el ambiente, entre eructos y agrios sudores, los candiles amarillentos parten la penumbra y ayudan a distinguir estos cuerpos, sentados los unos frente a otros. Esta noche están mas alterados que de costumbre, vibran de una forma especial y a mis agudos oídos llegan las palabras, imperativas algunas... Que hemos echado al Moro de Granada, y Fernando, en triunfal entrada, ha marchado por sus calles y por ello esta tierra ha sido liberada...; roncas, temerosas otras... Que la Santa Inquisición (que Dios en la Gloria la tenga) hoy tiene el poder de convertir al pagano y de echar al Judío; chillonas las más... Que las minas de cobre ya poco dejan, o que la sardina es muy flaca este año; susurrantes... Que nuestra majestad Isabel ha financiado al genovés. La palabra lo es todo por estos días en la península; el resentimiento esta mixturado con el temor, y la miseria camina a sus anchas por el poblado. Los reinos han estado guerreando por mucho tiempo y esta España del año del Señor de 1492 todavía sigue muy convulsionada. El caldero ya esta hirviendo y el desaguisado se torna real. Por un momento, la posada es el reflejo de esta tierra ibérica. Me rasco la cabeza con desgano, aplacando el escozor que dejó una indiscreta pulga, y de pronto me envuelve un sin fin de imprecaciones y amenazas, que me alertan... Por culpa de un maravedí, mal perdido. Motivo más que suficiente para la riña; al instante, salen a relucir las navajas, hambrientas de carne. El odio y la violencia apuran la partida, la sangre llega al piso triunfal, un cuerpo que cae en agonía, otro corre tomándose el vientre con ambas manos, gritando, mientras la vida se escapa por la fatal herida. Generalizado el tumulto, gano de un veloz salto la puerta. Mi estadía en la posada ha terminado, fueron gratos los años que pasé, y quien dice ser mi dueño me ha tratado de forma indiferente y le he servido como él me ha servido. Siempre me ocupé de mi alimento y con sólo mi presencia, mantuve alejada toda suerte de alimañas de la posada. La voz interior incisiva nuevamente al puerto me llama, y en esta ocasión, sí, me dejo llevar. Como sonámbulo, camino calle abajo a la vera del Odiel, entre abandonadas redes y viejos toneles. Atrás quedaron los griteríos, y el ruido, poco a poco, comienza a desvanecerse. Otros sonidos nuevos me envuelven. La cercanía de la mar se presiente, su tenue rumor llega a mis oídos, el sabor salado del aire que se hace más intenso, una bruma aceitosa cubre mi piel a medida que continúo mi marcha. La noche cerrada, envejece el entorno, pero mi vista se agudiza, como mis finos sentidos; a lo nuevo no le temo, soy muy cauteloso pero, sobre todo, un curioso natural. Pronto, en mi caminar diviso tres enormes siluetas, que se menean acompasadamente, llamando a mi atención, veo que en la gigantesca arboladura, cuelgan una maraña de sogas entreveradas con el velamen, dándoles un aspecto casi fantasmagórico. Las tres carabelas, hermanadas a la planchada, esperan ansiosas que terminen con el apresto; en sus entrañas, marinos de oficios diversos despliegan laboriosamente sus habilidades; el martillear de los carpinteros se amalgama con el de los herreros en un concierto atrayente a mis oídos; la noche aliada a mis deseos me ayuda en mi anonimato. Mido distancia y, de un salto, entro a la bodega de La Santa María. Entre las cuadernas, apiladas bolsas de grano, toneles para conserva y todo tipo de vituallas irritan mi olfato, me acomodo en la oscuridad e ignorando lo que en la borda sucede, enrosco mi cuerpo y, sin notarlo, gano el sueño.
Una luz tenue se abre paso por la escotilla, el amanecer de este 3 de agosto, me encuentra adormilado, un poco mareado y asombrado por el rigor de los acontecimientos pasados. Que el humano mide todo es real; que tiene tiempos ya establecidos para comer, dormir, procrear o, como hoy, para conquistar nuevas rutas marinas es una verdad. Pero yo, que duermo cuando me lo pide el cuerpo, que la oscuridad de la noche o la luminosidad del día me son indiferentes, que no negocio con el hambre ni con el hombre, me encuentro acompañándolo por causas que desconozco, pero sé que esta voz intrigante a mi destino me conduce. Palos fue alejándose, lentamente; el contorno del puerto se pierde: las tres naves que, en caravana y a vela hinchada, entre la espuma de un mar templado, avanzan sin pausa, buscando el oeste, en tenaz derrotero, devoran leguas sin que nada las detenga. Ya no hay vuelta atrás.
En la cubierta, los marinos, sin descanso, se mueven entre cabos y poleas, los unos atiesando velas entre órdenes y gritos; los otros reacomodando la carga. El entusiasmo es general, algo alienta al espíritu del hombre que tanto empeño pone en esta empresa, no es esta una simple travesía comercial, donde las ganancias ya están establecidas, ni tampoco una redada al bacalao. En la intimidad, cada marino sabe que encontrar un paso a las Indias significa riqueza y gloria de por vida, cuando el almirante del mar Océano, Cristóbal Colón, personalmente, el libro de embarque les hizo firmar, no dejó dudas al respecto: las promesas de grandes fortunas fueron las que sellaron este pacto.
La garantía es la corona y la firma de las Capitulaciones de La Santa Fe, que lo reconocen como virrey y gobernador de las tierras que descubrieran. La avaricia mueve esta expedición y no la curiosidad, el deseo de conquistar se mezcla con el saqueo y la piratería.
Ese sentimiento, tan extraño a mi naturaleza, de acumular, de poder, representado en oro, plata y propiedades, es condición del humano. Le resulta prácticamente irresistible sustraerse a tal deseo cometiendo toda suerte de bajezas a fin de lograr lo ansiado.
La tripulación es una miscelánea de Íberos. Beréberes, castellanos hidalgos andaluces, aventureros genoveses, judíos conversos, acompañados por una ralea de errantes, sin ley ni país, reos y libertos. Por ello, representada en la vela mayor de las naves, una gran cruz echa un manto de cristiandad, cubriendo a estos seres. Soberbios pabellones en color oro y rojo cuelgan de la cangreja. En la punta de la verga del foque, picudos estandartes con el escudo de Castilla y Aragón flamean al compás del viento, otorgándole pinceladas de nobleza real, a tal empresa.
Al cabo de nueve semanas de navegar y 750 leguas, que atrás quedaron, veo como los ánimos comienzan a mermar el entusiasmo primigenio. Se está poniendo tortuoso y pesado el ambiente. Por dentro, el clima se muestra nublado y muy borrascoso por fuera. La comida en conserva, único alimento en estos días, comienza a enfermar a los nautas, el escorbuto cobra sus primeras víctimas, y el sombrío semblante de la tripulación presagia tiempos de violencia.
Ante las penurias, este ser, responde con agresión y es tal su naturaleza, que no repara en el daño que a su prójimo provoca, el robo de comida, y la pillería se hacen carne en él. La desconfianza al mando establecido gana adeptos, fomentando un inminente motín. Me es imposible entender tan traicionera actitud, luego de verlo, decidido y presto en la partida juramentándose fidelidad.
Sólo el almirante y unos pocos conservan la postura inicial calmando al resto con esa vehemencia que sólo algunos elegidos poseen. Nombrando al supremo como eje rector de sus actos y apelando a la noble causa descubridora, luego de prometer una chaqueta con lujoso bordado en oro a quien tierra divisare, logra contener a la mayoría sublevada. Otros, los más rebeldes, son disciplinados por medio del azote. La estrella del Norte se muestra en todo su esplendor; sobre el paralelo 28, el astrolabio sólo le muestra su altura y ubicación dentro de un cielo lechoso y confuso.
Cuando los instrumentos nada le dicen al navegante, la natura en forma de pluma le anticipa la proximidad de tierra; más tarde, el grito de un afortunado vigía confirma lo presentido. Ante los asombrados ojos del almirante, un nuevo mundo se presenta.
Yo, que todo este tiempo conviví con estos seres, observando sus contradicciones y tratando de entender sus maneras, comienzo a darme cuenta de la magnitud del hallazgo.
La plomada mide la profundidad y las brazadas poco a poco comienzan a descender; ante la proa de la Santa María, el horizonte se extiende, inundando con miles de matices verdes todo el panorama, fatigando la vista; olores agridulces de miles de especias mezcladas que la suave brisa trae saturan la nariz; el colorido de las aves y flores contrasta con sus costas de finas arenas blancas; toda la magnificencia de esta playa asemeja la entrada al paraíso perdido por los humanos.
Aún no botan anclas, pero yo, a la borda salto y sin más, me dejo caer. La susurrante voz me lo demanda, algo que no domino controla mis movimientos y sin resistirme me dejo nuevamente llevar, el agua me recibe tibia en esta mañana de octubre, me hundo en las profundidades emergiendo en espasmódico movimiento, para luego emprender un rítmico nado hacia la orilla. La salobridad del agua empieza a irritarme las fauces; entonces exijo a mis músculos mayor movimiento y prestamente alcanzo la orilla. Tirándome al sol, sobre encumbrada loma, emprendo la tarea de secarme y acicalarme concienzudamente; es cuando a mis oídos llega lo que antes murmullos fueron, extraños sonidos nunca escuchados que de la selva inundan y completan tamaño panorama. Desde mi lugar, veo, sobre las naves, ya ancladas, los preparativos para el desembarco. Las chalupas son botadas al unísono y en lenta marcha los remeros se acercan a lo que creen su sueño dorado. Las quillas prontas encallan en la arena. De un salto, la bota del Almirante toca tierra; tras él, la horda lo acompaña expectante; el sol que a plomo cae resalta a viva luz los relucientes petos; alabardas y estandartes flamean, en inquietante danza; cañones y mosquetes desafiantes cierran la escena. Clavando la cruz, espada en mano, se hinca de rodillas y con simbólico ademán, sin pudor alguno, toma posesión, en nombre de Dios y la corona. Luego, se celebra una misa consagrando el acto ante improvisado altar. De la tupida flora, poco a poco, otros humanos aparecen en escena. Estos están completamente desnudos; su piel es cobriza; son más pequeños y lampiños; algunos llevan tocados de plumas engarzadas en plata y oro; otros, collares de piedras semipreciosas; ríen y hablan en melodioso idioma. Las mujeres y los niños traen en sus manos cestas repletas de coloridas frutas y peces a modo de ofrenda, en pacífica actitud. El encuentro es dispar, la inocencia de los unos choca con la mirada seria de los otros. Las rubias barbas y la tez blanca provocan una sana curiosidad entre los llamados “indios” que rodeando al conquistador intentan tocarlo; éstos, sin oponerse, fijan la vista en los relucientes tocados, y el brillo de los collares de oro despierta la codicia. Los jinetes del Apocalipsis comienzan a cabalgar por estas nuevas tierras. Un escalofrío recorre mi cuerpo y empiezo a comprender el porqué de la voz. Por miles de años, hemos acompañado al humano en su incensaste búsqueda; mis ancestros vieron al egipcio ser conquistado, al griego, al romano; cultura tras cultura ha sido diezmada en pos de la avaricia y el poder. Soy el testigo mudo del principio de un nuevo exterminio, ahora comprendo el significado de la voz y el porqué de mi andar.
El cansancio atempera mis músculos, estiro mis garras relajando todo mi cuerpo y, enroscándome, plácidamente, duermo.
Mario Jorge Piro
(Desde Buenos Aires)
Mención Premio Eduardo de Literatura 2007
Categoría Relatos de Viaje

1 comentario:

  1. estoy viviendo en un apartamento en buenos aires, podria conseguir este libro en cualquier libreria del pais? me parece muy interesante

    ResponderEliminar