miércoles, 5 de noviembre de 2008

La Habana (esp)



Los gallegos miran con nostalgia el mar


Antoñico es un hombre común, de esos que cargan tristeza en la mirada. No
muy alto, un poco delgado, buen mozo, blanco, de cabello corto, canoso y
rizado, ojos color de miel y cachetes tan rojos como las fresas. Es un poco
testarudo y desconfiado, pero muy trabajador. Fácilmente me dobla la edad.
Cuando lo vi por primera vez, caminaba mirando al suelo con las manos en los bolsillos, como suelen caminar los gallegos.
Él atravesaba el lobby de aquel hotel, yo sólo esperaba un rato porque afuera caía un torrencial aguacero. El piso estaba mojado, y me causó mucha risa ver aquel hombre que caminaba mirando al suelo cuando resbaló y casi se mata. Que rara combinación, un hombre que va mirando sin ver. No sé si fue por vergüenza o porque sintió mi reprimida carcajada que levantó la vista y nos cruzamos las miradas. Se sonrió, se acercó, muy gentilmente me invitó un café y yo lo acepté. Nos sentamos en una de las mesas, justo desde donde se podía apreciar la bonita vista de un malecón empapado.
Estuvo un rato callado intentando romper su timidez, preguntó mi nombre y yo, usando una broma, le contesté:
—No hay duda de que eres gallego.
Primero se sorprendió pensando que yo era algo así como una especie de pitonisa o adivinadora; pero luego se molestó cuando le dije que sólo a un gallego se le ocurriría venir al Caribe en temporada de ciclones.
Me disculpé porque imaginé que el chiste no le había gustado y me contó que había venido en busca de posibles familiares. Que simplemente quería conocer si en algún rincón de mi país su padre había dejado herencia consanguínea.
De eso no tenía muchas dudas, porque su padre había arribado a esta isla junto a sus dos hermanos en 1930, había vuelto a Galicia treinta y siete años después y, por lógica, tenía que haber dejado alguna Penélope a la espera.
Mientras conversábamos, miraba el mar con nostalgia, y eso llamó particularmente mi atención. Yo pensaba que todas las personas debían mirar el mar con alegría. Antoñico hablaba de sus familiares con tal añoranza que me enredé en dos palabras. En estos días, es muy difícil escuchar historias de búsqueda y reunificación. Por eso y por un montón de cosas, solidarizada por su mirada y por aquel extraño pero encantador misterio, me ofrecí como su guía. Así comenzamos una hermosa amistad y descubrimos juntos cosas inimaginables.
Resulta que, efectivamente, su padre, Tomás, había salido de España con destino a Cuba a bordo del buque La Tormenta junto a sus dos hermanos Antonio y Xavier. Uno de ellos, Xavier, al parecer, se enfermó en la travesía, murió y sus restos fueron arrojados al mar.
Los dos hermanos, Antonio y Tomás, se radicaron en un pequeño negocio que abrieron, con ayuda de un andaluz, frente a la antigua Plaza del Vapor y allí, como buenos gallegos, se dedicaron al legendario giro de la alpargatería. Pasaron mucho trabajo al principio pero, rápidamente, lograron una estabilidad: las alpargatas se convirtieron en el calzado de moda o necesidad y el negocio marchó como viento en popa, al punto que les permitió abandonar sus viejas boinas y hasta penetrar en determinados círculos sociales.
En 1948, ya dirigían varias alpargaterías e, incluso, Tomás tenía la propiedad de una importante sala de fiestas donde tocaban las más afamadas orquestas de la época. Pero en junio de ese mismo año, Antonio tuvo un problema legal por una pelea callejera. Parece que el gallego tenía muy malas pulgas porque le propinó un puñetazo a un criollo y lo mandó directo al cementerio.
La policía lo comenzó a buscar y, para no perder su libertad, decidió mudarse al centro de la isla, dedicarse al gremio de la carnicería y, con un sencillo cambio de papeles, adoptó la identidad del hermano fallecido. Años más tarde, Antonio, que a partir de entonces se llamó Xavier, se enamoró de una negra hermosa y decidió hacer familia por allá, por las afueras de Trinidad, hasta que murió de paludismo y su familia emigró a La Habana al amparo de Tomás.
De todo esto nos enteramos averiguando un poco por aquí y preguntando otro poco por allá. Tomás no aportó mucha información porque, en 1967, cuando regresó a Galicia, llegó diagnosticado con la enfermedad de los recuerdos, eso que ahora llaman el mal de Alzheimer. Permaneció algunos meses ingresado pero incluso, mucho tiempo después, vivió con total demencia. Fue por eso que Antoñico se dedicó a revivir los rastros de su padre como si fueran las crónicas del paso de un gallego por La Habana. Y fue así que descubrimos que Tomasín el duende, como se le conocía en las noches de farra habanera, era la candela. No hubo mujer artista que no pasara por sus manos, porque al ingenuo Tomás, al sacrosanto padre de Antoñico, lo mismo le daban las altas que las bajitas, las gordas que las flaquitas, las negras, las chinas, las blancas, las pintas o las mulatas. Al parecer, el gallego era bastante calentico, y las alpargatas tenían alas porque cuentan las malas lenguas que el Tomasín saltaba de balcón en balcón con la misma ligereza que salta un gato montés. Señores, buscar los parientes de Antoñico fue como darle el pasaporte español a toda la República de Cuba, blancos, morenos y mestizos; hasta un chino de ochenta años juraba ser el hijo legítimo de Tomás. ¿Qué duende ni duende? Le debieron haber llamado Tomasín el Viagra.
Pero toda historia tiene un pero. Unos cuentan que fue amor y otros dicen que por celos, el nombre de Tomasín terminó en una caldera con polvo de sapo seco, semillas de marañón, corteza palma mocha, piedras de un río profundo, arena, agua de mar y unas semillitas rojas que son buenas para atormentar.
Susurran que fue el brebaje lo que borró sus recuerdos por haberse confundido con una mujer prohibida. ¡Oiga! Yo a eso le tengo espanto pero decidí ayudar.
Nos fuimos juntos a las afueras de La Habana, a visitar a un conocido y experto en la materia del barrio que lleva por nombre Guanabacoa. Un anciano lo vio y le hizo una limpia. Luego le dijo: Oye mijo, como dice aquel refrán, no hay gallego que no duerma siesta ni cubano que no tenga un pariente español. Su padre no tiene ná, su padre está durmiendo una siesta por problemas de amoríos. Venga mañana a la media noche, tráigame dos girasoles, un huevo de paloma blanca, pimienta, miel, plumas de gallina prieta y azúcar parda.
Yo ya había olvidado aquello, pero, a la siguiente noche, Antoñico me pidió que lo acompañara y regresamos a Guanabacoa con todos los encargos. Ellos entraron en un pequeño cuarto, y yo me quedé afuera aterrada. Permanecieron como dos horas, escuché gritos, rezos y mucho ruido. Cuando salieron, el viejo salió llorando, y Antonio, horrorizado. Se despidieron y regresamos.
En todo el camino de regreso, no se habló ni media palabra; pasamos por un hospital y lanzó allí una bolsita; luego me dejó en casa y, en silencio, regresó a su hotel. Pasaron exactamente tres soles con sus tres lunas. Para cuando amaneció, tocaron a mi puerta y era Antoñico con los ojos brillosos, alegres y gritando sin parar que había llamado a España y que su padre recién despertaba de su ausencia mental. Nos pusimos tan contentos que, sin darnos cuenta, olvidamos que estaba amaneciendo, cantamos alto, bailamos, hicimos cuentos y reímos. Armamos tremendo rumbón pero, al parecer, a los vecinos les importaba poco lo de la recuperación de Tomasín porque, de algún lugar, nos lanzaron un potente chorro de agua fría que nos calmó un poco. Al rato, nos despedimos y él se marchó, caminaba sonriente mirando al suelo y con las
manos en los bolsillos como suelen caminar los gallegos. Otra vez el piso estaba mojado, otra vez dio un resbalón que casi se mata y otra vez me causó mucha risa ver resbalar a un hombre que camina mirando al suelo.
Levantó la vista y la volvió hacia mí, nuestras miradas se cruzaron y… No sé si fue por vergüenza, o porque sintió mi reprimida carcajada, o por alegría, o simplemente porque le dio la gana, pero Antoñico regresó sin parar de sonreír y me besó. Entonces dijo tres o cuatro palabrotas de esas que suelen decir los gallegos cuando están contentos hasta que, murmurando, se perdió a lo lejos.
¿Qué sucedió después? Yo visité Galicia, conocí a la familia y hasta al viejo Tomasín. Una tarde de domingo salimos todos juntos a pasear cerca del mar. Se había hecho costumbre visitar la costa después de lo del Prestige. Nos sentamos sobre unas rocas, y me di cuenta de que el viejo miraba las olas con la misma nostalgia que su hijo. Entonces cometí el error —o la imprudencia—
de preguntar si había dejado hijos en Cuba. Tomasín pegó un brinco de molestia, dio una patada en el suelo, cambió el color de su rostro y engurruñó las dos cejas. Lo que contestó lo voy a dejar en sus palabras, y usted le pone las zetas y el claro acento gallego.
—Pero qué se cree usted, si yo hubiese tenido críos en Cuba, me los hubiese traído, cojones. Yo no dejo a nadie regado como si fueran pelotas de fútbol. Respete usted señorita que yo soy gallego.
Todos me miraron con una sonrisa burlona de complicidad, como diciendo te ganaste la lotería. Después de la tremenda respuesta, pensé que se había acabado el paseo por la playa, pero no: los gallegos tienen mal genio pero no son rencorosos. Enseguida me tiró el brazo con un brusco cariño y me dijo sonriente: sigamos caminando y otro día hablamos de eso. A ver, muchachita, cuándo se casa usted con mi hijo que ya estamos necesitando nietos.
Aquello me dio tremenda pena; Antoñico cerró los puños y los ojos de vergüenza, y se puso más colorado que un tomate pero, dos semanas después, nos estábamos casando en la hermosísima Catedral de Santiago de Compostela. Así fue que conocí a quienes son hoy mi familia gallega que, como todos los gallegos, miran con nostalgia el mar.
Juan Juan Almeida García
(Desde La Habana, Cuba)
Segundo Premio Categoría Relatos de Viaje
Premio Eduardo de Literatura 2007

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