miércoles, 22 de octubre de 2008

Santiago de Compostela (esp)


LLUEVE SOBRE EL MAR DE PIEDRA

Llueve. Llueve mansamente; siempre está lloviendo: con una infinita paciencia, con una monotonía abnegada, como toda la vida, llueve. Hace rato que miro llover desde la ventana de un bar. He pedido unas gambas con un vaso de Albariño. El vaso ya está vacío; de las gambas sólo queda una carcaza deforme, pero sigue lloviendo, y las gotas de lluvia aferradas sobre el vidrio han pintado un cuadro de Seurat. Llueve; como toda la vida, siempre está lloviendo en Santiago de Compostela.¿Qué sería del sutil encanto de Santiago sin la suavidad de su lluvia eterna? Claro que el sol existe: a su modo, existe. Pero cuando eso sucede, se trunca la poesía compostelana. El astro rey no puede llevarse bien con la misteriosa Santiago, con su pétrea solemnidad medieval, con el pudor de sus calles angostas recortadas en el tiempo. Sólo por la mañana, cuando a veces el sol alumbra, la ciudad de piedra aparece rociada de una cierta luz de ingenuidad. Pero ya han pasado las cuatro de la tarde, y está lloviendo mansamente; como toda la vida, llueve sobre Santiago. Este lugar en el mundo ha nacido para ser arrullado por la monótona percusión del agua de lluvia; ésa es su razón de ser. Por eso abandono mi punto de vista estático y salgo a caminar. Mi paraguas y mis botas chapoteando por los charcos siempre me acompañan por las calles en pendiente, y mi recorrido es gris sobre gris: el del cielo sobre la piedra macerada. No quiero caer en lugares comunes, pero la sensación de vivir este paisaje se parece bastante a una experiencia divina.Es verdad que Santiago es la capital de Galicia, y Galicia es una gran piedra de granito en la que se esculpe un mundo generoso e inevitable. Las piedras crecen, se levantan majestuosas por todos lados: en forma de hórreos, de cruceiros, de iglesias; y en Santiago, en forma de catedral. Pero si la piedra en Galicia se matiza con los verdes y azules del monte y de las rías, Santiago sólo tiene un destino gris, el más gris de todos los grises.He vuelto a esta ciudad huyendo de mí; he vuelto en busca de un silencio amable. Tal vez he vuelto porque intuyo que aquí voy a encontrar una caricia reconfortante que no desentone con la lentitud de la pena que arrastro. En el fondo, sé que he vuelto a Santiago intentando descubrir mi propio camiño. Uno que no tenga ruta visible, pero que me lleve a algún lugar. Entonces dejo que la lluvia me guíe en el laberinto de calles empedradas, y llego a la Plaza do Plateiros, a los lados de la catedral. Una plaza tan ancha que parece entrar a un mar, un mar de piedra. No hay un solo árbol en este corazón de la ciudad señorial. En esta plaza, la de la fuente de los cuatro caballos, absolutamente tapizada por grandes losas de piedra, las palomas picotean en sus juntas. En esta plaza bloqueada por un largo muro de piedra y por recovas en su frente, lo verde parece sacrilegio. Donde se queda la mirada, todo es hierro, piedra y gris. Y toda plaza en la ciudad vieja es vasta como un mar de piedra, desierta, cercada de murallas crestadas. Es que la quietud de extramuros de Santiago no admite la mirada al mar; entonces, el mar se transforma en piedra.Sigo caminando hacia la estampa esencial de la catedral de Santiago. La fachada de Obradoiro, mojada y rotunda, siempre me hechiza por primera vez. Me conmueve el olor silencioso de su piedra ocre color del tiempo. Lo meritorio de mi emoción es que no es la fe lo que la produce. O sí: después de todo, la fe está formada por pequeños motivos personales que las religiones luego intentan organizar. Por lo pronto, en la búsqueda de mi propio camino, he inventado un credo del que soy única devota, y no lo pienso negociar. No debo estar errada: O Pórtico da Gloria me da la bienvenida y suena en mis oídos la sabiduría de la copla popular, A Porta se abre a todos, enfermos e sans; non só a católicos, mas tamém a pagáns, a xudíos, herexes, ociosos e vans; e más brevemente, a bós e profanos. Es que por algo Compostela es un mar de piedra: la piedra ha sido objeto de culto pagano desde tiempos ancestrales; vínculo con lo sobrenatural, con lo sagrado y con lo inmortal. Y vaya si hay en Galicia piedras vinculadas a cultos: una de ellas está aquí mismo, la de O santo dos Croques: una efigie del Maestro Mateo, autor de este mismo pórtico con sus tres arcos. El central simboliza la Iglesia Católica; el de la derecha la Iglesia de los Judíos; y el de la izquierda, la Iglesia de los Paganos. El añejado mármol de las columnas ha tomado un lívido color de carne de pulpo, y está bordado hasta el zócalo de figuras de alucinación. Pero es inútil: en este excelso trabajo hasta las criaturas maléficas y desfiguradas se vuelven bellas. Por eso, fieles y descreídos van a cumplir con el rito de los “croques” en O Pórtico da Gloria. Esos tres cabezazos que piden al maestro algo de su sabiduría y de su inteligencia. Fieles y descreídos; nadie elude este acto: tampoco yo. La fe es un sistema de creencias personales, pero por algo hay que empezar.Compostela es mágica, y la catedral ofrece sus trucos para todos, para fieles y descreídos. El más efectivo es el del botafumeiro. Lo he visto y puedo dar fe de ello. El botafumeiro es el incensario más grande del mundo: el actual tiene un peso de cincuenta y tres kilos, y más de un metro y medio de altura; sólo se pone en funcionamiento en misas solemnes. Dicen aquí que su origen está relacionado con la necesidad de resolver un problema de salud pública: en la era medieval, se permitía a los peregrinos dormir en el interior de la catedral para resguardarse del frío y la lluvia. Entonces, monjes y canónigos decidieron encargar la fabricación de un enorme incensario que fuese capaz de desinfectar y disminuir el desagradable olor que producía el hacinamiento. Verlo para creer: el botafumeiro llega a balancearse a setenta kilómetros por hora, elevándose hasta veinte metros de altura. Los magos que practican este truco son los tiraboleiros. Van vestidos con una gran túnica roja, y para mover el botafumeiro tiran de unas cuerdas de esparto, apoyadas en una polea, que hacen que el incensario se balancee: la coordinación entre ellos y su fuerza física es muy importante a la hora de que todo salga bien. No hay más que oír el crujir de la cuerda en la roldana superior y el silbar del botafumeiro al pasar a toda velocidad junto a los fieles. Y también junto a los descreídos.Esta ciudad acumula tanta historia como moho en cada poro de sus piedras. Historia que, aunque la iglesia católica haya intentado apropiarse, nació mucho antes, cuando gentes inquietas se preguntaban qué habría al final de aquella mancha blanca en el cielo, y cuya estela siguieron no sólo hasta Santiago, sino en su etapa final hasta el Finis Terre, donde se acaba el mundo conocido. Por eso, aunque Santiago de Compostela integre junto con Roma y Jerusalén la trilogía de ciudades santas, aquí la mística no está vinculada sólo a lo religioso. Santiago es todo espiritualidad, y espiritualidad en Santiago es mezcla de religiosidad y magia. Esa magia con que la tradición gallega espanta a las meigas (porque habelas hainas, y vuelan a caballo de una estaca), preparando una buena queimada y recitando su conjuro. Dicen que el origen de esta práctica se remonta a los siglos XI o XII, coincidiendo con la construcción de la catedral.Mientras toco el manto plateado de Santiago Apóstol, evoco el encanto del fuego: ayer, en casa de unos parientes de Villanova de Arousa, hubo queimada. Un gran recipiente de barro cocido, con la forma de una gran paellera, le sirvió a mi primo para mezclar el aguardiente con el azúcar. Luego, con un cucharón, también de barro, tomó parte de la mezcla y le prendió fuego. Lentamente pasó el cucharón al recipiente hasta que las llamas se extendieron a todo el líquido; después removió con suavidad tomando cantidades pequeñas de bebida con el cucharón y dejándola caer, con mucha delicadeza, desde bastante altura: la visión del fuego fluyendo en medio de la noche, con las luces apagadas, fue maravillosa y fascinante. Es justo y necesario que a esta costumbre se le atribuyan infinidad de mitos y leyendas, incluyendo poderes curativos y sanadores. Después, hay que decirlo, la cata del líquido caliente servido en pequeños vasos también aporta lo suyo.Ya estoy fuera de la catedral y la noche larga envuelve otra vez el mar de piedra. La lluvia ha cesado, pero pronto volverá, como siempre, como toda la vida en Santiago. He vuelto a esta ciudad en busca de algún silencio amable, alguna caricia reconfortante que no desentone con mi tristeza. Y aquí, en la tierra en que ha nacido Rosalía de Castro, puedo escuchar la nostálgica música de sus versos en el aire. Y puedo compartir este banco de piedra con un Valle Inclán y amar el esplendor de la fachada del Obradoiro. Y sentada aquí, al anochecer, bajo las luces de la bohemia, miro el reflejo sobre la piedra húmeda y sólo puedo decir: cuando quiera mutar un lento dolor en belleza, cuando quiera volver a descubrir mi propio camino, uno que no tenga ruta visible, pero que me lleve a algún lugar, lo único posible es volver a Santiago.
Mónica Ogando Ferreira
(Desde Buenos Aires, Argentina)
Mención Categoría Relatos de Viaje
Premio Eduardo de Literatura 2007

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