miércoles, 24 de septiembre de 2008

Yavi (esp)


LAS PINTURAS MISTERIOSAS

En el valle de Yavi, sede del antiguo marquesado español del mismo nombre, hoy en la frontera de Argentina con Bolivia, se celebraba la Pascua de una manera excepcional. A pesar de que sólo había una aldea deshabitada, o quizá más bien por eso, los campesinos de las parroquias vecinas se daban cita allí para festejar la solemne fiesta, atraídos por la belleza del lugar y las viejas casas vacías de adobe que permitían la concurrencia de un millar de peregrinos, alojados durante toda la Semana Santa. Los volcanes recortaban el cielo, de un azul inmaculado que solamente se da en esos parajes de alta montaña, como gigantes triangulares y abstractos, cuyas cimas eternamente nevadas remedaban cabelleras fabulosas. La centenaria casona del Marqués del Valle, sobre una colina que domina el paisaje, lucía sus torrezuelas de piedra todavía intactas y un amplio patio donde se representaba la Pasión, al final de una via crucis que enlazaba las cruces elevadas al pie de los volcanes. El resto de las casas eran de barro sin calear y se mimetizaban con la tierra misma. En aquellos felices días de finales de los cincuenta del siglo pasado, era yo aprendiz de arqueólogo y acompañaba a uno de mis profesores en un viaje destinado a rescatar las curiosas muestras de arte rupestre (sobre piedra) de Yavi, en los cerros aledaños al valle, antes que terminaran de desaparecer por los fuertes sismos, frecuentes en la zona. Llegamos al sitio a lomo de mula, junto con las primeras procesiones, y nos alojamos, a cuenta del Gobierno Provincial de Jujuy, en una de las alas habitables de la casa del Marqués. El Juez de Paz del Distrito de Yavi nos ubicó lo mejor que pudo, con una cocinera a nuestra disposición y un farol de los que llaman sol de noche, de camisa incandescente. El resto de la iluminación era a vela o antorchas en todas las casas, amén de las fogatas para protegernos del frío, y donde los feligreses chamuscaban los pocos alimentos de que disponían. Había un solo cura, venido de la vecina ciudad de La Quiaca para oficiar el rito y supervisar las escenas del drama sagrado. Él ocupaba la habitación contigua a las nuestras, frente a la del Juez de Paz; dando todas a una galería cerrada que hacía las veces de capilla, donde se depositaban las imágenes traídas por las procesiones que bajaban de los cerros. El Sábado de Ramos, el Profesor Capdeville y yo partimos a lomo de mula para registrar las pictografías y petroglifos (pinturas y grabados) de Yavi, con sendas cámaras, escalas, lupas, enseres de andinismo y todo el resto de los útiles necesarios para calcar y fotografiar los dibujos en las rocas lo más fielmente posible. Llevábamos también una carpa y vituallas para varios días. Regresamos el Viernes Santo después de haber filmado o copiado casi todos los diseños, salvo los que se hallaban en lugares inaccesibles. En muchos de aquellos, el enigma de qué significaban se añadía al de cómo habían logrado hacerlos en sitios tan escarpados. En la mayoría de los casos encontramos las consabidas siluetas humanas y de animales, sobre todo llamas, y otras más simbólicas de difícil interpretación. Había, empero, una imagen pintada que superaba cualqier espectativa y nos dejó atónitos. Era la más nítida y bien conservada de todas, y parecía haber sido hecha ayer. Como probablemente se trataba de una pintura elaborada con elementos orgánicos, el Profesor envió muestras a Jujuy, que debían llegar a un laboratorio de la Capital Federal, para detectar su edad mediante la prueba del carbono 14, recién implementada entonces. La figura, de azul y rojo brillantes, representaba claramente la efigie de un astronauta, con escafandra, tubos a la espalda y una serie de extraños utensilios colgados del cinturón. Detrás suyo, se veía el perfil de uno de los volcanes y algo que parecía una nave espacial redonda sobre el cielo del mismo, de un celeste inconfundible. La nave, que remedaba la forma de dos platos superpuestos, llamada en esa época plato volador, era de tono dorado, y el volcán gris.
- Demasiados colores para una pictografía indígena…-sentenció el Prof. Capdeville- demasiado perfecto el diseño, el doble plano de silueta y fondo y, sobre todo, el inusitado motivo. El carbono 14 disipará las dudas. Me imagino que es obra de un pintor actual o de principios de siglo.
- Yo no estaría tan seguro…-dije con una audacia de la que después me arrepentí- Se han encontrado pinturas similares, de cierta antigüedad, en rocas del Desierto de Sahara y otros sitios aislados.
- No con esta perfección; además, bien pueden haber representado brujos o chamanes con máscaras y utensilios sagrados o mágicos. ¿Ha tomado ya la fotografía infrarroja?
- Sí, Profesor, disculpe, pero, con todo respeto, hay tantos indicios de la existencia e incluso aterrizaje de seres extraterrestres en lo que va de este siglo, y más últimamente, que su hallazgo no resultaría tan extravagante…
- Son todas fantasías generadas por el ansia que provoca la guerra fría: ver cosas raras en el cielo para no ver lo que puede ocurrir aquí en la tierra; la vieja hipótesis de Jung, que todavía es válida. Mejor olvídese de todo eso…
- Si Ud. lo dice…
Y no volví a tocar el tema hasta que, de vuelta en Yavi, revelamos las fotos. Ya me había dado cuenta de que el Profesor Capdeville era de los que le niegan al alumno toda posibilidad de tener razón. Pero el revelado mostró otro elemento extraordinario: sobre la ladera del volcán, borrada por la erosión eólica y la lluvia, y por haber sido pintada de color amarillo, más vulnerable que los otros, había una cruz, como las de madera clara que plantaban los peregrinos al pie de los volcanes para señalar la via crucis.
- La cruz confirma la relativa contemporaneidad del dibujo -afirmó el Profesor, exultante.
- Si un margen de cuatro siglos le parece a Ud. contemporáneo…
- ¿Qué quiere decir?
- Que el cristianismo prevalece en esta zona desde mediados del siglo XVI, como Ud. bien lo sabe… -me atreví a insinuar retomando coraje.
- Seguro que esto es muy reciente, apenas una década o menos; el amarillo se descolora rápido y aquí también nieva bastante en invierno, por la altura. No lo olvide, ¿estamos?
No respondí a esto último y esperé una mejor oportunidad para rebatirle, cuando llegara el cómputo del carbono. Tenía la intuición de que la cosa no sería tan sencilla.
Era, como se dijo, un Viernes Santo, y La Pasión estaba en su apogeo. El Profesor se retiró temprano, cansado por la expedición a las montañas y porque, como él mismo afirmó, no le interesaban esas paparruchadas religiosas. Yo me mezclé con los peregrinos y asistí a la teatralización de la muerte en la cruz, que fue impresionante. A diferencia del Profesor Capdeville, que era un arqueólogo absoluto y vivía en el mundo de la Prehistoria, a mí me interesaban también la Etnología y el Folklore, las costumbres actuales y los seres vivos que las matenían. El que hacía de Jesús era un indio coya* joven con el cabello largo hasta la cintura, apenas cubierto por un taparrabos y un corto poncho blanco y negro a rayas que no le aliviaba la presión de la cruz sobre la espalda. Tenía puesta una corona de espinas reales que se le clavaban en el cuero cabelludo. Había lágrimas en sus ojos y su rostro, dorado por el sol de la tarde, parecía resplandecer. Las Tres Marías y otras mujeres lloraban de verdad a cierta distancia de la cruz. Uno de los centuriones le clavó luego su lanza en el costado, y me pareció que salía sangre de verdad.
Pero lo que vi después transformó todo el realismo de la escena bíblica: un mestizo alto, vestido con un mameluco cerrado azul y rojo, y una escafandra de vidrio soplado similar a la de la pictografía de Yavi, seguía a la figura del Nazareno a pocos pasos. Me quedé alelado, eran demasiadas coincidencias. Pensé volver a la casa del Marqués y despertar al Profesor, pero lo medité mejor y me abstuve de hacerlo; él, de todos modos. no le daría importancia. En cambio, hablé con el mestizo, pidiéndole permiso para tomarle una foto. Al principio se negó, pero ante mi promesa solemne de que publicaría la fotografía en un diario de la ciudad de Jujuy, comenzó a ablandarse, y aceptó que le sacara la foto, permitiéndome también hacer unas buenas tomas de toda la procesión. La sugestión final fue para él irresistible:
- Tengo un buen aguardiente, si quiere lo compartiremos después de La Pasión…
De su cinturón colgaban objetos similares a los de la pictografía, imitaciones hechas de madera y cartón, y detrás de él venía un anciano portando la cruz de la última estación de la via crucis. El volcán, al fondo, y el cielo parcialmente cubierto por las dos cruces tenían los mismos colores que en el dibujo de Yavi, y ahí logré la mejor instantánea de todas, para mostrársela luego al Profesor. La representación de ese día culminaba con la muerte de Jesús en la cruz, así como la de los ladrones a sus flancos, y concluía con el entierro de Cristo en la improvisada capilla de la casa del Marqués, escenas logradas con un realismo abrumador. Después nos fuimos con el astronauta, que respondía al nombre de Tupac, y la damajuana de aguardiente que nos había enviado el Juez de Paz por si teníamos frío, al otro lado de la semi-derruida mansión, bajo el alero de una galería en ruinas. Recién al vaciar la damajuana -tres cuartos él, un cuarto yo- se dignó a contestar a las reiteradas preguntas sobre su atuendo.
- No lo sé del todo bien...Esto mismo, ropas y objetos, lo usaron mi padre, mi abuelo y mi tatarabuelo, quizás también sus propios antecesores, en Semana Santa. Parece ser que un espíritu, un ángel, o un Viracocha* así vestido, llegó para esta fecha hace muchos años, tal vez siglos, y salvó al jefe de mi familia de la muerte e hizo curas y milagros entre la gente enferma. Desde entonces, no sé cuándo, su imagen forma parte de la procesión.
- ¿Sabe de dónde vino ese Viracocha?
- Los Viracochas vienen del cielo...
- Verdad. ¿Y sabe a qué se parece el disfraz?
- Pues...Nunca he pensado en ello.
- A un astronauta, como los que viajarán algún día a la luna; ¿no los ha visto en el cine, o la televisión?
- Ahora que Usté lo dice, sí, una vez en el cine de La Quiaca. ¡Carajo, tiene razón! Nunca me había fijado en eso...
No dijo más, pero con eso bastaba. Le dí las gracias y le pedí los datos del caserío donde vivía en los cerros, para enviarle por correo el periódico jujeño donde saldría la foto. Luego me fuí a verlo al cura, que estaba mateando** en su habitación. Le conté todo, y se quedó un buen rato callado. Luego destapó su propia damajuana de aguardiente, igual a la otra y obsequio de la misma persona; bebió un largo trago y finalmente me contestó:
- Lo veo todos los años e ignoro qué significa. Pero ha de ser una superstición más de estos indios, de las que están plagados sin remedio...
El viejo consejo de los buenos maestros arqueólogos que yo había oído alguna vez, incitaba a indagar en el folklore local como una fuente posible -si bien nunca segura- para interpretar el arte rupestre, cuando ya se han excavado, con o sin resultados, las cercanías de los grabados y pinturas. Esto último ya lo habíamos hecho arriba, con el Profesor Capdeville, antes de venirnos; mas no hallamos nada de valor en los sondeos practicados al azar. La alternativa, en cambio, aunque no contaba con el beneplácito del Profesor, me había dado buenos frutos: la presencia evidente de un personaje similar a una pintura rupestre, en la tradición del teatro popular semanasantero de la zona. En eso estaba, meditando sobre si se lo diría o no a Capdeville, cuando el anciano que portaba la cruz detrás del astronauta se acercó a mí, mascullando en baja voz:
- Todos me conocen como el viejo Huáscar; soy de San Antonio de los Cobres y vengo todos los años. En mi familia se recuerda que un lejano antepasado portaba la cruz de la última estación de la via crucis, detrás del hombre de la máscara transparente, hace mucho tiempo; se hallaba muy enfermo, pero con sólo haber estado cerca de éste su dolencia desapareció para siempre. Vengo a decirle esto porque Tupac me contó la conversación que tuvo con Vuesa Mercé.
- Gracias por su gentileza -le respondí, mientras le convidaba con unos cigarros de hoja que siempre llevo conmigo, preguntándole de inmediato cuánto tiempo creía él que había pasado desde aquella curación milagrosa de su antepasado.
- No sabría decirle, Señor, pero fue hace mucho, tanto, que hasta el nombre de ese afortunado pariente se nos ha olvidado; mas no así su lugar en la procesión, detrás del Hombre de la máscara transparente.
- ¿Quién cree Usted que era él ?
Se quedó un buen rato elucubrando respuesta, hasta que al final, sin hesitar, respondió:
- Quizá era un santo, uno de los apóstoles, aunque no podría decirle cuál...
- ¿Y a qué se debe que la máscara de Tupac es como la de los astronautas?
- Quizá bajó de alguna de esas naves misteriosas que surcan el cielo...
- ¿Las ha visto, las ve a menudo?
- Sólo las luces, en la noche; de día una sola vez; son como un pan redondo, dorado, recién salido del horno.
Cuando ya se iba, le hice la última pregunta:
- ¿Quién podría decirme algo más sobre el Hombre de la máscara transparente?
- Amaru, el que dobla a Jesucristo –respondió a regañadientes.
Después de agradecerme mucho por los cigarros, desapareció en la penumbra del crepúsculo, al encenderse las primeras hogueras. Tanto Tupac como él habían apreciado mucho mis regalos, y lamenté no tener mayor provisión de los mismos. Había podido comprobar la acentuada pobreza de esa gente: las tumbas del cementerio estaban rodeadas de botellas de alcohol medicinal, de noventa y cinco grados grados, y los había visto fumar las clásicas chalas,*** pero sin nada dentro. Para cerrar el ciclo tenía que hablar con el joven de la larga melena, depositario, por estirpe, del papel fundamental en aquella obra de imaginería popular cuyo origen estaba en los conventos de la época de la Colonia. No tenía qué obsequiarle, salvo unas latas de conservas que también provenían del Juez de Paz, en caso de que llegásemos a pasar hambre. Al principio no quiso aceptarlas, pero las dejé de todos modos, sabiendo que con ellas comerían esa noche él y los demás actores del drama. Lo llevé aparte, lejos de la fogata donde estaban también las Marías, los legionarios, y los dos ladrones crucificados. Le conté brevemente lo que me habían dicho Tupac y Huáscar, incluida la alusión de este último a su persona, e inquirí sin más prolegómenos:
- ¿Quién, o qué era el Hombre de la máscara transparente?
Amaru se tomó su tiempo, como los demás, y al final susurró quedamente, como si fuera un secreto celosamente guardado:
- El era el propio Cristo, el INRI. En aquella lejana época de las primeras procesiones, se sacrificaba de verdad a los que hacían este papel, como reiterando el sacrificio del Señor, quien, como decían los frailes, había muerto por todos nosotros. Lo crucificaban en los cerros, donde están las pinturas, lejos de la vigilancia de los padrecitos, aunque ellos les habían enseñado aquel misterio. Pero el Hombre de la Máscara salvó a uno de mis antepasados, poniéndose en su lugar y cambiando sus ropas por las de Él, que otro no podía ser. Desde entonces comprendieron Su mensaje y no murió nadie más, sufriendo sólo algunos de Sus tormentos, como la corona de espinas, o la herida de la lanza en el costado, como lo habrá visto. Se lo agradecemos, hasta el día de hoy, incluyendo la figura del Hombre de la máscara transparente en la procesión; pero sólo los de mi familia sabemos toda la verdad.
- ¿Y quién pintó la figura en la roca de Yavi?
- Barrabás.
- ¿Barrabás?
- Sí, debería Usté saberlo, el ladrón que dejaron libre en lugar de Jesús...
- Quiere Usted decir, ¿el que hizo de Barrabás en aquella representación?
- Pues sí, el artista, el mejor pintor del Valle...
- ¿Y hoy?
- Ya nadie hace de Barrabás, ya no quedan pintores, hace mucho que se fueron para no morirse de hambre aquí. Tampoco vamos a las rocas de Yavi desde hace varios siglos.
Alelado, le hice por fin, como a los otros, la pregunta clave:
- ¿De dónde vino el Hombre de la máscara transparente?
- De un plato volador que había aterrizado entre los cerros.
- ¿Cómo lo sabe?
- Como lo supo Usté, ¿o acaso no lo ha visto en la pintura de Barrabás?
El Sábado de Gloria llegaron los datos del laboratorio. El Profesor Capdeville me los enseñó con un despectivo ademán:
- Vea, tal como yo suponía, a esa imagen la han restaurado varias veces, ya que el carbono catorce señala fechas diferentes, la última hace sólo treinta años...
- ¿Y la primera?
- Es más antigua, pero sin duda se trata de un error debido a la superposición de capas de pintura erosionadas.
- ¿Cuánto? –insistí.
- Hasta trescientos ochenta años atrás, con un margen de error de cincuenta años. Aunque eso no prueba su teoría fantástica de viajeros extraterrestres y platos voladores.
- ¿Se ha preguntado Usted porqué la han restaurado tantas veces?
- No me interesa, que se ocupen de ello los etnógrafos y los diletantes. Para nosotros, los arqueólos de pura cepa, nada que no sobrepase los quinientos años o el límite de la Conquista, tiene importancia.
Cuando ya nos íbamos, al mediodía del Domingo de Resurrección, todos los actores pascuales y otros peregrinos vinieron a despedirme.
- ¡No sabía que Usted era tan popular! -exclamó el Profesor Capdeville, desdeñosamente- y subió a su mula sin saludar a nadie. Yo partí con la firme intención, y la promesa a mis nuevos amigos, de escribir todo esto en un diario de Jujuy y enviarles, a la dirección de Tupac, varios ejemplares y copias de todas las fotos. También les prometí volver, esta vez solo, para las próximas Pascuas. He cumplido ambas promesas. Ahora vivo en una de las casitas del Valle de Yavi, que ha pasado a ser de mi propiedad y he acondicionado a mi manera. Me casé con una peregrina, y el regalo de bodas fue la efigie de las rocas que, aún no sé cómo, ellos lograron arrancar intacta de su sitio. Me he hecho traer las más sofisticadas cámaras de rayos infrarrojos y otros artilugios, para ver si puedo descubrir los rasgos del Hombre de la máscara transparente.

*Viracocha: dios indígena, de la época del Incario, señor del cielo.** Mateando: tomando mate: infusión de yerba mate, planta de origen sud- americano.*** Chalas: hojas de maíz.

José Luis Najenson

Tercer Premio Categoría Relatos de Viaje

Premio Eduardo e Literatura 2007

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Río de Janeiro


Es un carioca tocando el órgano y cantando boleros como Caetano en Fina estampa, mientras la gente bebe su Caipirinha y alguien fuma un cigarrito a escondidas detrás de la puerta del baño.
Es el bar donde Vinicius escribió su Garota de Ipanema, las mesas de madera garabateadas y una librería de viejo donde revuelvo a gusto y trato de entenderme con la mujer que atiende y dejo mi dirección para quedar en contacto, y un negocio en una esquina con ángeles tallados y vestidos blancos, ocres, de novias de otra época, y es el sol, y también la sombra húmeda de las casas de la calle Vinicius.
Es el trapo sucio con el que está vestida la chica negra que limpia las mesas en un Fast Food en Copacabana, y las palomas enormes que comen de las manos y las redes de pescadores expuestas en un día de feria.
Es el trencito que sube al Corcovado entre las plantas con hojas gigantescas y el Cristo que turísticamente nos bendice y nos saluda con sus brazos abiertos.
Es la salida de Río y el centro y los suburbios y la gente que espera los ómnibus para ir a trabajar y las casitas modestas de los morros.
Es el viaje en el velero que sale de Angra y tirarme al sol en una isla cualquiera de la Costa Verde mientras un perro vagabundo y con tirones de pelos arrancados me hace gracias y se acuesta a mi lado y alguien me dice que esto es porque irradio un aura de bondad y yo, desesperadamente, quiero creerlo.
Es el corazón en la boca, explotando de miedo en el cablecarril que nos lleva al Pan de Azúcar y la ciudad iluminada y un abrazo.
Es el Arpoador y las olas rompiendo en las piedras y probar esa agua de coco que, definitivamente, no me gusta, y la farofa; y ahora este día nublado por la ventana y la música de Djavan en la radio después de caminar mucho más de una hora por la playa, por callecitas que bajan y suben y que tal vez nunca más vuelva a transitar, por la avenida que bordea Lagoa, con sus edificios de lujo, de cristales y mármoles, después de caminar- dije- y ahora esperarte.
Es la Floresta da Tijuca y el mar en el otro costado y los caminos por los túneles que cortan en dos los morros; y es el colectivo equivocado que nos deja a la entrada de la Rocinha, mudos de sorpresa y curiosidad..
Y es ahora de nuevo Buenos Aires en el mediodía de domingo, muy pocas horas de sueño, el reencuentro con la familia, el voto por legisladores, la estufa de nuevo encendida y el gato despatarrado sobre la alfombra.