miércoles, 28 de mayo de 2008

Ljubljana (esp)



Los techos: rojos, negros y grises a dos aguas, con excéntricas viseras, cortas, simétricas, necesarias para que la lluvia y la nieve no interfieran en los vidrios y resguarden las ventanas. Enmarcados en suaves laderas, perdidos unos de otros en el escenario de un frondoso bosque teñido de verdes claros, oscuros, ocres y obscenos amarillos. Las torres de cada iglesia sobresaliendo del paisaje, acá y allá; terminadas todas en crestas negras, doradas, rojas o verdes, con su cruz impertérrita acercando el cristianismo como un imán a las cercanas viviendas de chimeneas humeantes aún en primavera. Así comienza el camino a Ljubljana que termina entrando a la ciudad de casas bajas, calles de nombres impronunciables, vías estrechas con muchas curvas, paredes de colores pálidos y ventanas floridas. Luego, el verde, los árboles, el Ljubljanica serpenteando en medio de la ancestral metrópoli, jugando en sus costados con las piedras, los sauces y los puentes. Esos de grandes dragones que permiten la entrada a la ciudad vieja, esos que acompañan el recorrido de su río y los pasos de los transeúntes que se maravillan con las delicias del entorno minimalista y el detalle de su castillo que espía desde arriba, en la ladera. Allí, en las puertas giratorias de ese castillo, donde por primera vez me enamoré de Ljubljana, alguna vez alguien se quedó encerrado por un buen rato al volver de Postojna, de esas cuevas únicas que enmarcan las historias de la resistencia entre estalagmitas, estalactitas y el tiempo del hombre y la naturaleza.
Esa ciudad que, vista desde el aire es un mosaico de colores encerrados entre montañas cercanas y picos distantes, por ríos vivoreantes, que llegan hasta el sur, al Adriático, al pretencioso Portoroz y al norte de los lagos, con la fantasía del Bled que no parece, sino que es, un lugar mágico. Su belleza, la pacífica pantalla de colores diversos, su isla en medio mostrando con respeto y orgullo su iglesia medieval y el susurro del viento y el agua que mecen las ramas y las pequeñas olas como queriendo hacerlas dormir. Se lo ve desde el castillo a lo alto. Se lo siente con cada latido que, de tan cargado de emociones, se embriaga de incredulidad. Y todavía siguen los lagos.
Ya no visito Ljubljana, simplemente vuelvo a Ljubljana. Alberga al resto de mi familia que allí conocí. Donde en la misma mesa comieron algunos de mis hijos y otros hijos, donde bajo el mismo techo dormimos con mi mujer y otros hermanos, donde camino con mis afectos y no puedo evitar emocionarme en cada esquina, con cada historia, con las estatuas y leyendas, con la mujer enamorada como yo, que todavía espera, inmortalizada en una pared, mirando de reojo la catedral y la plaza de la ciudad vieja donde se reúne la juventud, donde todo lo nuevo se mimetiza con lo antiguo, donde todo lo antiguo protege lo nuevo, donde la música gana las tardes y las tardes se vuelven noches y las velas encienden las mesas iluminando las copas de vino y las risas que no cesan.
Esa es mi Ljubljana de Eslovenia. Mi necesidad de estar, mi destino de siempre volver. Mi necesidad de contarle al mundo de su belleza, de intentar compartirla con todos los que quiero, de extrañarla cuando pasa el tiempo y no la camino.
El destino quiso que fuera la sede un campeonato de Maxi. Ese destino, aunque no parezca, la descubrió al mundo, para convertirla definitivamente en la ciudad más linda de Europa.

miércoles, 14 de mayo de 2008

Riga (esp)



Salí del hotel de la calle Valdemara iela esa mañana soleada del 14 de junio y vi las casas y los edificios y los monumentos y los museos con enormes escarapelas cruzadas de luto. Ventanas cerradas. Ventanas abiertas. Persianas de metal y de madera, pero todas con crespones, con banderas moradas a media asta en los mástiles. - Hoy estamos en Riga - pensé refregándome los ojos con despertares recientes. Y esta ciudad no había tenido ese aspecto el día anterior, lo sabía, cuando habíamos llegado después de un viaje corto en avión desde Praga y habíamos caminado hasta los puentes frente al río, esperando un espectáculo de carreras de lanchas que al fin no vimos. Lo que vimos fueron juegos de kermesse con puestos con globos, chicas con helados, niñitos con copos de azúcar y una orquesta que seguía tocando desde un escenario improvisado. La gente buscaba desesperadamente estallidos de colores, tal vez por tanto tiempo añorados: mujeres con vestidos amarillos y negros con zoquetes fucsia, hombres en trajes de alpaca sin corbata y ojotas en los pies, ancianas sentadas al sol con pañuelos en la cabeza y sombreros de fieltro con flores.Al anochecer - un anochecer que nunca se haría noche del todo - habíamos seguido por las calles deshabitadas y oscuras hasta el restaurant Nostalgija iluminado por destellos y cristales, con reminiscencias del barroco ruso, en el centro de la ciudad. Habíamos comido salmón ahumado y Solanka: una sopa espesa, picante y roja y, en el Mc Donald's de enfrente, habíamos visto celebrarse una boda con eternas felicidades y brindis entre hamburguesas y French Fries. Cerca de la plaza, bandas de adolescentes alocados - acaso como todos los adolescentes del mundo - salían a festejar la noche del sábado con cervezas y baile. Una ambulancia paró a la puerta de un bar y se llevó a un viejo herido con una botella rota en una riña de alcohol habitual mientras las parejas miraban impávidas y seguían tomando café y Black Balsam en las mesitas de la vereda. -Oh, you have to taste the Black Balsam. Tienen que probar el Black Balsam- nos habían dicho en el restaurant.Y lo habíamos probado al Black Balsam, espeso, fuerte. Al llegar al hotel, las molduras de yeso de los techos comenzaron a darnos vueltas encima de la cabeza y nos quedamos dormidos sobre las almohadas a los pies de la cama ancha cubierta con edredones que no tuvimos que utilizar.Pero entonces ese sábado, en las esquinas y en los faroles y en las vidrieras y en los colegios, no habíamos visto los crespones negros empañando el morado de la bandera, esos crespones que recordaban con pavor - después lo sabríamos - la noche de ese mismo día de 1941 en la que se habían llevado deportadas a familias enteras a las estepas heladas de Siberia, a los campos de Vorkuta, de Povenecca, de Galanina -nombres, nombres difíciles que después nos resultarían familiares -; despertándolas a los gritos y entre bayonetas en la oscuridad. Eso no lo supe cuando esa mañana me quedé mirando desconcertada esos retazos de muerte en las ventanas y en los balcones y seguí caminando hasta el Bulevard Brivibas. Allí me encontré de frente con el Monumento a la Libertad, una mujer altísima y verde que sostenía en sus manos tres estrellas de oro.La base del monumento estaba cubierta de flores y un soldado custodiaba con una seriedad desmesurada todo el lugar. Un cartel pregonaba: No debe molestar al guardia. No se tolerará esta conducta. Las flores y la humedad del parque me hicieron olvidar de a poco de la triste impresión de las escarapelas negras. En la recepción del hotel me habían comentado sobre ciertos museos interesantes a los que podría recurrir para indagar en los años pasados –tal vez el Museo Histórico de Letonia o el Museo de Historia y Navegación-. Del Museo de Letonia me habían dicho que se encontraba en el Castillo de Riga, construido en el año 1330, que hallaría ahí la posibilidad de rastrear las raíces de su gente cerca del 9000 antes de Cristo, que vería de qué forma habían surcado los mares siguiendo a los vikingos para instalarse en esas tierras, que podría admirar las esculturas religiosas hechas en madera. El Museo de la Navegación me mostraría como la ciudad se había convertido de un pequeño poblado a las orillas del río Ridzeme en la que actualmente era. Pero, de cualquier modo, prefería ese día perderme por las calles que recién empezaba a conocer.Llegué a la Iglesia de St.Peter. Había leído que se la mencionaba en los documentos desde el 1200 pero que la torre se había agregado en 1690. Era la más elevada de toda Europa en ese tiempo y servía como observatorio de la ciudad. En lo alto de todas la cúpulas de las antiguas iglesias de Riga había visto que hay gallos y no cruces. – El gallo es un vigilante defensor contra el demonio- me habían advertido- y su canto en el amanecer puede ahuyentar los más terribles males y desgracias -. Según la tradición oral, luego de la restauración de la torre de St.Peter, el constructor debía sentarse sobre la espalda del gallo de piedra de la cúpula, beberse un buen vaso de vino y arrojarlo vacío desde esa altura. El número de astillas de vidrio en los que se rompiera el vaso correspondería al número de años que la torre se mantendría en pie. En 1745 el vaso había caído increíblemente sobre un carro con carga que pasaba por el camino y no había recibido daño alguno. La gente se aterrorizó y creyó que en poco tiempo la torre de la iglesia colapsaría pero fue recién durante la segunda guerra mundial - doscientos años después- cuando la torre se incendió junto con el resto del mismo edificio. En 1970, después de otra restauración, el arquitecto a cargo arrojó una copa vacía de champagne desde la espalda del gallo defensor y ésta se destrozó en mil pedazos sobre el asfalto así que, por supuesto, subí a la torre. Al bajar, seguí hasta Kalku iela. Ahí reconocí al restaurant de la noche anterior y al Mc Donald's enfrente, pero ya no estaban ni los adolescentes alocados ni el viejo herido ni ninguna botella rota. Tampoco ese olor dulzón a noche de verano. Estaba cansada.Me senté a la mesa de un bar también en la vereda y pedí en inglés un café. No era malo el café en Riga, suave, como el que se bebía en mi país. Abrí la guía de la ciudad. Leí: las tres estrellas doradas simbolizan tres de las cuatro regiones culturales e históricas del país: Latgale, Kurzeme y Vidzeme. Hasta con rima. ¿Quién lo hubiera imaginado? Yo más bien había pensado en los tres países bálticos unidos en su liberación del 91. ¿Y por qué razón el nombre Kurzeme me resultaba tan familiar? Tan lejano pero familiar. Como si alguna vez alguien lo hubiera mencionado: Kurzeme. Un lago cerca de Kurzeme. Pacífico. Calmo. Suave, como el café.Seguí leyendo en la guía turística: Swedish Gate: fue construida en 1698 en el antiguo muro que fortificaba la ciudad vieja y ahora forma parte del edificio de la Casa de los Arquitectos. Un fragmento del muro ha sido reciclado en la calle Torna. Volví a ponerme los anteojos y busqué en el mapa desplegado la calle Torna. Pagué mi café y me levanté despacio. No había ni una sola nube en el cielo. Me pedí a mí misma perdón por dejar de recordar el horror del pasado de ese país: ellos habían logrado seguir, y yo también. Se me acercó una frase que había leído hacía poco en una novela española: Ya no teme al futuro porque sabe que siempre podrá recordar esta noche... No pude remediar pensarme diez años antes. Imposible siquiera tratar de imaginarme que me imaginaba esa vida que ahora tenía, ese lugar en el que estaba. Siempre podría entonces recordar este día, esta noche, todos las noches y días que se entretejían en la trama. Como Riga, como toda Letonia, no le temía al futuro.