jueves, 25 de diciembre de 2008

Puerto de Palos (esp)


Un gato
Tiempos agitados se viven por estos días, el humano se mueve de acá para allá sin detenerse. La calle que desemboca al puerto está colmada, vigorosos bueyes arrastran pesadamente y sin pausa todo tipo de pertrechos; entre el polvo, los gentiles van y vienen por doquier y sus gritos aturden la tarde. Yo, desde mi sitio, observo esta ralea de músculos sudorosos que cargan, encorvando sus espaldas, tremendos bagajes. Todos tienen un destino fijo, van hacia el puerto de Palos de Moguer; sus urgencias están justificadas. En el golfo, las tres naves ya están prontas, se mecen, susurrantes, nerviosas, prestas a comenzar el derrotero. La mar hoy está calma, desde aquí olfateo aromas que el viento me trae, son aromas de incertidumbre, de temor por el que vendrá. El humano es temeroso de lo nuevo, pero en su afán de poseer más, oculta su miedo, sólo lo oculta. Pero yo lo huelo por el aire; mis sentidos hoy están más agudos que nunca, una voz interna, incisiva, me llama a unirme a esa febril muchedumbre siguiendo su sino. Pero este sol, tibio, que abrasa mi cuerpo puede más, por ahora, que mi curiosidad. Sobre este tejado, me desperezo; lentamente, estiro mi cuerpo y, armoniosamente, mis huesos elásticos me devuelven esa agradable sensación de sentirme único. La tranquilidad del sitio calma mi libre espíritu.
Entre el gentío, una figura destaca, ese rostro curtido por el sol de mil mañanas llama mi atención por conocido. Su porte es noble, de gran señorío, no así su ropaje áspero y raído; trae en bandolera su bolsa bien cargada, la cacería de hoy fue buena, viene de las marismas del río Tinto de entre los cañaverales, con su palo al hombro, y por detrás lo sigue su blanca perra, la “guasa”, le llama, ya vieja, pero todavía ducha para la tarea. Ratero, le dicen y su mercancía es muy bien recibida por estos lados, con una pinta de aceite de oliva, las ratas de la marisma saben a gloria para el humano. Mirando, a la lejanía llego a ver el campanario del monasterio franciscano de La Rábida; austeras paredes amarillentas entornan el misterio de sus interiores, donde los devotos, que a estas alturas son muchos, por estas yermas tierras, cantan novenas en interminables letanías, implorando para estar mejor, de lo que creen que están. Otros rezan por el alma de esos 120 audaces que a tamaña aventura se han de embarcar. La tarde cae, pero los murmullos no se apagan, y poco a poco escucho, bajo este techo, como la posada comienza a cobrar vida, llenándose de parroquianos, ávidos de esos cuencos rebosantes de potaje, acompañados de grandes jarras de vino, dos orejas, bien rojo y muy fuerte, el que tiene la particularidad de aligerar las lenguas y chispear los ánimos. Quien dice ser mi dueño atiende diligente a toda esta ralea de seres hambrientos, que en cuanto llenen sus tripas, comenzarán a parlotear en castellano, gallego, o genovés, de lo que sucede en esta aldea, que se convirtió, por estos tiempos, en el centro de atención de toda la Andalucía. Mi caminar es elegante, sigiloso, miles de años amoldaron mi cuerpo, y al bajar del tejado y adentrarme al solar, nadie se percata de mi andar por bajo de las mesas, entre las piernas del humano me restriego, con cuidado de no llamar demasiado de su atención, mantengo cierta distancia y sólo permito, muy de vez en cuando, una que otra palmada. Mi sitio está al costado del fogón, sobre unos trapos que sobrevivieron a los tiempos. El caldero comienza a hervir y los vapores vician el ambiente, entre eructos y agrios sudores, los candiles amarillentos parten la penumbra y ayudan a distinguir estos cuerpos, sentados los unos frente a otros. Esta noche están mas alterados que de costumbre, vibran de una forma especial y a mis agudos oídos llegan las palabras, imperativas algunas... Que hemos echado al Moro de Granada, y Fernando, en triunfal entrada, ha marchado por sus calles y por ello esta tierra ha sido liberada...; roncas, temerosas otras... Que la Santa Inquisición (que Dios en la Gloria la tenga) hoy tiene el poder de convertir al pagano y de echar al Judío; chillonas las más... Que las minas de cobre ya poco dejan, o que la sardina es muy flaca este año; susurrantes... Que nuestra majestad Isabel ha financiado al genovés. La palabra lo es todo por estos días en la península; el resentimiento esta mixturado con el temor, y la miseria camina a sus anchas por el poblado. Los reinos han estado guerreando por mucho tiempo y esta España del año del Señor de 1492 todavía sigue muy convulsionada. El caldero ya esta hirviendo y el desaguisado se torna real. Por un momento, la posada es el reflejo de esta tierra ibérica. Me rasco la cabeza con desgano, aplacando el escozor que dejó una indiscreta pulga, y de pronto me envuelve un sin fin de imprecaciones y amenazas, que me alertan... Por culpa de un maravedí, mal perdido. Motivo más que suficiente para la riña; al instante, salen a relucir las navajas, hambrientas de carne. El odio y la violencia apuran la partida, la sangre llega al piso triunfal, un cuerpo que cae en agonía, otro corre tomándose el vientre con ambas manos, gritando, mientras la vida se escapa por la fatal herida. Generalizado el tumulto, gano de un veloz salto la puerta. Mi estadía en la posada ha terminado, fueron gratos los años que pasé, y quien dice ser mi dueño me ha tratado de forma indiferente y le he servido como él me ha servido. Siempre me ocupé de mi alimento y con sólo mi presencia, mantuve alejada toda suerte de alimañas de la posada. La voz interior incisiva nuevamente al puerto me llama, y en esta ocasión, sí, me dejo llevar. Como sonámbulo, camino calle abajo a la vera del Odiel, entre abandonadas redes y viejos toneles. Atrás quedaron los griteríos, y el ruido, poco a poco, comienza a desvanecerse. Otros sonidos nuevos me envuelven. La cercanía de la mar se presiente, su tenue rumor llega a mis oídos, el sabor salado del aire que se hace más intenso, una bruma aceitosa cubre mi piel a medida que continúo mi marcha. La noche cerrada, envejece el entorno, pero mi vista se agudiza, como mis finos sentidos; a lo nuevo no le temo, soy muy cauteloso pero, sobre todo, un curioso natural. Pronto, en mi caminar diviso tres enormes siluetas, que se menean acompasadamente, llamando a mi atención, veo que en la gigantesca arboladura, cuelgan una maraña de sogas entreveradas con el velamen, dándoles un aspecto casi fantasmagórico. Las tres carabelas, hermanadas a la planchada, esperan ansiosas que terminen con el apresto; en sus entrañas, marinos de oficios diversos despliegan laboriosamente sus habilidades; el martillear de los carpinteros se amalgama con el de los herreros en un concierto atrayente a mis oídos; la noche aliada a mis deseos me ayuda en mi anonimato. Mido distancia y, de un salto, entro a la bodega de La Santa María. Entre las cuadernas, apiladas bolsas de grano, toneles para conserva y todo tipo de vituallas irritan mi olfato, me acomodo en la oscuridad e ignorando lo que en la borda sucede, enrosco mi cuerpo y, sin notarlo, gano el sueño.
Una luz tenue se abre paso por la escotilla, el amanecer de este 3 de agosto, me encuentra adormilado, un poco mareado y asombrado por el rigor de los acontecimientos pasados. Que el humano mide todo es real; que tiene tiempos ya establecidos para comer, dormir, procrear o, como hoy, para conquistar nuevas rutas marinas es una verdad. Pero yo, que duermo cuando me lo pide el cuerpo, que la oscuridad de la noche o la luminosidad del día me son indiferentes, que no negocio con el hambre ni con el hombre, me encuentro acompañándolo por causas que desconozco, pero sé que esta voz intrigante a mi destino me conduce. Palos fue alejándose, lentamente; el contorno del puerto se pierde: las tres naves que, en caravana y a vela hinchada, entre la espuma de un mar templado, avanzan sin pausa, buscando el oeste, en tenaz derrotero, devoran leguas sin que nada las detenga. Ya no hay vuelta atrás.
En la cubierta, los marinos, sin descanso, se mueven entre cabos y poleas, los unos atiesando velas entre órdenes y gritos; los otros reacomodando la carga. El entusiasmo es general, algo alienta al espíritu del hombre que tanto empeño pone en esta empresa, no es esta una simple travesía comercial, donde las ganancias ya están establecidas, ni tampoco una redada al bacalao. En la intimidad, cada marino sabe que encontrar un paso a las Indias significa riqueza y gloria de por vida, cuando el almirante del mar Océano, Cristóbal Colón, personalmente, el libro de embarque les hizo firmar, no dejó dudas al respecto: las promesas de grandes fortunas fueron las que sellaron este pacto.
La garantía es la corona y la firma de las Capitulaciones de La Santa Fe, que lo reconocen como virrey y gobernador de las tierras que descubrieran. La avaricia mueve esta expedición y no la curiosidad, el deseo de conquistar se mezcla con el saqueo y la piratería.
Ese sentimiento, tan extraño a mi naturaleza, de acumular, de poder, representado en oro, plata y propiedades, es condición del humano. Le resulta prácticamente irresistible sustraerse a tal deseo cometiendo toda suerte de bajezas a fin de lograr lo ansiado.
La tripulación es una miscelánea de Íberos. Beréberes, castellanos hidalgos andaluces, aventureros genoveses, judíos conversos, acompañados por una ralea de errantes, sin ley ni país, reos y libertos. Por ello, representada en la vela mayor de las naves, una gran cruz echa un manto de cristiandad, cubriendo a estos seres. Soberbios pabellones en color oro y rojo cuelgan de la cangreja. En la punta de la verga del foque, picudos estandartes con el escudo de Castilla y Aragón flamean al compás del viento, otorgándole pinceladas de nobleza real, a tal empresa.
Al cabo de nueve semanas de navegar y 750 leguas, que atrás quedaron, veo como los ánimos comienzan a mermar el entusiasmo primigenio. Se está poniendo tortuoso y pesado el ambiente. Por dentro, el clima se muestra nublado y muy borrascoso por fuera. La comida en conserva, único alimento en estos días, comienza a enfermar a los nautas, el escorbuto cobra sus primeras víctimas, y el sombrío semblante de la tripulación presagia tiempos de violencia.
Ante las penurias, este ser, responde con agresión y es tal su naturaleza, que no repara en el daño que a su prójimo provoca, el robo de comida, y la pillería se hacen carne en él. La desconfianza al mando establecido gana adeptos, fomentando un inminente motín. Me es imposible entender tan traicionera actitud, luego de verlo, decidido y presto en la partida juramentándose fidelidad.
Sólo el almirante y unos pocos conservan la postura inicial calmando al resto con esa vehemencia que sólo algunos elegidos poseen. Nombrando al supremo como eje rector de sus actos y apelando a la noble causa descubridora, luego de prometer una chaqueta con lujoso bordado en oro a quien tierra divisare, logra contener a la mayoría sublevada. Otros, los más rebeldes, son disciplinados por medio del azote. La estrella del Norte se muestra en todo su esplendor; sobre el paralelo 28, el astrolabio sólo le muestra su altura y ubicación dentro de un cielo lechoso y confuso.
Cuando los instrumentos nada le dicen al navegante, la natura en forma de pluma le anticipa la proximidad de tierra; más tarde, el grito de un afortunado vigía confirma lo presentido. Ante los asombrados ojos del almirante, un nuevo mundo se presenta.
Yo, que todo este tiempo conviví con estos seres, observando sus contradicciones y tratando de entender sus maneras, comienzo a darme cuenta de la magnitud del hallazgo.
La plomada mide la profundidad y las brazadas poco a poco comienzan a descender; ante la proa de la Santa María, el horizonte se extiende, inundando con miles de matices verdes todo el panorama, fatigando la vista; olores agridulces de miles de especias mezcladas que la suave brisa trae saturan la nariz; el colorido de las aves y flores contrasta con sus costas de finas arenas blancas; toda la magnificencia de esta playa asemeja la entrada al paraíso perdido por los humanos.
Aún no botan anclas, pero yo, a la borda salto y sin más, me dejo caer. La susurrante voz me lo demanda, algo que no domino controla mis movimientos y sin resistirme me dejo nuevamente llevar, el agua me recibe tibia en esta mañana de octubre, me hundo en las profundidades emergiendo en espasmódico movimiento, para luego emprender un rítmico nado hacia la orilla. La salobridad del agua empieza a irritarme las fauces; entonces exijo a mis músculos mayor movimiento y prestamente alcanzo la orilla. Tirándome al sol, sobre encumbrada loma, emprendo la tarea de secarme y acicalarme concienzudamente; es cuando a mis oídos llega lo que antes murmullos fueron, extraños sonidos nunca escuchados que de la selva inundan y completan tamaño panorama. Desde mi lugar, veo, sobre las naves, ya ancladas, los preparativos para el desembarco. Las chalupas son botadas al unísono y en lenta marcha los remeros se acercan a lo que creen su sueño dorado. Las quillas prontas encallan en la arena. De un salto, la bota del Almirante toca tierra; tras él, la horda lo acompaña expectante; el sol que a plomo cae resalta a viva luz los relucientes petos; alabardas y estandartes flamean, en inquietante danza; cañones y mosquetes desafiantes cierran la escena. Clavando la cruz, espada en mano, se hinca de rodillas y con simbólico ademán, sin pudor alguno, toma posesión, en nombre de Dios y la corona. Luego, se celebra una misa consagrando el acto ante improvisado altar. De la tupida flora, poco a poco, otros humanos aparecen en escena. Estos están completamente desnudos; su piel es cobriza; son más pequeños y lampiños; algunos llevan tocados de plumas engarzadas en plata y oro; otros, collares de piedras semipreciosas; ríen y hablan en melodioso idioma. Las mujeres y los niños traen en sus manos cestas repletas de coloridas frutas y peces a modo de ofrenda, en pacífica actitud. El encuentro es dispar, la inocencia de los unos choca con la mirada seria de los otros. Las rubias barbas y la tez blanca provocan una sana curiosidad entre los llamados “indios” que rodeando al conquistador intentan tocarlo; éstos, sin oponerse, fijan la vista en los relucientes tocados, y el brillo de los collares de oro despierta la codicia. Los jinetes del Apocalipsis comienzan a cabalgar por estas nuevas tierras. Un escalofrío recorre mi cuerpo y empiezo a comprender el porqué de la voz. Por miles de años, hemos acompañado al humano en su incensaste búsqueda; mis ancestros vieron al egipcio ser conquistado, al griego, al romano; cultura tras cultura ha sido diezmada en pos de la avaricia y el poder. Soy el testigo mudo del principio de un nuevo exterminio, ahora comprendo el significado de la voz y el porqué de mi andar.
El cansancio atempera mis músculos, estiro mis garras relajando todo mi cuerpo y, enroscándome, plácidamente, duermo.
Mario Jorge Piro
(Desde Buenos Aires)
Mención Premio Eduardo de Literatura 2007
Categoría Relatos de Viaje

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Uyuni (esp)



(Agosto 2004)

Habíamos conocido a Mauricio y a Mika en el camino del Inca. Después, como sucede a veces cuando estás viajando, los dos se nos pegaron como estampillas, primero en Aguas Calientes, y en el regreso a Cuzco. Decidieron venir con nosotros a Coroico —el temible viaje en camión por el camino de la muerte— y después a Potosí.

Nosotros no teníamos mucha plata ni crédito. Viajábamos a dedo y cocinábamos guisos; ni pensar en restaurantes ni siquiera fondines. Y por supuesto, nuestra carpa era nuestro hogar en la mayoría de los lugares donde parábamos. El plan era llegar al fin del mundo (Ushuaia) para fin de año; había que ajustarse los cinturones y, la verdad, le agregaba un encanto especial al viaje.

Mauricio y Mika eran un misterio. No tenían plata, pero tenían tarjetas de crédito. Así que con ellos fuimos al primer —y único— restaurante en el que Mauricio pagó con su tarjeta a cambio de nuestro efectivo. Eran los dos jovencitos y graciosos. Los dos vivían en Australia; Mauricio de origen chileno, Mika era finlandés. Nos pareció, desde el principio, que Mauricio se abusaba de la candidez de Mika, que le sacaba plata...; nos vimos envueltos en una situación extraña en Cuzco, tratando de cobrar los cheques viajeros de Mika, que parecía un chiquilín asustado, y por un momento, nos pareció que nos había adoptado de padres... ¡y nosotros a él de hijo!

En Potosí, decidimos hacer un tour a las minas del cerro Potosí. Un gran gasto, pero valía la pena. Ese cerro impecable, horadado como un hormiguero gigante en la búsqueda empecinada de los bolivianos por algo de plata; un brillito, apenas, en alguna roca, para seguir tirando. Con la plata del tour ayudábamos a los potosinos a subvencionar lo que ahora era una cooperativa, ya que el cerro, después de 500 años de arañazos, piquetazos y dinamita, estaba literalmente vacío, y a las compañías grandes había dejado de interesarles. Es más, una empresa japonesa le había ofrecido al gobierno boliviano comprarlo, por su tierra arcillosa, pero el gobierno rechazó la oferta por la única razón de que el cerro Potosí era un ícono que, de alguna manera, representaba a Bolivia. Es cierto... ¡está representado en la bandera y en el escudo de armas nacionales!

Parte del tour era una visita a la feria de Potosí, donde, entre otras cosas, vendían productos que nos recomendaron llevarles de regalo a los mineros. Agua mineral, caramelitos de menta, cigarrillos, hojas de coca y cartuchos de dinamita. Nosotros optamos por lo seguro: compramos todo menos la dinamita.

Fue un viaje al interior de la tierra, por túneles a veces de un metro de altura, donde los gringos agradecían los cascos que nos habían dado en la entrada. Los mineros potosinos sonrieron tímidamente ante nuestros regalos y nos mostraron el interior de su montaña, su representación de Zupay, con sus cabellos rubios de serpentinas de papel, su cigarrito en la boca, sus ojos azules de piedra y las ofrendas rodeándolo, botellas de aguardiente, cigarrillos y bolsas con hojas de coca para tenerlo contento y que, contento, los protegiera.

De vuelta en el hospedaje (que Mauricio insistió en pagar por todos con su tarjeta), mirando el mapa, decidimos que el próximo destino sería Uyuni, la laguna roja. Una laguna en medio del salar de Uyuni, un desierto blanco al límite con Chile. Roja por una extraña formación de algas que atrae a los flamencos. Una laguna roja colmada de flamencos en medio de un desierto blanco de sal. Por supuesto no pudimos pagar un tour. Nos hablaron de unos camiones que pasaban camino a Chile y nos podrían llevar hasta allí. Para eso había que tomar un tren de carga hasta una estación sin nombre, donde debíamos bajar y esperar al camión.

En el mercado de Uyuni, compramos provisiones para lo que sería una semana de viaje, y como Mauricio había pagado el hospedaje, hicimos el gasto extra y compramos vino en caja, un pequeño lujo que nos dábamos en raras ocasiones. El tren de carga salía de Uyuni a las 11 de la mañana. Hablamos con alguien en la estación y arreglamos el pago. Y nos dispusimos a esperar al tren, jugando con la zorra, sacando fotos y tomando de a poco el vino barato al sol boliviano.

El tren llegó a la estación a las 8 de la noche. Para entonces, Mika y Mauricio estaban completamente borrachos. Subimos y nos ubicamos en el único vagón que llevaba pasajeros. Una mujer y su hijo, que ya habían ocupado los únicos asientos, nos miraron con desconfianza, como miran los bolivianos a los gringos. Nos sentamos en el suelo con nuestras mochilas de almohadones. El conductor nos vino a cobrar y a querer cambiar el costo del pasaje. Hubo una discusión horrible porque no teníamos cambio y porque nos quería cobrar de más. Mauricio y yo éramos los únicos que hablábamos español, así que nos tocó a nosotros negociar. En realidad, me tocó a mí, porque Mauricio en su embriaguez, regateaba al revés y el precio subía cada vez que abría la boca. Mika lo calló de un golpe, y se terminó la discusión.

El viaje se presentaba complicado y estábamos todos tensos. Mika se puso a llorar y a vomitar en el suelo. La mujer abrazaba a su hijo, y Mauricio nos decía a todos cuánto nos quería. Yo tapé el vómito con el aserrín que estaba en el vagón y quería desaparecer... o bien que desaparecieran ellos.

El tren paró en medio de la nada. La noche cerradísima y sin luna no nos dejaba adivinar los contornos del horizonte. Mauricio necesitaba ir al baño —algo así musitó antes de bajarse y desaparecer en la oscuridad—. El tren arrancó y se fue sin él. Nuestros gritos se perdían en la negrura de la noche. Paul bajó a llamarlo, y tuvo que correr y colgarse del tren para volver a subir. Tres eternas horas más tarde, llegamos a nuestra estación sin nombre donde bajamos confusos, los tres y las cuatro mochilas. Todavía estaba oscuro.

La estación no estaba desierta, ¡estaba abandonada! Hacía un frío de morirse, así que entramos por una ventana que tenía los vidrios rotos y dormimos un par de horas hasta que el sol nos despertó. Salimos a investigar. Afuera, en la galería de la estación preparamos el calentador y nos hicimos un café para despabilarnos. Mika encontró una zorra y se puso a jugar, arriba y abajo, sonriendo y saludándonos desde las vías. Cuando bajó para tomarse un café, nos dimos cuenta de que lo seguía un perrito, aparecido de la nada, como por arte de magia. Al rato, vimos a los que debían ser los dueños del perrito. En el horizonte neblinoso, la figura de tres hombres marchando hacia nosotros, en ese lugar absolutamente desierto, inmenso y blanco, parecía una alucinación. Tenían ropas militares, ojotas y una sonrisa.

Sin Mauricio, la encargada de las relaciones sociales era yo. Eran conscriptos bolivianos que estaban cumpliendo el servicio militar obligatorio en lo que dimos en llamar La Segunda Base De Resistencia Boliviana Contra El Avance Chileno. Nos llevaron con su sargento al cuartel militar para que le explicáramos qué estábamos haciendo allí. Marchamos detrás de los soldaditos de juguete, cargando la mochila de Mauricio y conteniendo la risa como podíamos.

El cuartel era un chiste; con todo el respeto y cariño que siento por los bolivianos, no hay una mejor palabra para describirlo. Era una especie de fuerte camuflado en medio del desierto de sal, parecía salido de una película barata de la legión de honor francesa. En la puerta había, sobre una mesita, una maqueta representando la base, hecha en arcilla, con todo y banderita de papel.

Otra vez la encargada de explicar fui yo. Anotaron nuestros nombres en un libro y nos explicaron que debíamos permanecer en el cuartel, donde nos alojarían y alimentarían, a esperar los camiones que, según el sargento, no pasarían hasta tres días después... con suerte.

Al día siguiente, vimos pasar los 4x4 del tour que no quisimos pagar, todos sonriendo con sus cámaras de fotos, saludando a estas tres figuras que los miraban desde el salar. Pasamos tres días tocando la guitarra de uno de los soldaditos, viéndolos formar con todo su atuendo y armas, saludando a la bandera a la mañana y revirtiendo a las cómodas ojotas a la tarde, cuando el sol pegaba fuerte. Hicimos esculturas de sal, corrimos carreras, contamos chistes, jugamos al fútbol con los soldados. Los turistas volvían alucinados y nosotros seguíamos en el cuartel.
Al cuarto día volvió a pasar el tren de carga, trayéndolo a Mauricio en el vagón para pasajeros. Contento y limpio nos abrazó y nos contó cómo casi se muere de frío en las calles del poblado donde se encontró en medio de la noche, cómo llamó a una puerta cualquiera y cómo esa puerta se abrió salvándolo. Pasó en esa casa los tres días siguientes hasta tomar el tren que lo reunió con nosotros. Reencontrarnos con Mauricio fue un alivio al mismo tiempo que una pesadilla. Le contamos nosotros a él de la estación y los soldados, y el sargento inscribió el nombre de Mauricio en el libro. Al día siguiente era obvio que ningún camión pasaría por allí, y nosotros decidimos olvidarnos de la laguna ya que ese mismo día pasaba el tren que nos llevaría a Chile.

A los postres (manzana asada), decidimos comentarle al sargento nuestro plan. En ese mismo tren, nos dijo, vendrían sus superiores a inspeccionar el cuartel. Se fue y volvió casi en seguida con un consejito: que dejáramos en Bolivia (con ellos) las hojas de coca, ya que en Bolivia es normal “achicar” coca y es legal, mientras que en Chile las califican de droga.
—Y otras drogas que tengan —agregó riéndose—, les revisan hasta los calzones los chilenos, son muy exhaustivos.

No teníamos coca ni ninguna otra droga, pero Mauricio no estaba tranquilo. Al fin nos confesó que él había comprado para los mineros unos cartuchos de dinamita y que se había olvidado de dárselos así que todavía los tenía en la mochila. De pronto me congelé. ¡La mochila que dejó con nosotros en el tren, la que estuvo cuatro días en el cuartel sin ser revisada, tenía unos cartuchos de dinamita!

Estábamos en un cuartel militar, ridículo como salido de una mala película, con sus soldaditos en ojotas y sus partidos de fútbol, pero no dejaba de ser un cuartel militar, con sargento incluido y los superiores que llegarían al día siguiente en el tren. Nos miramos preocupados, pero al rato, pensando en la cara risueña del sargento... y en la realidad de que tendríamos que dejar la dinamita allí, de todas maneras; decidimos contarle. Preferimos el sargento boliviano a los carabineros chilenos.

—Mire, sargento, Mauricio tiene unos cartuchos de dinamita que compró en Potosí para los mineros, y como se olvidó de dárselos, todavía los tiene en la mochila, ¿vio? —Sonaba natural— ¿Se los damos a usted?
—Mañana los hacemos explotar en el salar, ¿qué les parece?
—Buenísimo.

Y se fue. Y nosotros nos reímos aliviados hasta que volvió, y algo en su cara no tan risueña ya, nos avisó que algún pensamiento oscuro se le habría cruzado. No era para menos. Habría pensado en la inspección del día siguiente y en que había tenido a estos tipos en el cuartel cinco días con dinamita en una de las mochilas. Tal vez era nomás para preocuparse un poquito.

—¿Me permitirían verlos?

Mauricio los sacó y todos nos quedamos boquiabiertos. Parecía el coyote del correcaminos, “dinamita marca ACME”. Seis cartuchos arreglados en forma de pirámide. Grandes eran. Notamos también el hielo en el sargento que se los llevó.

Cuando volvió era otro. Necesito hablar con ustedes, individualmente, los que hablan español primero. Allá fue Mauricio. Salió él de la oficina y entré yo. Le expliqué la historia de las minas, de la empresa que nos vendió el tour (todavía tenía en el bolsillo la tarjeta, guardaba todo para mi diario de viaje). Me preguntó si teníamos armas, qué más traíamos y si éramos guerrilleros. Le aseguré que la historia del tour era verdad, que llamara a la empresa. Pareció conforme, y le dije que me iba a preparar para el viaje. Fui al baño a ponerme las calzas debajo de los pantalones, el tren viajaría por el altiplano y las temperaturas a la noche serían bajo cero. Apenas me estaba poniendo las calzas se abrió la puerta del baño y apareció el sargento a preguntarme qué estaba haciendo. Me abrigo, le dije, tratando de comprender la situación en la que me encontraba. Paul y los demás afuera, y solo conmigo en el baño, este sargento a quien se le escapaba la única mujer que tuvo en su cuartel desde quién sabe cuándo. Cuando me vino a tocar las calzas —para ver de qué tela eran, se excusó—, me petrifiqué. Uno nunca sabe cómo va a reaccionar en estas situaciones hasta que se encuentra en una de ellas. Pero mi mirada le debió haber dolido como la cachetada que debí haberle dado, sonrió y se fue.

Después de un par de horas en silencio, llegó por fin el tren. Por la misma puerta, bajaron el teniente y el mayor, y subimos nosotros, camino a Chile, sin mirar atrás.

(En Arica, norte de Chile, nos deshicimos de Mauricio y Mika. No fue fácil.)

Paul y yo pusimos la carpa en el Parque Nacional Tierra del Fuego el 27 de diciembre de 2004 y nos quedamos a celebrar el fin de año.


María Elisa Pelletti

(Desde Isle of Skye, Escocia)

Mención Premio Eduardo de Literatura 2007

Categoría Relatos de Viaje