miércoles, 22 de octubre de 2008

Santiago de Compostela (esp)


LLUEVE SOBRE EL MAR DE PIEDRA

Llueve. Llueve mansamente; siempre está lloviendo: con una infinita paciencia, con una monotonía abnegada, como toda la vida, llueve. Hace rato que miro llover desde la ventana de un bar. He pedido unas gambas con un vaso de Albariño. El vaso ya está vacío; de las gambas sólo queda una carcaza deforme, pero sigue lloviendo, y las gotas de lluvia aferradas sobre el vidrio han pintado un cuadro de Seurat. Llueve; como toda la vida, siempre está lloviendo en Santiago de Compostela.¿Qué sería del sutil encanto de Santiago sin la suavidad de su lluvia eterna? Claro que el sol existe: a su modo, existe. Pero cuando eso sucede, se trunca la poesía compostelana. El astro rey no puede llevarse bien con la misteriosa Santiago, con su pétrea solemnidad medieval, con el pudor de sus calles angostas recortadas en el tiempo. Sólo por la mañana, cuando a veces el sol alumbra, la ciudad de piedra aparece rociada de una cierta luz de ingenuidad. Pero ya han pasado las cuatro de la tarde, y está lloviendo mansamente; como toda la vida, llueve sobre Santiago. Este lugar en el mundo ha nacido para ser arrullado por la monótona percusión del agua de lluvia; ésa es su razón de ser. Por eso abandono mi punto de vista estático y salgo a caminar. Mi paraguas y mis botas chapoteando por los charcos siempre me acompañan por las calles en pendiente, y mi recorrido es gris sobre gris: el del cielo sobre la piedra macerada. No quiero caer en lugares comunes, pero la sensación de vivir este paisaje se parece bastante a una experiencia divina.Es verdad que Santiago es la capital de Galicia, y Galicia es una gran piedra de granito en la que se esculpe un mundo generoso e inevitable. Las piedras crecen, se levantan majestuosas por todos lados: en forma de hórreos, de cruceiros, de iglesias; y en Santiago, en forma de catedral. Pero si la piedra en Galicia se matiza con los verdes y azules del monte y de las rías, Santiago sólo tiene un destino gris, el más gris de todos los grises.He vuelto a esta ciudad huyendo de mí; he vuelto en busca de un silencio amable. Tal vez he vuelto porque intuyo que aquí voy a encontrar una caricia reconfortante que no desentone con la lentitud de la pena que arrastro. En el fondo, sé que he vuelto a Santiago intentando descubrir mi propio camiño. Uno que no tenga ruta visible, pero que me lleve a algún lugar. Entonces dejo que la lluvia me guíe en el laberinto de calles empedradas, y llego a la Plaza do Plateiros, a los lados de la catedral. Una plaza tan ancha que parece entrar a un mar, un mar de piedra. No hay un solo árbol en este corazón de la ciudad señorial. En esta plaza, la de la fuente de los cuatro caballos, absolutamente tapizada por grandes losas de piedra, las palomas picotean en sus juntas. En esta plaza bloqueada por un largo muro de piedra y por recovas en su frente, lo verde parece sacrilegio. Donde se queda la mirada, todo es hierro, piedra y gris. Y toda plaza en la ciudad vieja es vasta como un mar de piedra, desierta, cercada de murallas crestadas. Es que la quietud de extramuros de Santiago no admite la mirada al mar; entonces, el mar se transforma en piedra.Sigo caminando hacia la estampa esencial de la catedral de Santiago. La fachada de Obradoiro, mojada y rotunda, siempre me hechiza por primera vez. Me conmueve el olor silencioso de su piedra ocre color del tiempo. Lo meritorio de mi emoción es que no es la fe lo que la produce. O sí: después de todo, la fe está formada por pequeños motivos personales que las religiones luego intentan organizar. Por lo pronto, en la búsqueda de mi propio camino, he inventado un credo del que soy única devota, y no lo pienso negociar. No debo estar errada: O Pórtico da Gloria me da la bienvenida y suena en mis oídos la sabiduría de la copla popular, A Porta se abre a todos, enfermos e sans; non só a católicos, mas tamém a pagáns, a xudíos, herexes, ociosos e vans; e más brevemente, a bós e profanos. Es que por algo Compostela es un mar de piedra: la piedra ha sido objeto de culto pagano desde tiempos ancestrales; vínculo con lo sobrenatural, con lo sagrado y con lo inmortal. Y vaya si hay en Galicia piedras vinculadas a cultos: una de ellas está aquí mismo, la de O santo dos Croques: una efigie del Maestro Mateo, autor de este mismo pórtico con sus tres arcos. El central simboliza la Iglesia Católica; el de la derecha la Iglesia de los Judíos; y el de la izquierda, la Iglesia de los Paganos. El añejado mármol de las columnas ha tomado un lívido color de carne de pulpo, y está bordado hasta el zócalo de figuras de alucinación. Pero es inútil: en este excelso trabajo hasta las criaturas maléficas y desfiguradas se vuelven bellas. Por eso, fieles y descreídos van a cumplir con el rito de los “croques” en O Pórtico da Gloria. Esos tres cabezazos que piden al maestro algo de su sabiduría y de su inteligencia. Fieles y descreídos; nadie elude este acto: tampoco yo. La fe es un sistema de creencias personales, pero por algo hay que empezar.Compostela es mágica, y la catedral ofrece sus trucos para todos, para fieles y descreídos. El más efectivo es el del botafumeiro. Lo he visto y puedo dar fe de ello. El botafumeiro es el incensario más grande del mundo: el actual tiene un peso de cincuenta y tres kilos, y más de un metro y medio de altura; sólo se pone en funcionamiento en misas solemnes. Dicen aquí que su origen está relacionado con la necesidad de resolver un problema de salud pública: en la era medieval, se permitía a los peregrinos dormir en el interior de la catedral para resguardarse del frío y la lluvia. Entonces, monjes y canónigos decidieron encargar la fabricación de un enorme incensario que fuese capaz de desinfectar y disminuir el desagradable olor que producía el hacinamiento. Verlo para creer: el botafumeiro llega a balancearse a setenta kilómetros por hora, elevándose hasta veinte metros de altura. Los magos que practican este truco son los tiraboleiros. Van vestidos con una gran túnica roja, y para mover el botafumeiro tiran de unas cuerdas de esparto, apoyadas en una polea, que hacen que el incensario se balancee: la coordinación entre ellos y su fuerza física es muy importante a la hora de que todo salga bien. No hay más que oír el crujir de la cuerda en la roldana superior y el silbar del botafumeiro al pasar a toda velocidad junto a los fieles. Y también junto a los descreídos.Esta ciudad acumula tanta historia como moho en cada poro de sus piedras. Historia que, aunque la iglesia católica haya intentado apropiarse, nació mucho antes, cuando gentes inquietas se preguntaban qué habría al final de aquella mancha blanca en el cielo, y cuya estela siguieron no sólo hasta Santiago, sino en su etapa final hasta el Finis Terre, donde se acaba el mundo conocido. Por eso, aunque Santiago de Compostela integre junto con Roma y Jerusalén la trilogía de ciudades santas, aquí la mística no está vinculada sólo a lo religioso. Santiago es todo espiritualidad, y espiritualidad en Santiago es mezcla de religiosidad y magia. Esa magia con que la tradición gallega espanta a las meigas (porque habelas hainas, y vuelan a caballo de una estaca), preparando una buena queimada y recitando su conjuro. Dicen que el origen de esta práctica se remonta a los siglos XI o XII, coincidiendo con la construcción de la catedral.Mientras toco el manto plateado de Santiago Apóstol, evoco el encanto del fuego: ayer, en casa de unos parientes de Villanova de Arousa, hubo queimada. Un gran recipiente de barro cocido, con la forma de una gran paellera, le sirvió a mi primo para mezclar el aguardiente con el azúcar. Luego, con un cucharón, también de barro, tomó parte de la mezcla y le prendió fuego. Lentamente pasó el cucharón al recipiente hasta que las llamas se extendieron a todo el líquido; después removió con suavidad tomando cantidades pequeñas de bebida con el cucharón y dejándola caer, con mucha delicadeza, desde bastante altura: la visión del fuego fluyendo en medio de la noche, con las luces apagadas, fue maravillosa y fascinante. Es justo y necesario que a esta costumbre se le atribuyan infinidad de mitos y leyendas, incluyendo poderes curativos y sanadores. Después, hay que decirlo, la cata del líquido caliente servido en pequeños vasos también aporta lo suyo.Ya estoy fuera de la catedral y la noche larga envuelve otra vez el mar de piedra. La lluvia ha cesado, pero pronto volverá, como siempre, como toda la vida en Santiago. He vuelto a esta ciudad en busca de algún silencio amable, alguna caricia reconfortante que no desentone con mi tristeza. Y aquí, en la tierra en que ha nacido Rosalía de Castro, puedo escuchar la nostálgica música de sus versos en el aire. Y puedo compartir este banco de piedra con un Valle Inclán y amar el esplendor de la fachada del Obradoiro. Y sentada aquí, al anochecer, bajo las luces de la bohemia, miro el reflejo sobre la piedra húmeda y sólo puedo decir: cuando quiera mutar un lento dolor en belleza, cuando quiera volver a descubrir mi propio camino, uno que no tenga ruta visible, pero que me lleve a algún lugar, lo único posible es volver a Santiago.
Mónica Ogando Ferreira
(Desde Buenos Aires, Argentina)
Mención Categoría Relatos de Viaje
Premio Eduardo de Literatura 2007

martes, 7 de octubre de 2008

Mogadisco


EL TAMAÑO DE LA DESESPERACIÓN

Eran las dos de la madrugada. En el desordenado despacho estaban Juanma, el Jefe de Redacción, Arturo, el Director del Dominical, y Elisabeth, una periodista joven e inexperta. La edición que saldría por la mañana tenía garantizado el amorfismo por la falta de noticias de interés. Al entrar en la sala Juanma me invitó a un café negro como la noche más auténtica...
-Siéntate Ariadna y tómate un descanso -dijo mirando la humeante taza.
Dejé la cámara fotográfica sobre un montón de legajos y advertí que estaban sumidos en el más completo ostracismo. Nuestro nivel de ventas había descendido en los últimos meses por una campaña orquestada quizá por poderes fácticos; ¡bah!, la verdad... no sé. Bueno..., sé que los hilos invisibles se habían movido (con la misma sutileza que el viento empuja las nubes), abriendo una fisura tras otra en nuestro pétreo código deontológico. Nuestros mejores periodistas, los de más entidad, se marcharon a otros medios de comunicación más rentables, con mayor proyección. Por ende, la última edición del periódico, antes de cerrar definitivamente, no pasaría a los anales de la Historia. Los ojos de los allí presentes estaban mojados de tristeza y por qué no decirlo... a caballo entre la desidia y la desesperación.
-Háblanos de Mogadisco -inquirió Arturo-.El reportaje fotográfico que sale mañana en el Dominical es lo único a destacar entre un sinfín de jaculatorias sin el menor valor, incluso el editorial de la östpolitik -miró con un recelo injustificado a través de la gran cristalera al Director General del Periódico que estaba en el despacho contiguo inmerso, aparentemente, en la lectura de las noticias deportivas...- quedaba obsoleto.
Me senté en una silla plegable de madera y comencé a relatarles mi travesía por aquellas tierras áridas y a veces inhóspitas...
Comencé diciéndoles que aterricé en el aeropuerto de Mogadisco y al llegar a la ciudad me pareció que estaba en una capital occidental.
-Os confieso que el reportaje fotográfico lo hice en tres días en el mismo corazón de Mogadishu. Mis otros diez días los pasé en una tribu muy cerca de la población de Bardera, junto al río Juba. En esa tribu, los nativos iban como Dios los trajo al mundo, pero a esa parte ya llegaremos...

Observé como el interés de Elisabeth por el relato crecía como una llama en la noche. Sus ojos azules como un mar brillante titilaron vivarachos. Ella, espolvoreó su media melena rubia, se quitó sus gafas doradas y se incorporó de su asiento de cuero negro arreglándose su falda plisada. Arturo y Juanma sonrieron cómplices por el interés que Ariadna había despertado en la periodista principiante.
Les expliqué que una vez en la capital, me acerqué a la Embajada Española y allí me proporcionaron un guía traductor y conductor de un jeep tan viejo como la República del Cuerno de Rinoceronte (Somalia). Los tres primeros días me instalé en la habitación de un hotel que, aunque de cuatro estrellas, tenía visitantes de ocho patas. Las vistas al Océano Índico, sin embargo, eran tan hermosas y doradas que a su lado el oro quedaba pálido...
Amed, el guía de color, era un hombre ducho en la historia de su país, pero contaba las cosas como si tuviera en la cabeza una cinta magnética que reprodujera durante horas lo que había estudiado de memoria durante años. Cuando le preguntaba el <<¿por qué?>> de algo, se encogía de hombros hasta engullir el cuello.
-Yo sólo conozco los hechos -me decía-. Para el análisis ya están los estadistas políticos y ustedes -advertí cierto desprecio aunado en su tono de voz y en su mirada recelosa>>.
Todas las mañanas, cuando el alba despuntaba, me levantaba y me duchaba con agua tibia del color de la manzanilla. Me vestía con ropas vaporosas y llamaba a Amed. Recorríamos Mogadisco de punta a punta. Mi cámara se disparaba a ráfagas y todo lo que veía me parecía esencial para el reportaje de tipo social y político que tenía que desarrollar. Fotografiaba las pequeñas industrias textiles, las pequeñas industrias de caña de azúcar, las pequeñas industrias de curtido de pieles, todas familiares. A pesar de la designación de zona paupérrima, y a pesar del hervidero de gentes famélicas, la ebullición que burbujeaba en el fragor de Mogadisco capital daba la impresión superficial de que aquellas personas sobrevivirían a su destino. Luego, cuando me adentré en el interior supe que no era así.
Tras la agotadora jornada, Amed y yo comíamos en el buffet libre del hotel. Amed, devoraba como si fuera la última vez que fuera a ver tanta abundancia. Después de comer me echaba una siesta soporífera. El calor abrasante de estar tan cerca del ecuador se dejaba sentir en mi piel. Luego venía Amed y nos sentábamos junto a la mesa camilla, mirando los maravillosos atardeceres fucsia del Índico. Amed me contaba la historia de su país con desgana y yo apuntaba en un bloc de notas con tedio. Primero me habló de sus productos principales: el sorgo, la mandioca, los aráquidos, el sésamo, incienso, mirra, y la goma arábiga. Posteriormente me habló sin orden de los antiguos tratados comerciales con los ingleses quedando reductos todavía en el establishment...
Me explicó que habían sido colonia italiana hacia el 1908 y que cuando terminó la II Guerra Mundial perdieron sus derechos. Me dijo que el 1 de julio de 1960 se constituyó la República, que en 1969 al Presidente Abdi Rashid Ali Shermarke lo asesinaron...
-Amed -le corté-, quisiera conocer las entrañas de este gran pueblo>>.

Juanma, el Jefe de Redacción se levantó de un salto. La Agencia Efe mandaba por fax alguna noticia de última hora.
-Ahora que se pone interesante... No continúes la historia hasta que vuelva -amenazó con una sonrisa amable.
Arturo, el Director del Dominical se levantó a servir más café de un termo. Elisabeth se acercó hasta donde yo estaba y con cierto morbo me susurró al oído:
-No pasaste miedo entre tantos hombres de color...
Juanma entró de nuevo en la sala. Nos explicó que en Johannesburg habían muerto más de 30 personas en una manifestación, la mayoría zulús.
-Las imágenes que mañana saldrán por televisión son escalofriantes. Un joven negro es apedreado hasta morir... Ya he encargado que Lauren, el especialista en asuntos surafricanos escriba el artículo.
-Quieres continuar... -azuzó Elisabeth.
El Director General, al otro lado de la cristalera, sudaba copiosamente...
Amed se tomó mis palabras como un reto de espadas en alto. Yo, Ariadna, sabía que no caía bien al guía/traductor. Nos sostuvimos la mirada durante un buen rato, sin decirnos nada. Amed debería pensar que yo era una mojigata asustadiza como la inmensa mayoría de europeas que él había conocido. Amed se autocompadecía de sí mismo. Debía pensar que si hubiera nacido en cualquier otro lugar, ahora sería un profesor universitario. A mí, a veces me parecía inteligente, otras veces me parecía un estafermo, un badulaque ridículo y presuntuoso.
-Si de verdad quieres conocer nuestro pueblo, iremos a Bardera bordeando el río Juba -me miró con auténtica provocación.
Acepté. No pude pegar ojo durante toda la noche. La temperatura en el interior de la habitación alcanzaba los 35 grados, el aire acondicionado no funcionaba, la ducha se había estropeado y yo era un manojo de nervios.
Intenté serenarme. La luz crepuscular era diáfana y permitía ver las aguas mansas del océano. Mi corazón todavía latía con fuerza inusitada. Pensar en las tribus indígenas -he de reconocerlo- me excitaba y soliviantaba a la vez.
Llené mi zurrón de alimentos en conserva. Tenía la garganta seca como si tuviera las arenas del desierto de Ogaden dentro de mí. Agoté la botella de agua mineral pensando que no sabía cuando volvería a beber agua. Saqué fuerzas de flaqueza y me dije que pasara lo que pasara, nunca me volvería atrás...
-He de deciros que yo ya intuía que el Periódico iba a cerrar irremisiblemente -hice un inciso; fijé la vista en el cabizbajo y cariacontecido Director General; luego miré a Elisabeth, hermosa y sin futuro...
Continué. Al asomarme por la ventana observé junto al puerto a soldados americanos registrando con violencia a unos niños negritos. Busqué mi cámara y cuando iba a disparar, los soldados ya no estaban... La luna y mis pupilas serían los únicos testigos. El espectacular despliegue estadounidense era solamente una vitrina de colores de cara a la galería internacional. Lo vi tan claro como el agua...
Amed y yo partimos al alba. Nos subimos al jeep y éste tosió dos veces antes de arrancar. En las afueras de Mogadisco había chabolas dispersas con andrajos tendidos. Hombres y mujeres de edad indefinida se acercaban a nuestro paso pidiendo algo que echarse a la boca. Amed aceleraba dándoles un pestilente chorro de humo...
Un sol rojo se vislumbraba difuminado en el horizonte. Rodamos por una carretera empedregada bordeando una montaña con endémica vegetación. El sol apareció de nuevo colgando del cielo, como un limón encendido, plomizo, abrasador. Frente a nosotros, una inmensa llanura, seca, sin matorrales, sin senderos; parecía infinita. Perlas de sudor caían por mi espalda, mientras, Amed, conducía sin decir palabra. En la lejanía, un pastor llevaba un rebaño de cabras esqueléticas...
-Se dirige al río... -comentó Amed, hablando por primera vez en lo que llevábamos de travesía-. El agua es un bien escaso.
Durante el camino encontramos cebras muertas picoteadas por los carroñeros; encontramos ovejas disecadas; y hasta el esqueleto de un hombre aferrado a un bastón largo de desaliento. Amed paró el vehículo y sin bajarse dijo:
-Ha muerto de sed -en sus ojos amaneció una lágrima, le tembló y se la tragó-. El río está tan sólo a unos tres quilómetros y no logró alcanzarlo.

Saqué del bolso la inédita fotografía y se la mostré a Elisabeth. La rubia, puso cara de repugnancia y se la pasó con avidez a Juanma. El Director General, con los ojos rojos de dolor, nos lanzó una esquiva mirada...
Cuando llegamos al río Juba, Amed y yo nos bañamos con las ropas puestas. Amed salió y se secó al sol como si fuese una hoja de tabaco. Hizo una genuflexión y apoyó su espalda en un árbol grueso y renegrido de ramas retorcidas. Parecía que rezaba. De sus labios salían oraciones casi mudas que flotaban en el fragor del ambiente. Yo, me estiré a descansar al borde mismo del río. Corría una levísima brisa tan agradable, tan placentera que había que aprovecharla... Apenas faltaban unas decenas de quilómetros para llegar a la población de Bardera, pero necesitábamos descansar un momento. Mis ropas mojadas se habían pegado a mi cuerpo. Amed me miró... Me adormilé.
Me despertó el rumor del río y los destellos irisados que provenían del sol aplastante reflejado en las aguas. A unos ochocientos metros hacia el interior oí cánticos tribales. Me asomé por encima de una colina... Después supe que era un grupo étnico llamado Guardafuí...
Amed se apostó en la colina junto a mí. Me instigó a que volviéramos al jeep. <> El guía/traductor se amagó y me tiró de las mangas de la camisa para que le siguiera. El jeep tosió dos veces, pero esta vez no arrancó. Yo, ni corta ni perezosa, me lancé colina abajo, con mi sombrerito de paja en una mano y con el pañuelo de cuello en la otra; me lancé hacia la tribu. Escuché a mis espaldas que Amed me llamaba:
-¡Ariadna, Ariadna!... ¿Estás bien de la cabeza?

Yo hice oídos sordos y seguí descendiendo hasta el valle, con el corazón en un puño, tal vez con imprudencia, pero con una firme decisión. Unos cuantos niños negros, desnudos, me recibieron cordialmente. El más pequeño me dio la mano y me acercó al poblado de no más de doce chozas. Los nativos pararon su cántico y me observaban con curiosidad. Los suspensorios apenas cubrían las partes pudendas -miré fijamente a Elisabeth y se avergonzó, pero no quedó decepcionada cuando le enseñé unas fotografías censuradas por el Director del Periódico-; las mujeres llevaban al descubierto sus pechos tostados y puntiagudos. Los demás niños saltaban alborotados a mi alrededor como si fueran abejas junto al panal. El negrito que me llevaba de la mano me acercó hasta un anciano, seco como la mojama. De pronto se formó un alboroto. Algunos nativos cogieron sus afiladas lanzas. Parecían auténticos guerreros en pie de guerra. Yo no entendía y la confusión se apoderó de mí. Sentí un pánico extremo. Tal vez hubiera debido hacer caso a las precauciones de Amed. Los nativos guerreros rodeaban al guía/traductor, blandiendo sus lanzas. Amed explicó en jerga de los Guardafuí que era el guía de Ariadna. El anciano levantó la mano y su palma apareció como una bandera blanca. Las lanzas se hundieron en la tierra seca formando un círculo. Amed habló con el anciano y le preguntó si podíamos quedarnos unos días con ellos. Sólo haríamos fotos si él lo permitía. El anciano accedió. Amed me dijo después que el anciano no era el jefe del poblado. Era el mago. Había accedido a que nos quedáramos con la única condición de que no visitáramos la última choza. Allí habitaba el jefe de la tribu. Reconozco que aquella prohibición me intrigó. Los niños nos ayudaron a montar la canadiense al principio del poblado. Un niño negro, delgado como el hilo de pescar y alto como un árbol me miraba receloso. - Es Alikhun, el hijo del jefe -Amed me tradujo las palabras del mago.- No debes molestarlo con preguntas-. Iba sin taparrabos y andaba renqueante. Amed me explicó mientras cubría con una lona el suelo de tierra de la tienda que Alikhun había sido víctima de los rituales de la circuncisión para pasar de la adolescencia a la madurez. Me acerqué al jeep y cogí el botiquín de emergencia. Al ofrecerle unas gasas a Alikhun para que dejara de sangrar, su mirada hacia mí cambió como de la noche al día. En sus pupilas negras como el azabache había agradecimiento...
Tan cerca del ecuador, el sol del mediodía brillaba en bronce. Las chozas estaban distribuidas en dos hileras paralelas que convergían al final en una gran choza, la prohibida. El viejo mago, llamado Akhar, nos enseñó el poblado, la zona de pesca, las tierras de cultivo de sorgo y de mandioca. Íbamos acompañados de una nube de niños negros que saltaban alborotados a nuestro alrededor y que el viejo Akhar, con sus aspavientos, no conseguía disipar. Junto a nosotros pasó una jovencita embarazada. Sus pechitos desafiaban al sol y se quejaba dolorosamente colocando sus manos en el bajo vientre. Cuando quise acercarme para ayudarla, Amed me cogió del brazo. - La tradición Guardafuí dice que han de parir solas, sin ayuda de nadie -Amed traducía las palabras del mago-. Si no ocurre así, su honor será mancillado para siempre, y si nace vivo, su hijo será despreciado por los demás nativos-. - Duras palabras... -le dije directamente al mago.
-Las palabras no son duras ni blandas -me contestó Akhar en su jerga-, es la vida la que es así.
Alikhun pasó frente a mí a toda prisa. Me lanzó una sonrisa de dientes blancos que me emocionó, que me cautivó, que me embelesó; su cruel dolor debía haberse apaciguado...: su agradecimiento infinito lo pintaba en sus brillantes pupilas, lo irradiaba.
La noche llegó de pronto con un chispazo en el cielo que lo abrió en dos partes. Comenzó a llover con goterones gruesos como granos de maíz. Durante diez minutos fue el diluvio universal. El cielo implacable se desahogaba. Amed y yo nos metimos en la canadiense. La verdad, temía más a Amed que a aquella tribu de nativos que luchaban por sobrevivir con uñas y dientes, con dientes y uñas.

El Director del Periódico que estaba en el despacho contiguo al nuestro se mesó los cabellos blancos. Mi mirada se fue directamente a sus enrojecidos ojos. Los tenía encharcados. No podía soportar que después de estar diez años levantando el diario, por culpa de una mano negra desapareciera de un plumazo y lo sumiera en la ruina, en el más completo de los ostracismos. Abatido, hundió sus lágrimas en las palmas de la mano. Juanma abrió la boca para decir que era un nostálgico; no lo decía para molestarlo, sólo quería solidarizarse con su tragedia que era la de todos. Por la cabeza del Director del Periódico reptaba la mordedura de la desesperación, pero aquello no era nada comparado con el sufrimiento de aquella tribu. Juanma hizo un gesto de invitación, pero él soslayó el ofrecimiento. Prefirió la Soledad...
Arturo conminó a Juanma a que sirviera más café. Como nadie aceptó, le llevó una taza temblorosa sobre el platillo de porcelana al Director. Tal vez podría aliviar su desconsuelo... Juanma le puso una mano en el hombro, pero el pobre hombre, abatido, no reaccionó. La vida ya no tenía motivación para él. El café se enfrió, solidificándose en su mirada de hielo. Tampoco se sabía el destino final del edificio, pero el Director General intuía que una Inmobiliaria lo convertiría en un bingo o en un Hipermercado o en un bloque de apartamentos de élite...
Elisabeth y Arturo me pidieron que continuara...

Durante seis días y seis noches Amed y yo estuvimos conviviendo con aquellas gentes tan sencillas y llenas de bondad como famélicas. Había días que no tenían nada para echarse a la boca y fue así como por primera vez conocí lo que es pasar hambre. Los nativos no son nada egoístas y cuando la cosecha de maíz o de mandioca da su fruto, lo comparten estableciendo el siguiente orden: primero, los niños y ancianos, segundo, los pescadores y agricultores, tercero, las mujeres, y al final, el Gran Jefe Menshu.
El último día que estuve en la tribu de los Guardafuí fue patético. Al alba, me despertaron los horrendos gritos de la nativa embarazada. Salí de la canadiense y me moví en dirección al río Juba, lugar de procedencia de los gritos. Amed me seguía, cauteloso como un gato montés, astuto como una pantera. La nativa embarazada estaba acuclillada junto a un árbol frondoso...
El río Juba era un espectador privilegiado de la ancestral y dolorosa tradición. Quise ayudarla a parir pero el omnipresente Amed me lo impidió sujetándome de los codos. - Si quieres que la desgracia circunde su vida para siempre... ¡ayúdela! -me increpó soltándome. Sólo pude llorar como una Magdalena ante la indefensión de aquella hermosa y adolescente nativa. Su rostro estaba cuarteado por el dolor, sus mandíbulas apretadas apuntaban todavía a la luna, el sudor en sus pechos brillaba como mercurio.
Observé con ternura como nacía un hermoso varón. Observé como cortaba el cordón umbilical con los dientes. Vi como lanzaba la placenta al río. Tanta naturalidad me superaba. Sentí que me desgajaba... No oía llorar al recién nacido y ahogué un grito en la base del estómago. La pena me pintó un velo en los ojos... De pronto escuché el llanto del bebé. Sentí alegre el corazón. Quise correr y abrazarla con mi calor, pero no debía hacerlo. Nació en mí una felicidad tan grande como nunca había existido...
-De cada diez niños que nacen en la tribu mueren seis -me explicaba el pertinaz Amed-. Éste ha tenido suerte, o tal vez no...
Al volver al poblado hablé con el viejo mago Akhar. Le rogué que me dejara hablar con el Gran Jefe Menshu. El viejo mago negó con la cabeza, pero el hijo del Gran Jefe, Alikhun, cogiendo a Akhar por la mismísima tibia, intercedió por mí.

Habíamos desmontado ya la canadiense...
Nos acercamos a la choza principal y la sangre corría acelerada por mis venas, tenía el corazón revolucionado. Sería un colibrí frente a un águila imperial... Amed, mi sombra, también estaba inquieto. Por aquel pasillo de chozas, nos seguían todos los miembros de la tribu. El descomunal silencio abarcaba la bóveda del cielo...
El viejo Akhar, con el rostro pintado de sangre fresca de serpiente, nos acompañaba. Al llegar frente a la gran choza nos detuvimos. El viejo Akhar nos dio unas indicaciones: - No levantar la cabeza hasta que el Gran Jefe Menshu hable, no elevar el tono de la voz...
El corazón me iba a estallar de impaciencia...
El Gran Jefe Menshu era alto como una montaña. Debía medir cerca de los dos metros treinta centímetros. Justo el tamaño de la desesperación. Tenía el rostro cadavérico y camuflado por una espesa barba ceniza. Tenía un solo ojo color avellana -el otro ojo lo había perdido en su juventud durante una disputa; el rey de la selva se lo había arrancado de cuajo -de un certero zarpazo- mientras se disputaban un pequeño ñu que el Gran Jefe había derribado con su lanza; su cuerpo desnudo estaba constituido por una piel negra y reseca que remarcaba todos sus huesos. Nos indicó que nos sentáramos en el suelo de su humilde choza. Con gestos torpes y cansados, el esquelético líder se sentó cruzando las piernas y apoyando los talones sobre sus genitales.

Llegados a este punto, la intuición me empujó la cabeza hacia la cristalera. El Director del Periódico, mudo, doblado en su sillón, semiamodorrado, se hundía los dedos en el pelo: su personal agonía se le encaramaba en los ojos vidriosos.
-¿Quieres continuar?... -me increpó Elisabeth.
Así lo hice:
-¿Qué queréis de mí?, extranjeros - el hilillo de voz (como el último chorrito de agua de una fuente) del Gran Jefe Menshu salió débil, agotado.
-Dile que sólo queremos conocerle y que nos hable de su tribu -me acerqué a Amed para que tradujera.
El Gran Jefe Menshu nos habló con palabras mojadas de desesperación. Una desesperación tan alta como él. Nos dijo que su tribu, como tantas otras, pasaba hambre por culpa de los rivales señores de la guerra: Mohamed Farah Aidid y Ali Mahdi Mohamed. Ellos sólo buscan poder en medio de la miseria... -empezó a decir con voz trémula-, y a pesar del acuerdo de paz firmado por ellos el 24 de Marzo en Nairobi (nunca lo pusieron en práctica), el hambre y la podredumbre seguirá en nuestras paupérrimas tierras. Soldados extranjeros han venido con la coartada... y permiten que la tierra se beba nuestra propia sangre... Nuestra pacífica tribu ha sido reducida a la mitad en muy poco tiempo por incursiones de unos y de otros con sus "tubos de fuego"... -su voz se fue apagando hasta caer desmayada en un pozo de silencio perpetuo>>.
El viejo mago Akhar nos invitó a salir. Ya junto al jeep nos dijo que el Gran Jefe Manshu llevaba dos meses sin alimento. Pronto sería sustituido por su hijo Alikhun para preservar lo que quedaba de la tribu de los Guardafuí...

En el aeropuerto de Mogadisco, Amed, me besó ardientemente en los labios. Sus ojitos negros estaban anegados por las lágrimas. Quince días después de mi regreso recibí una misiva de Amed comunicándome que el Gran Jefe Menshu había muerto de inanición...
Elisabeth no podía contener las perlas azules que caían de sus ojos de mar. Juanma y Arturo estaban también conmovidos. Empezaba a amanecer y a lo lejos se oían los motores de las últimas furgonetas que trasladaban los últimos diarios antes de cerrar definitivamente. Nuestra tragedia no era nada comparada con la tragedia de aquellas tribus. Nos despedimos estrechándonos la mano. La brisa del amanecer era fría como una cuchilla de hielo. Escuché como se cerraba la puerta metálica del almacén. El Periódico moría para siempre con aquel ruido cimbreante. De pronto, a mi espalda, oí una estremecedora detonación...
Quizá..., si hubiera conocido al Gran Jefe Menshu..., tal vez, y digo sólo tal vez, nuestro hombre de los dedos hundidos en el pelo, hubiera sabido graduar, mesurar, administrar... el tamaño de la desesperación.
(Mención Categoría Relatos de Viaje)Eran las dos de la madrugada. En el desordenado despacho estaban Juanma, el Jefe de Redacción, Arturo, el Director del Dominical, y Elisabeth, una periodista joven e inexperta. La edición que saldría por la mañana tenía garantizado el amorfismo por la falta de noticias de interés. Al entrar en la sala Juanma me invitó a un café negro como la noche más auténtica...
-Siéntate Ariadna y tómate un descanso -dijo mirando la humeante taza.
Dejé la cámara fotográfica sobre un montón de legajos y advertí que estaban sumidos en el más completo ostracismo. Nuestro nivel de ventas había descendido en los últimos meses por una campaña orquestada quizá por poderes fácticos; ¡bah!, la verdad... no sé. Bueno..., sé que los hilos invisibles se habían movido (con la misma sutileza que el viento empuja las nubes), abriendo una fisura tras otra en nuestro pétreo código deontológico. Nuestros mejores periodistas, los de más entidad, se marcharon a otros medios de comunicación más rentables, con mayor proyección. Por ende, la última edición del periódico, antes de cerrar definitivamente, no pasaría a los anales de la Historia. Los ojos de los allí presentes estaban mojados de tristeza y por qué no decirlo... a caballo entre la desidia y la desesperación.
-Háblanos de Mogadisco -inquirió Arturo-.El reportaje fotográfico que sale mañana en el Dominical es lo único a destacar entre un sinfín de jaculatorias sin el menor valor, incluso el editorial de la östpolitik -miró con un recelo injustificado a través de la gran cristalera al Director General del Periódico que estaba en el despacho contiguo inmerso, aparentemente, en la lectura de las noticias deportivas...- quedaba obsoleto.
Me senté en una silla plegable de madera y comencé a relatarles mi travesía por aquellas tierras áridas y a veces inhóspitas...
Comencé diciéndoles que aterricé en el aeropuerto de Mogadisco y al llegar a la ciudad me pareció que estaba en una capital occidental.
-Os confieso que el reportaje fotográfico lo hice en tres días en el mismo corazón de Mogadishu. Mis otros diez días los pasé en una tribu muy cerca de la población de Bardera, junto al río Juba. En esa tribu, los nativos iban como Dios los trajo al mundo, pero a esa parte ya llegaremos...

Observé como el interés de Elisabeth por el relato crecía como una llama en la noche. Sus ojos azules como un mar brillante titilaron vivarachos. Ella, espolvoreó su media melena rubia, se quitó sus gafas doradas y se incorporó de su asiento de cuero negro arreglándose su falda plisada. Arturo y Juanma sonrieron cómplices por el interés que Ariadna había despertado en la periodista principiante.
Les expliqué que una vez en la capital, me acerqué a la Embajada Española y allí me proporcionaron un guía traductor y conductor de un jeep tan viejo como la República del Cuerno de Rinoceronte (Somalia). Los tres primeros días me instalé en la habitación de un hotel que, aunque de cuatro estrellas, tenía visitantes de ocho patas. Las vistas al Océano Índico, sin embargo, eran tan hermosas y doradas que a su lado el oro quedaba pálido...
Amed, el guía de color, era un hombre ducho en la historia de su país, pero contaba las cosas como si tuviera en la cabeza una cinta magnética que reprodujera durante horas lo que había estudiado de memoria durante años. Cuando le preguntaba el <<¿por qué?>> de algo, se encogía de hombros hasta engullir el cuello.
-Yo sólo conozco los hechos -me decía-. Para el análisis ya están los estadistas políticos y ustedes -advertí cierto desprecio aunado en su tono de voz y en su mirada recelosa>>.
Todas las mañanas, cuando el alba despuntaba, me levantaba y me duchaba con agua tibia del color de la manzanilla. Me vestía con ropas vaporosas y llamaba a Amed. Recorríamos Mogadisco de punta a punta. Mi cámara se disparaba a ráfagas y todo lo que veía me parecía esencial para el reportaje de tipo social y político que tenía que desarrollar. Fotografiaba las pequeñas industrias textiles, las pequeñas industrias de caña de azúcar, las pequeñas industrias de curtido de pieles, todas familiares. A pesar de la designación de zona paupérrima, y a pesar del hervidero de gentes famélicas, la ebullición que burbujeaba en el fragor de Mogadisco capital daba la impresión superficial de que aquellas personas sobrevivirían a su destino. Luego, cuando me adentré en el interior supe que no era así.
Tras la agotadora jornada, Amed y yo comíamos en el buffet libre del hotel. Amed, devoraba como si fuera la última vez que fuera a ver tanta abundancia. Después de comer me echaba una siesta soporífera. El calor abrasante de estar tan cerca del ecuador se dejaba sentir en mi piel. Luego venía Amed y nos sentábamos junto a la mesa camilla, mirando los maravillosos atardeceres fucsia del Índico. Amed me contaba la historia de su país con desgana y yo apuntaba en un bloc de notas con tedio. Primero me habló de sus productos principales: el sorgo, la mandioca, los aráquidos, el sésamo, incienso, mirra, y la goma arábiga. Posteriormente me habló sin orden de los antiguos tratados comerciales con los ingleses quedando reductos todavía en el establishment...
Me explicó que habían sido colonia italiana hacia el 1908 y que cuando terminó la II Guerra Mundial perdieron sus derechos. Me dijo que el 1 de julio de 1960 se constituyó la República, que en 1969 al Presidente Abdi Rashid Ali Shermarke lo asesinaron...
-Amed -le corté-, quisiera conocer las entrañas de este gran pueblo>>.

Juanma, el Jefe de Redacción se levantó de un salto. La Agencia Efe mandaba por fax alguna noticia de última hora.
-Ahora que se pone interesante... No continúes la historia hasta que vuelva -amenazó con una sonrisa amable.
Arturo, el Director del Dominical se levantó a servir más café de un termo. Elisabeth se acercó hasta donde yo estaba y con cierto morbo me susurró al oído:
-No pasaste miedo entre tantos hombres de color...
Juanma entró de nuevo en la sala. Nos explicó que en Johannesburg habían muerto más de 30 personas en una manifestación, la mayoría zulús.
-Las imágenes que mañana saldrán por televisión son escalofriantes. Un joven negro es apedreado hasta morir... Ya he encargado que Lauren, el especialista en asuntos surafricanos escriba el artículo.
-Quieres continuar... -azuzó Elisabeth.
El Director General, al otro lado de la cristalera, sudaba copiosamente...
Amed se tomó mis palabras como un reto de espadas en alto. Yo, Ariadna, sabía que no caía bien al guía/traductor. Nos sostuvimos la mirada durante un buen rato, sin decirnos nada. Amed debería pensar que yo era una mojigata asustadiza como la inmensa mayoría de europeas que él había conocido. Amed se autocompadecía de sí mismo. Debía pensar que si hubiera nacido en cualquier otro lugar, ahora sería un profesor universitario. A mí, a veces me parecía inteligente, otras veces me parecía un estafermo, un badulaque ridículo y presuntuoso.
-Si de verdad quieres conocer nuestro pueblo, iremos a Bardera bordeando el río Juba -me miró con auténtica provocación.
Acepté. No pude pegar ojo durante toda la noche. La temperatura en el interior de la habitación alcanzaba los 35 grados, el aire acondicionado no funcionaba, la ducha se había estropeado y yo era un manojo de nervios.
Intenté serenarme. La luz crepuscular era diáfana y permitía ver las aguas mansas del océano. Mi corazón todavía latía con fuerza inusitada. Pensar en las tribus indígenas -he de reconocerlo- me excitaba y soliviantaba a la vez.
Llené mi zurrón de alimentos en conserva. Tenía la garganta seca como si tuviera las arenas del desierto de Ogaden dentro de mí. Agoté la botella de agua mineral pensando que no sabía cuando volvería a beber agua. Saqué fuerzas de flaqueza y me dije que pasara lo que pasara, nunca me volvería atrás...
-He de deciros que yo ya intuía que el Periódico iba a cerrar irremisiblemente -hice un inciso; fijé la vista en el cabizbajo y cariacontecido Director General; luego miré a Elisabeth, hermosa y sin futuro...
Continué. Al asomarme por la ventana observé junto al puerto a soldados americanos registrando con violencia a unos niños negritos. Busqué mi cámara y cuando iba a disparar, los soldados ya no estaban... La luna y mis pupilas serían los únicos testigos. El espectacular despliegue estadounidense era solamente una vitrina de colores de cara a la galería internacional. Lo vi tan claro como el agua...
Amed y yo partimos al alba. Nos subimos al jeep y éste tosió dos veces antes de arrancar. En las afueras de Mogadisco había chabolas dispersas con andrajos tendidos. Hombres y mujeres de edad indefinida se acercaban a nuestro paso pidiendo algo que echarse a la boca. Amed aceleraba dándoles un pestilente chorro de humo...
Un sol rojo se vislumbraba difuminado en el horizonte. Rodamos por una carretera empedregada bordeando una montaña con endémica vegetación. El sol apareció de nuevo colgando del cielo, como un limón encendido, plomizo, abrasador. Frente a nosotros, una inmensa llanura, seca, sin matorrales, sin senderos; parecía infinita. Perlas de sudor caían por mi espalda, mientras, Amed, conducía sin decir palabra. En la lejanía, un pastor llevaba un rebaño de cabras esqueléticas...
-Se dirige al río... -comentó Amed, hablando por primera vez en lo que llevábamos de travesía-. El agua es un bien escaso.
Durante el camino encontramos cebras muertas picoteadas por los carroñeros; encontramos ovejas disecadas; y hasta el esqueleto de un hombre aferrado a un bastón largo de desaliento. Amed paró el vehículo y sin bajarse dijo:
-Ha muerto de sed -en sus ojos amaneció una lágrima, le tembló y se la tragó-. El río está tan sólo a unos tres quilómetros y no logró alcanzarlo.

Saqué del bolso la inédita fotografía y se la mostré a Elisabeth. La rubia, puso cara de repugnancia y se la pasó con avidez a Juanma. El Director General, con los ojos rojos de dolor, nos lanzó una esquiva mirada...
Cuando llegamos al río Juba, Amed y yo nos bañamos con las ropas puestas. Amed salió y se secó al sol como si fuese una hoja de tabaco. Hizo una genuflexión y apoyó su espalda en un árbol grueso y renegrido de ramas retorcidas. Parecía que rezaba. De sus labios salían oraciones casi mudas que flotaban en el fragor del ambiente. Yo, me estiré a descansar al borde mismo del río. Corría una levísima brisa tan agradable, tan placentera que había que aprovecharla... Apenas faltaban unas decenas de quilómetros para llegar a la población de Bardera, pero necesitábamos descansar un momento. Mis ropas mojadas se habían pegado a mi cuerpo. Amed me miró... Me adormilé.
Me despertó el rumor del río y los destellos irisados que provenían del sol aplastante reflejado en las aguas. A unos ochocientos metros hacia el interior oí cánticos tribales. Me asomé por encima de una colina... Después supe que era un grupo étnico llamado Guardafuí...
Amed se apostó en la colina junto a mí. Me instigó a que volviéramos al jeep. <> El guía/traductor se amagó y me tiró de las mangas de la camisa para que le siguiera. El jeep tosió dos veces, pero esta vez no arrancó. Yo, ni corta ni perezosa, me lancé colina abajo, con mi sombrerito de paja en una mano y con el pañuelo de cuello en la otra; me lancé hacia la tribu. Escuché a mis espaldas que Amed me llamaba:
-¡Ariadna, Ariadna!... ¿Estás bien de la cabeza?

Yo hice oídos sordos y seguí descendiendo hasta el valle, con el corazón en un puño, tal vez con imprudencia, pero con una firme decisión. Unos cuantos niños negros, desnudos, me recibieron cordialmente. El más pequeño me dio la mano y me acercó al poblado de no más de doce chozas. Los nativos pararon su cántico y me observaban con curiosidad. Los suspensorios apenas cubrían las partes pudendas -miré fijamente a Elisabeth y se avergonzó, pero no quedó decepcionada cuando le enseñé unas fotografías censuradas por el Director del Periódico-; las mujeres llevaban al descubierto sus pechos tostados y puntiagudos. Los demás niños saltaban alborotados a mi alrededor como si fueran abejas junto al panal. El negrito que me llevaba de la mano me acercó hasta un anciano, seco como la mojama. De pronto se formó un alboroto. Algunos nativos cogieron sus afiladas lanzas. Parecían auténticos guerreros en pie de guerra. Yo no entendía y la confusión se apoderó de mí. Sentí un pánico extremo. Tal vez hubiera debido hacer caso a las precauciones de Amed. Los nativos guerreros rodeaban al guía/traductor, blandiendo sus lanzas. Amed explicó en jerga de los Guardafuí que era el guía de Ariadna. El anciano levantó la mano y su palma apareció como una bandera blanca. Las lanzas se hundieron en la tierra seca formando un círculo. Amed habló con el anciano y le preguntó si podíamos quedarnos unos días con ellos. Sólo haríamos fotos si él lo permitía. El anciano accedió. Amed me dijo después que el anciano no era el jefe del poblado. Era el mago. Había accedido a que nos quedáramos con la única condición de que no visitáramos la última choza. Allí habitaba el jefe de la tribu. Reconozco que aquella prohibición me intrigó. Los niños nos ayudaron a montar la canadiense al principio del poblado. Un niño negro, delgado como el hilo de pescar y alto como un árbol me miraba receloso. - Es Alikhun, el hijo del jefe -Amed me tradujo las palabras del mago.- No debes molestarlo con preguntas-. Iba sin taparrabos y andaba renqueante. Amed me explicó mientras cubría con una lona el suelo de tierra de la tienda que Alikhun había sido víctima de los rituales de la circuncisión para pasar de la adolescencia a la madurez. Me acerqué al jeep y cogí el botiquín de emergencia. Al ofrecerle unas gasas a Alikhun para que dejara de sangrar, su mirada hacia mí cambió como de la noche al día. En sus pupilas negras como el azabache había agradecimiento...
Tan cerca del ecuador, el sol del mediodía brillaba en bronce. Las chozas estaban distribuidas en dos hileras paralelas que convergían al final en una gran choza, la prohibida. El viejo mago, llamado Akhar, nos enseñó el poblado, la zona de pesca, las tierras de cultivo de sorgo y de mandioca. Íbamos acompañados de una nube de niños negros que saltaban alborotados a nuestro alrededor y que el viejo Akhar, con sus aspavientos, no conseguía disipar. Junto a nosotros pasó una jovencita embarazada. Sus pechitos desafiaban al sol y se quejaba dolorosamente colocando sus manos en el bajo vientre. Cuando quise acercarme para ayudarla, Amed me cogió del brazo. - La tradición Guardafuí dice que han de parir solas, sin ayuda de nadie -Amed traducía las palabras del mago-. Si no ocurre así, su honor será mancillado para siempre, y si nace vivo, su hijo será despreciado por los demás nativos-. - Duras palabras... -le dije directamente al mago.
-Las palabras no son duras ni blandas -me contestó Akhar en su jerga-, es la vida la que es así.
Alikhun pasó frente a mí a toda prisa. Me lanzó una sonrisa de dientes blancos que me emocionó, que me cautivó, que me embelesó; su cruel dolor debía haberse apaciguado...: su agradecimiento infinito lo pintaba en sus brillantes pupilas, lo irradiaba.
La noche llegó de pronto con un chispazo en el cielo que lo abrió en dos partes. Comenzó a llover con goterones gruesos como granos de maíz. Durante diez minutos fue el diluvio universal. El cielo implacable se desahogaba. Amed y yo nos metimos en la canadiense. La verdad, temía más a Amed que a aquella tribu de nativos que luchaban por sobrevivir con uñas y dientes, con dientes y uñas.

El Director del Periódico que estaba en el despacho contiguo al nuestro se mesó los cabellos blancos. Mi mirada se fue directamente a sus enrojecidos ojos. Los tenía encharcados. No podía soportar que después de estar diez años levantando el diario, por culpa de una mano negra desapareciera de un plumazo y lo sumiera en la ruina, en el más completo de los ostracismos. Abatido, hundió sus lágrimas en las palmas de la mano. Juanma abrió la boca para decir que era un nostálgico; no lo decía para molestarlo, sólo quería solidarizarse con su tragedia que era la de todos. Por la cabeza del Director del Periódico reptaba la mordedura de la desesperación, pero aquello no era nada comparado con el sufrimiento de aquella tribu. Juanma hizo un gesto de invitación, pero él soslayó el ofrecimiento. Prefirió la Soledad...
Arturo conminó a Juanma a que sirviera más café. Como nadie aceptó, le llevó una taza temblorosa sobre el platillo de porcelana al Director. Tal vez podría aliviar su desconsuelo... Juanma le puso una mano en el hombro, pero el pobre hombre, abatido, no reaccionó. La vida ya no tenía motivación para él. El café se enfrió, solidificándose en su mirada de hielo. Tampoco se sabía el destino final del edificio, pero el Director General intuía que una Inmobiliaria lo convertiría en un bingo o en un Hipermercado o en un bloque de apartamentos de élite...
Elisabeth y Arturo me pidieron que continuara...

Durante seis días y seis noches Amed y yo estuvimos conviviendo con aquellas gentes tan sencillas y llenas de bondad como famélicas. Había días que no tenían nada para echarse a la boca y fue así como por primera vez conocí lo que es pasar hambre. Los nativos no son nada egoístas y cuando la cosecha de maíz o de mandioca da su fruto, lo comparten estableciendo el siguiente orden: primero, los niños y ancianos, segundo, los pescadores y agricultores, tercero, las mujeres, y al final, el Gran Jefe Menshu.
El último día que estuve en la tribu de los Guardafuí fue patético. Al alba, me despertaron los horrendos gritos de la nativa embarazada. Salí de la canadiense y me moví en dirección al río Juba, lugar de procedencia de los gritos. Amed me seguía, cauteloso como un gato montés, astuto como una pantera. La nativa embarazada estaba acuclillada junto a un árbol frondoso...
El río Juba era un espectador privilegiado de la ancestral y dolorosa tradición. Quise ayudarla a parir pero el omnipresente Amed me lo impidió sujetándome de los codos. - Si quieres que la desgracia circunde su vida para siempre... ¡ayúdela! -me increpó soltándome. Sólo pude llorar como una Magdalena ante la indefensión de aquella hermosa y adolescente nativa. Su rostro estaba cuarteado por el dolor, sus mandíbulas apretadas apuntaban todavía a la luna, el sudor en sus pechos brillaba como mercurio.
Observé con ternura como nacía un hermoso varón. Observé como cortaba el cordón umbilical con los dientes. Vi como lanzaba la placenta al río. Tanta naturalidad me superaba. Sentí que me desgajaba... No oía llorar al recién nacido y ahogué un grito en la base del estómago. La pena me pintó un velo en los ojos... De pronto escuché el llanto del bebé. Sentí alegre el corazón. Quise correr y abrazarla con mi calor, pero no debía hacerlo. Nació en mí una felicidad tan grande como nunca había existido...
-De cada diez niños que nacen en la tribu mueren seis -me explicaba el pertinaz Amed-. Éste ha tenido suerte, o tal vez no...
Al volver al poblado hablé con el viejo mago Akhar. Le rogué que me dejara hablar con el Gran Jefe Menshu. El viejo mago negó con la cabeza, pero el hijo del Gran Jefe, Alikhun, cogiendo a Akhar por la mismísima tibia, intercedió por mí.

Habíamos desmontado ya la canadiense...
Nos acercamos a la choza principal y la sangre corría acelerada por mis venas, tenía el corazón revolucionado. Sería un colibrí frente a un águila imperial... Amed, mi sombra, también estaba inquieto. Por aquel pasillo de chozas, nos seguían todos los miembros de la tribu. El descomunal silencio abarcaba la bóveda del cielo...
El viejo Akhar, con el rostro pintado de sangre fresca de serpiente, nos acompañaba. Al llegar frente a la gran choza nos detuvimos. El viejo Akhar nos dio unas indicaciones: - No levantar la cabeza hasta que el Gran Jefe Menshu hable, no elevar el tono de la voz...
El corazón me iba a estallar de impaciencia...
El Gran Jefe Menshu era alto como una montaña. Debía medir cerca de los dos metros treinta centímetros. Justo el tamaño de la desesperación. Tenía el rostro cadavérico y camuflado por una espesa barba ceniza. Tenía un solo ojo color avellana -el otro ojo lo había perdido en su juventud durante una disputa; el rey de la selva se lo había arrancado de cuajo -de un certero zarpazo- mientras se disputaban un pequeño ñu que el Gran Jefe había derribado con su lanza; su cuerpo desnudo estaba constituido por una piel negra y reseca que remarcaba todos sus huesos. Nos indicó que nos sentáramos en el suelo de su humilde choza. Con gestos torpes y cansados, el esquelético líder se sentó cruzando las piernas y apoyando los talones sobre sus genitales.

Llegados a este punto, la intuición me empujó la cabeza hacia la cristalera. El Director del Periódico, mudo, doblado en su sillón, semiamodorrado, se hundía los dedos en el pelo: su personal agonía se le encaramaba en los ojos vidriosos.
-¿Quieres continuar?... -me increpó Elisabeth.
Así lo hice:
-¿Qué queréis de mí?, extranjeros - el hilillo de voz (como el último chorrito de agua de una fuente) del Gran Jefe Menshu salió débil, agotado.
-Dile que sólo queremos conocerle y que nos hable de su tribu -me acerqué a Amed para que tradujera.
El Gran Jefe Menshu nos habló con palabras mojadas de desesperación. Una desesperación tan alta como él. Nos dijo que su tribu, como tantas otras, pasaba hambre por culpa de los rivales señores de la guerra: Mohamed Farah Aidid y Ali Mahdi Mohamed. Ellos sólo buscan poder en medio de la miseria... -empezó a decir con voz trémula-, y a pesar del acuerdo de paz firmado por ellos el 24 de Marzo en Nairobi (nunca lo pusieron en práctica), el hambre y la podredumbre seguirá en nuestras paupérrimas tierras. Soldados extranjeros han venido con la coartada... y permiten que la tierra se beba nuestra propia sangre... Nuestra pacífica tribu ha sido reducida a la mitad en muy poco tiempo por incursiones de unos y de otros con sus "tubos de fuego"... -su voz se fue apagando hasta caer desmayada en un pozo de silencio perpetuo>>.
El viejo mago Akhar nos invitó a salir. Ya junto al jeep nos dijo que el Gran Jefe Manshu llevaba dos meses sin alimento. Pronto sería sustituido por su hijo Alikhun para preservar lo que quedaba de la tribu de los Guardafuí...

En el aeropuerto de Mogadisco, Amed, me besó ardientemente en los labios. Sus ojitos negros estaban anegados por las lágrimas. Quince días después de mi regreso recibí una misiva de Amed comunicándome que el Gran Jefe Menshu había muerto de inanición...
Elisabeth no podía contener las perlas azules que caían de sus ojos de mar. Juanma y Arturo estaban también conmovidos. Empezaba a amanecer y a lo lejos se oían los motores de las últimas furgonetas que trasladaban los últimos diarios antes de cerrar definitivamente. Nuestra tragedia no era nada comparada con la tragedia de aquellas tribus. Nos despedimos estrechándonos la mano. La brisa del amanecer era fría como una cuchilla de hielo. Escuché como se cerraba la puerta metálica del almacén. El Periódico moría para siempre con aquel ruido cimbreante. De pronto, a mi espalda, oí una estremecedora detonación...
Quizá..., si hubiera conocido al Gran Jefe Menshu..., tal vez, y digo sólo tal vez, nuestro hombre de los dedos hun EL TAMAÑO DE LA DESESPERACIÓN
Ginés Mulero Caparrós
(Desde Barcelona, España)

Eran las dos de la madrugada. En el desordenado despacho estaban Juanma, el Jefe de Redacción, Arturo, el Director del Dominical, y Elisabeth, una periodista joven e inexperta. La edición que saldría por la mañana tenía garantizado el amorfismo por la falta de noticias de interés. Al entrar en la sala Juanma me invitó a un café negro como la noche más auténtica...
-Siéntate Ariadna y tómate un descanso -dijo mirando la humeante taza.
Dejé la cámara fotográfica sobre un montón de legajos y advertí que estaban sumidos en el más completo ostracismo. Nuestro nivel de ventas había descendido en los últimos meses por una campaña orquestada quizá por poderes fácticos; ¡bah!, la verdad... no sé. Bueno..., sé que los hilos invisibles se habían movido (con la misma sutileza que el viento empuja las nubes), abriendo una fisura tras otra en nuestro pétreo código deontológico. Nuestros mejores periodistas, los de más entidad, se marcharon a otros medios de comunicación más rentables, con mayor proyección. Por ende, la última edición del periódico, antes de cerrar definitivamente, no pasaría a los anales de la Historia. Los ojos de los allí presentes estaban mojados de tristeza y por qué no decirlo... a caballo entre la desidia y la desesperación.
-Háblanos de Mogadisco -inquirió Arturo-.El reportaje fotográfico que sale mañana en el Dominical es lo único a destacar entre un sinfín de jaculatorias sin el menor valor, incluso el editorial de la östpolitik -miró con un recelo injustificado a través de la gran cristalera al Director General del Periódico que estaba en el despacho contiguo inmerso, aparentemente, en la lectura de las noticias deportivas...- quedaba obsoleto.
Me senté en una silla plegable de madera y comencé a relatarles mi travesía por aquellas tierras áridas y a veces inhóspitas...
Comencé diciéndoles que aterricé en el aeropuerto de Mogadisco y al llegar a la ciudad me pareció que estaba en una capital occidental.
-Os confieso que el reportaje fotográfico lo hice en tres días en el mismo corazón de Mogadishu. Mis otros diez días los pasé en una tribu muy cerca de la población de Bardera, junto al río Juba. En esa tribu, los nativos iban como Dios los trajo al mundo, pero a esa parte ya llegaremos...

Observé como el interés de Elisabeth por el relato crecía como una llama en la noche. Sus ojos azules como un mar brillante titilaron vivarachos. Ella, espolvoreó su media melena rubia, se quitó sus gafas doradas y se incorporó de su asiento de cuero negro arreglándose su falda plisada. Arturo y Juanma sonrieron cómplices por el interés que Ariadna había despertado en la periodista principiante.
Les expliqué que una vez en la capital, me acerqué a la Embajada Española y allí me proporcionaron un guía traductor y conductor de un jeep tan viejo como la República del Cuerno de Rinoceronte (Somalia). Los tres primeros días me instalé en la habitación de un hotel que, aunque de cuatro estrellas, tenía visitantes de ocho patas. Las vistas al Océano Índico, sin embargo, eran tan hermosas y doradas que a su lado el oro quedaba pálido...
Amed, el guía de color, era un hombre ducho en la historia de su país, pero contaba las cosas como si tuviera en la cabeza una cinta magnética que reprodujera durante horas lo que había estudiado de memoria durante años. Cuando le preguntaba el <<¿por qué?>> de algo, se encogía de hombros hasta engullir el cuello.
-Yo sólo conozco los hechos -me decía-. Para el análisis ya están los estadistas políticos y ustedes -advertí cierto desprecio aunado en su tono de voz y en su mirada recelosa>>.
Todas las mañanas, cuando el alba despuntaba, me levantaba y me duchaba con agua tibia del color de la manzanilla. Me vestía con ropas vaporosas y llamaba a Amed. Recorríamos Mogadisco de punta a punta. Mi cámara se disparaba a ráfagas y todo lo que veía me parecía esencial para el reportaje de tipo social y político que tenía que desarrollar. Fotografiaba las pequeñas industrias textiles, las pequeñas industrias de caña de azúcar, las pequeñas industrias de curtido de pieles, todas familiares. A pesar de la designación de zona paupérrima, y a pesar del hervidero de gentes famélicas, la ebullición que burbujeaba en el fragor de Mogadisco capital daba la impresión superficial de que aquellas personas sobrevivirían a su destino. Luego, cuando me adentré en el interior supe que no era así.
Tras la agotadora jornada, Amed y yo comíamos en el buffet libre del hotel. Amed, devoraba como si fuera la última vez que fuera a ver tanta abundancia. Después de comer me echaba una siesta soporífera. El calor abrasante de estar tan cerca del ecuador se dejaba sentir en mi piel. Luego venía Amed y nos sentábamos junto a la mesa camilla, mirando los maravillosos atardeceres fucsia del Índico. Amed me contaba la historia de su país con desgana y yo apuntaba en un bloc de notas con tedio. Primero me habló de sus productos principales: el sorgo, la mandioca, los aráquidos, el sésamo, incienso, mirra, y la goma arábiga. Posteriormente me habló sin orden de los antiguos tratados comerciales con los ingleses quedando reductos todavía en el establishment...
Me explicó que habían sido colonia italiana hacia el 1908 y que cuando terminó la II Guerra Mundial perdieron sus derechos. Me dijo que el 1 de julio de 1960 se constituyó la República, que en 1969 al Presidente Abdi Rashid Ali Shermarke lo asesinaron...
-Amed -le corté-, quisiera conocer las entrañas de este gran pueblo>>.

Juanma, el Jefe de Redacción se levantó de un salto. La Agencia Efe mandaba por fax alguna noticia de última hora.
-Ahora que se pone interesante... No continúes la historia hasta que vuelva -amenazó con una sonrisa amable.
Arturo, el Director del Dominical se levantó a servir más café de un termo. Elisabeth se acercó hasta donde yo estaba y con cierto morbo me susurró al oído:
-No pasaste miedo entre tantos hombres de color...
Juanma entró de nuevo en la sala. Nos explicó que en Johannesburg habían muerto más de 30 personas en una manifestación, la mayoría zulús.
-Las imágenes que mañana saldrán por televisión son escalofriantes. Un joven negro es apedreado hasta morir... Ya he encargado que Lauren, el especialista en asuntos surafricanos escriba el artículo.
-Quieres continuar... -azuzó Elisabeth.
El Director General, al otro lado de la cristalera, sudaba copiosamente...
Amed se tomó mis palabras como un reto de espadas en alto. Yo, Ariadna, sabía que no caía bien al guía/traductor. Nos sostuvimos la mirada durante un buen rato, sin decirnos nada. Amed debería pensar que yo era una mojigata asustadiza como la inmensa mayoría de europeas que él había conocido. Amed se autocompadecía de sí mismo. Debía pensar que si hubiera nacido en cualquier otro lugar, ahora sería un profesor universitario. A mí, a veces me parecía inteligente, otras veces me parecía un estafermo, un badulaque ridículo y presuntuoso.
-Si de verdad quieres conocer nuestro pueblo, iremos a Bardera bordeando el río Juba -me miró con auténtica provocación.
Acepté. No pude pegar ojo durante toda la noche. La temperatura en el interior de la habitación alcanzaba los 35 grados, el aire acondicionado no funcionaba, la ducha se había estropeado y yo era un manojo de nervios.
Intenté serenarme. La luz crepuscular era diáfana y permitía ver las aguas mansas del océano. Mi corazón todavía latía con fuerza inusitada. Pensar en las tribus indígenas -he de reconocerlo- me excitaba y soliviantaba a la vez.
Llené mi zurrón de alimentos en conserva. Tenía la garganta seca como si tuviera las arenas del desierto de Ogaden dentro de mí. Agoté la botella de agua mineral pensando que no sabía cuando volvería a beber agua. Saqué fuerzas de flaqueza y me dije que pasara lo que pasara, nunca me volvería atrás...
-He de deciros que yo ya intuía que el Periódico iba a cerrar irremisiblemente -hice un inciso; fijé la vista en el cabizbajo y cariacontecido Director General; luego miré a Elisabeth, hermosa y sin futuro...
Continué. Al asomarme por la ventana observé junto al puerto a soldados americanos registrando con violencia a unos niños negritos. Busqué mi cámara y cuando iba a disparar, los soldados ya no estaban... La luna y mis pupilas serían los únicos testigos. El espectacular despliegue estadounidense era solamente una vitrina de colores de cara a la galería internacional. Lo vi tan claro como el agua...
Amed y yo partimos al alba. Nos subimos al jeep y éste tosió dos veces antes de arrancar. En las afueras de Mogadisco había chabolas dispersas con andrajos tendidos. Hombres y mujeres de edad indefinida se acercaban a nuestro paso pidiendo algo que echarse a la boca. Amed aceleraba dándoles un pestilente chorro de humo...
Un sol rojo se vislumbraba difuminado en el horizonte. Rodamos por una carretera empedregada bordeando una montaña con endémica vegetación. El sol apareció de nuevo colgando del cielo, como un limón encendido, plomizo, abrasador. Frente a nosotros, una inmensa llanura, seca, sin matorrales, sin senderos; parecía infinita. Perlas de sudor caían por mi espalda, mientras, Amed, conducía sin decir palabra. En la lejanía, un pastor llevaba un rebaño de cabras esqueléticas...
-Se dirige al río... -comentó Amed, hablando por primera vez en lo que llevábamos de travesía-. El agua es un bien escaso.
Durante el camino encontramos cebras muertas picoteadas por los carroñeros; encontramos ovejas disecadas; y hasta el esqueleto de un hombre aferrado a un bastón largo de desaliento. Amed paró el vehículo y sin bajarse dijo:
-Ha muerto de sed -en sus ojos amaneció una lágrima, le tembló y se la tragó-. El río está tan sólo a unos tres quilómetros y no logró alcanzarlo.

Saqué del bolso la inédita fotografía y se la mostré a Elisabeth. La rubia, puso cara de repugnancia y se la pasó con avidez a Juanma. El Director General, con los ojos rojos de dolor, nos lanzó una esquiva mirada...
Cuando llegamos al río Juba, Amed y yo nos bañamos con las ropas puestas. Amed salió y se secó al sol como si fuese una hoja de tabaco. Hizo una genuflexión y apoyó su espalda en un árbol grueso y renegrido de ramas retorcidas. Parecía que rezaba. De sus labios salían oraciones casi mudas que flotaban en el fragor del ambiente. Yo, me estiré a descansar al borde mismo del río. Corría una levísima brisa tan agradable, tan placentera que había que aprovecharla... Apenas faltaban unas decenas de quilómetros para llegar a la población de Bardera, pero necesitábamos descansar un momento. Mis ropas mojadas se habían pegado a mi cuerpo. Amed me miró... Me adormilé.
Me despertó el rumor del río y los destellos irisados que provenían del sol aplastante reflejado en las aguas. A unos ochocientos metros hacia el interior oí cánticos tribales. Me asomé por encima de una colina... Después supe que era un grupo étnico llamado Guardafuí...
Amed se apostó en la colina junto a mí. Me instigó a que volviéramos al jeep. <> El guía/traductor se amagó y me tiró de las mangas de la camisa para que le siguiera. El jeep tosió dos veces, pero esta vez no arrancó. Yo, ni corta ni perezosa, me lancé colina abajo, con mi sombrerito de paja en una mano y con el pañuelo de cuello en la otra; me lancé hacia la tribu. Escuché a mis espaldas que Amed me llamaba:
-¡Ariadna, Ariadna!... ¿Estás bien de la cabeza?

Yo hice oídos sordos y seguí descendiendo hasta el valle, con el corazón en un puño, tal vez con imprudencia, pero con una firme decisión. Unos cuantos niños negros, desnudos, me recibieron cordialmente. El más pequeño me dio la mano y me acercó al poblado de no más de doce chozas. Los nativos pararon su cántico y me observaban con curiosidad. Los suspensorios apenas cubrían las partes pudendas -miré fijamente a Elisabeth y se avergonzó, pero no quedó decepcionada cuando le enseñé unas fotografías censuradas por el Director del Periódico-; las mujeres llevaban al descubierto sus pechos tostados y puntiagudos. Los demás niños saltaban alborotados a mi alrededor como si fueran abejas junto al panal. El negrito que me llevaba de la mano me acercó hasta un anciano, seco como la mojama. De pronto se formó un alboroto. Algunos nativos cogieron sus afiladas lanzas. Parecían auténticos guerreros en pie de guerra. Yo no entendía y la confusión se apoderó de mí. Sentí un pánico extremo. Tal vez hubiera debido hacer caso a las precauciones de Amed. Los nativos guerreros rodeaban al guía/traductor, blandiendo sus lanzas. Amed explicó en jerga de los Guardafuí que era el guía de Ariadna. El anciano levantó la mano y su palma apareció como una bandera blanca. Las lanzas se hundieron en la tierra seca formando un círculo. Amed habló con el anciano y le preguntó si podíamos quedarnos unos días con ellos. Sólo haríamos fotos si él lo permitía. El anciano accedió. Amed me dijo después que el anciano no era el jefe del poblado. Era el mago. Había accedido a que nos quedáramos con la única condición de que no visitáramos la última choza. Allí habitaba el jefe de la tribu. Reconozco que aquella prohibición me intrigó. Los niños nos ayudaron a montar la canadiense al principio del poblado. Un niño negro, delgado como el hilo de pescar y alto como un árbol me miraba receloso. - Es Alikhun, el hijo del jefe -Amed me tradujo las palabras del mago.- No debes molestarlo con preguntas-. Iba sin taparrabos y andaba renqueante. Amed me explicó mientras cubría con una lona el suelo de tierra de la tienda que Alikhun había sido víctima de los rituales de la circuncisión para pasar de la adolescencia a la madurez. Me acerqué al jeep y cogí el botiquín de emergencia. Al ofrecerle unas gasas a Alikhun para que dejara de sangrar, su mirada hacia mí cambió como de la noche al día. En sus pupilas negras como el azabache había agradecimiento...
Tan cerca del ecuador, el sol del mediodía brillaba en bronce. Las chozas estaban distribuidas en dos hileras paralelas que convergían al final en una gran choza, la prohibida. El viejo mago, llamado Akhar, nos enseñó el poblado, la zona de pesca, las tierras de cultivo de sorgo y de mandioca. Íbamos acompañados de una nube de niños negros que saltaban alborotados a nuestro alrededor y que el viejo Akhar, con sus aspavientos, no conseguía disipar. Junto a nosotros pasó una jovencita embarazada. Sus pechitos desafiaban al sol y se quejaba dolorosamente colocando sus manos en el bajo vientre. Cuando quise acercarme para ayudarla, Amed me cogió del brazo. - La tradición Guardafuí dice que han de parir solas, sin ayuda de nadie -Amed traducía las palabras del mago-. Si no ocurre así, su honor será mancillado para siempre, y si nace vivo, su hijo será despreciado por los demás nativos-. - Duras palabras... -le dije directamente al mago.
-Las palabras no son duras ni blandas -me contestó Akhar en su jerga-, es la vida la que es así.
Alikhun pasó frente a mí a toda prisa. Me lanzó una sonrisa de dientes blancos que me emocionó, que me cautivó, que me embelesó; su cruel dolor debía haberse apaciguado...: su agradecimiento infinito lo pintaba en sus brillantes pupilas, lo irradiaba.
La noche llegó de pronto con un chispazo en el cielo que lo abrió en dos partes. Comenzó a llover con goterones gruesos como granos de maíz. Durante diez minutos fue el diluvio universal. El cielo implacable se desahogaba. Amed y yo nos metimos en la canadiense. La verdad, temía más a Amed que a aquella tribu de nativos que luchaban por sobrevivir con uñas y dientes, con dientes y uñas.

El Director del Periódico que estaba en el despacho contiguo al nuestro se mesó los cabellos blancos. Mi mirada se fue directamente a sus enrojecidos ojos. Los tenía encharcados. No podía soportar que después de estar diez años levantando el diario, por culpa de una mano negra desapareciera de un plumazo y lo sumiera en la ruina, en el más completo de los ostracismos. Abatido, hundió sus lágrimas en las palmas de la mano. Juanma abrió la boca para decir que era un nostálgico; no lo decía para molestarlo, sólo quería solidarizarse con su tragedia que era la de todos. Por la cabeza del Director del Periódico reptaba la mordedura de la desesperación, pero aquello no era nada comparado con el sufrimiento de aquella tribu. Juanma hizo un gesto de invitación, pero él soslayó el ofrecimiento. Prefirió la Soledad...
Arturo conminó a Juanma a que sirviera más café. Como nadie aceptó, le llevó una taza temblorosa sobre el platillo de porcelana al Director. Tal vez podría aliviar su desconsuelo... Juanma le puso una mano en el hombro, pero el pobre hombre, abatido, no reaccionó. La vida ya no tenía motivación para él. El café se enfrió, solidificándose en su mirada de hielo. Tampoco se sabía el destino final del edificio, pero el Director General intuía que una Inmobiliaria lo convertiría en un bingo o en un Hipermercado o en un bloque de apartamentos de élite...
Elisabeth y Arturo me pidieron que continuara...

Durante seis días y seis noches Amed y yo estuvimos conviviendo con aquellas gentes tan sencillas y llenas de bondad como famélicas. Había días que no tenían nada para echarse a la boca y fue así como por primera vez conocí lo que es pasar hambre. Los nativos no son nada egoístas y cuando la cosecha de maíz o de mandioca da su fruto, lo comparten estableciendo el siguiente orden: primero, los niños y ancianos, segundo, los pescadores y agricultores, tercero, las mujeres, y al final, el Gran Jefe Menshu.
El último día que estuve en la tribu de los Guardafuí fue patético. Al alba, me despertaron los horrendos gritos de la nativa embarazada. Salí de la canadiense y me moví en dirección al río Juba, lugar de procedencia de los gritos. Amed me seguía, cauteloso como un gato montés, astuto como una pantera. La nativa embarazada estaba acuclillada junto a un árbol frondoso...
El río Juba era un espectador privilegiado de la ancestral y dolorosa tradición. Quise ayudarla a parir pero el omnipresente Amed me lo impidió sujetándome de los codos. - Si quieres que la desgracia circunde su vida para siempre... ¡ayúdela! -me increpó soltándome. Sólo pude llorar como una Magdalena ante la indefensión de aquella hermosa y adolescente nativa. Su rostro estaba cuarteado por el dolor, sus mandíbulas apretadas apuntaban todavía a la luna, el sudor en sus pechos brillaba como mercurio.
Observé con ternura como nacía un hermoso varón. Observé como cortaba el cordón umbilical con los dientes. Vi como lanzaba la placenta al río. Tanta naturalidad me superaba. Sentí que me desgajaba... No oía llorar al recién nacido y ahogué un grito en la base del estómago. La pena me pintó un velo en los ojos... De pronto escuché el llanto del bebé. Sentí alegre el corazón. Quise correr y abrazarla con mi calor, pero no debía hacerlo. Nació en mí una felicidad tan grande como nunca había existido...
-De cada diez niños que nacen en la tribu mueren seis -me explicaba el pertinaz Amed-. Éste ha tenido suerte, o tal vez no...
Al volver al poblado hablé con el viejo mago Akhar. Le rogué que me dejara hablar con el Gran Jefe Menshu. El viejo mago negó con la cabeza, pero el hijo del Gran Jefe, Alikhun, cogiendo a Akhar por la mismísima tibia, intercedió por mí.

Habíamos desmontado ya la canadiense...
Nos acercamos a la choza principal y la sangre corría acelerada por mis venas, tenía el corazón revolucionado. Sería un colibrí frente a un águila imperial... Amed, mi sombra, también estaba inquieto. Por aquel pasillo de chozas, nos seguían todos los miembros de la tribu. El descomunal silencio abarcaba la bóveda del cielo...
El viejo Akhar, con el rostro pintado de sangre fresca de serpiente, nos acompañaba. Al llegar frente a la gran choza nos detuvimos. El viejo Akhar nos dio unas indicaciones: - No levantar la cabeza hasta que el Gran Jefe Menshu hable, no elevar el tono de la voz...
El corazón me iba a estallar de impaciencia...
El Gran Jefe Menshu era alto como una montaña. Debía medir cerca de los dos metros treinta centímetros. Justo el tamaño de la desesperación. Tenía el rostro cadavérico y camuflado por una espesa barba ceniza. Tenía un solo ojo color avellana -el otro ojo lo había perdido en su juventud durante una disputa; el rey de la selva se lo había arrancado de cuajo -de un certero zarpazo- mientras se disputaban un pequeño ñu que el Gran Jefe había derribado con su lanza; su cuerpo desnudo estaba constituido por una piel negra y reseca que remarcaba todos sus huesos. Nos indicó que nos sentáramos en el suelo de su humilde choza. Con gestos torpes y cansados, el esquelético líder se sentó cruzando las piernas y apoyando los talones sobre sus genitales.

Llegados a este punto, la intuición me empujó la cabeza hacia la cristalera. El Director del Periódico, mudo, doblado en su sillón, semiamodorrado, se hundía los dedos en el pelo: su personal agonía se le encaramaba en los ojos vidriosos.
-¿Quieres continuar?... -me increpó Elisabeth.
Así lo hice:
-¿Qué queréis de mí?, extranjeros - el hilillo de voz (como el último chorrito de agua de una fuente) del Gran Jefe Menshu salió débil, agotado.
-Dile que sólo queremos conocerle y que nos hable de su tribu -me acerqué a Amed para que tradujera.
El Gran Jefe Menshu nos habló con palabras mojadas de desesperación. Una desesperación tan alta como él. Nos dijo que su tribu, como tantas otras, pasaba hambre por culpa de los rivales señores de la guerra: Mohamed Farah Aidid y Ali Mahdi Mohamed. Ellos sólo buscan poder en medio de la miseria... -empezó a decir con voz trémula-, y a pesar del acuerdo de paz firmado por ellos el 24 de Marzo en Nairobi (nunca lo pusieron en práctica), el hambre y la podredumbre seguirá en nuestras paupérrimas tierras. Soldados extranjeros han venido con la coartada... y permiten que la tierra se beba nuestra propia sangre... Nuestra pacífica tribu ha sido reducida a la mitad en muy poco tiempo por incursiones de unos y de otros con sus "tubos de fuego"... -su voz se fue apagando hasta caer desmayada en un pozo de silencio perpetuo>>.
El viejo mago Akhar nos invitó a salir. Ya junto al jeep nos dijo que el Gran Jefe Manshu llevaba dos meses sin alimento. Pronto sería sustituido por su hijo Alikhun para preservar lo que quedaba de la tribu de los Guardafuí...

En el aeropuerto de Mogadisco, Amed, me besó ardientemente en los labios. Sus ojitos negros estaban anegados por las lágrimas. Quince días después de mi regreso recibí una misiva de Amed comunicándome que el Gran Jefe Menshu había muerto de inanición...
Elisabeth no podía contener las perlas azules que caían de sus ojos de mar. Juanma y Arturo estaban también conmovidos. Empezaba a amanecer y a lo lejos se oían los motores de las últimas furgonetas que trasladaban los últimos diarios antes de cerrar definitivamente. Nuestra tragedia no era nada comparada con la tragedia de aquellas tribus. Nos despedimos estrechándonos la mano. La brisa del amanecer era fría como una cuchilla de hielo. Escuché como se cerraba la puerta metálica del almacén. El Periódico moría para siempre con aquel ruido cimbreante. De pronto, a mi espalda, oí una estremecedora detonación...
Quizá..., si hubiera conocido al Gran Jefe Menshu..., tal vez, y digo sólo tal vez, nuestro hombre de los dedos hundidos en el pelo, hubiera sabido graduar, mesurar, administrar... el tamaño de la desesperación.
Ginés Mulero Caparrós

(Desde Barcelona, España)
(Mención Categoría Relatos de Viaje)
Premio Eduardo de Literatura 2007