jueves, 27 de noviembre de 2008

México DF (esp)


Dile que sí al viento

La mujer esperaba a Rafael con el niño en brazos y, de cuando en cuando, se llevaba las manos a la frente para limpiarse el sudor. No había pasado mucho desde que el pequeño al fin se había quedado en silencio, y ahora le producía una desazón extraña el otro ruido de la ciudad: estridente a su manera, casi leproso, un ruido que se pegaba también a sus narices como un mal olor. Desde el sitio donde se encontraba, podía ver la avenida con toda su amplitud, los edificios largos, un reloj de pedestal y un paradero urbano y sucio, del que cada cinco minutos salía un camión atiborrado de personas que volvían a sus casas. Miraba a toda esa gente preguntándose si era feliz, pero, al verlos apretados dentro de la unidad, sufriendo el calor imposible, se respondía que no, no era posible: era absurdo pensar en cualquier tipo de felicidad. Y miró al pequeño con las manos sucias después de jugar en el piso. Sus manos eran negras en los pulgares y, después, esa misma suciedad se había corrido hasta la palma, dejándosela un tanto más oscura, como si fuera un raspón producido por un golpe.
Sí, la suciedad también era un golpe. Ansió ir a su casa —o lo que llamaba “casa”—, y meterse un rato a la regadera, más bien al cuarto donde se bañaba, y vaciarse sobre la coronilla las carretas de agua con el bote: el agua así, de golpe, era su felicidad en días bochornosos. Los otros baños del patio eran iguales, menos el de Rafael: el suyo era el único que contaba con esa dádiva de una regadera en forma, con su aspersor de agua y las llaves para el agua fría y la caliente; la regadera de Rafael era así gracias a los arreglos que guardaba con el patrón.
Sólo había un detalle que asemejaba todos los baños: las puertas eran láminas o cortinas que a veces movía el aire y dejaban al descubierto muslos, pies, dedos que se arqueaban al contacto con el aire helado. Y había visto a veces a Rafael a la caza de esos momentos: se movía nervioso, tenso por divisar un poco más, como si quisiera extraerse los ojos por la ansiedad de ser descubierto, pero, también, con el deseo de poder apresar lo que se alcanzaba a vislumbrar en la cortina.
La mujer alzó la mirada y buscó entre la gente, pero no encontró a Rafael ni su camioneta de redilas. Buscó la hora en el reloj de pedestal y se fastidió un poco al notar la tardanza. Ya iba para una hora. Siempre le pasaba eso. Siempre, Rafael la dejaba hasta el final: ella era la última en subirse a la camioneta de redilas. Terminó por acomodarse junto a los aparadores y, molesta, se puso en cuclillas, cuidando de que el pequeño no se balanceara demasiado y el movimiento lo despertara. Y lo hizo lentamente, muy lentamente, hasta que terminó por sentarse. No quiso ni saber de esa suciedad, pero terminó por aflojar el cuerpo: eran sus nervios distendiéndose con calma, y los huesos dejaron de crujirle de cansancio. Con los dedos, separó un poco la cobija y vio al niño: dormía sin prisa. Volvió a observar a la gente en los camiones: se los veía aturdidos y, después de que el camión pasó, el aparador de enfrente, donde se exhibían muchos televisores, capturó su atención. Se puso de pie, otra vez calculando los pasos, los movimientos, y decidió esperar del otro lado de la acera.
No importaba el lugar, sólo que no se moviera de ese sitio; desde cualquier punto podría ver la camioneta de Rafael, no importaba desde qué lado de la acera lo hacía. Cruzó la avenida y el humo del esmog se le pegó a los cachetes, y los restregó con suavidad, como si se hiciera una caricia, y la imagen de los baños, de esas cortinas abiertas por el aire le produjeron escalofrío, como si tuviera, en ese momento, en la espalda y las nalgas y las piernas desnudas, mojadas, una mano de aire posándose en sus hombros.
La mujer se detuvo frente a los televisores y volvió a mirar al pequeño, quien bostezó sin alcanzar a despertarse. Sentía que no soportaría otra jornada como esa, con el pequeño en llanto desde muy temprano, sólo aquietado durante la hora de comer. Había vendido rápido casi toda la mercancía pero, al caer la tarde, no había logrado vender nada. Le dolían los pies: había caminado demasiado. El niño tenía hambre, despertaría con hambre, y recordó cómo había dado cuenta del único biberón, exprimiéndolo con ansiedad.
Trató de centrar su atención en los televisores y sólo encontró un partido de tenis. Rafael le había dicho que así se llamaba: tenis, como los zapatos, y le causó gracia cuando se lo dijo; él, siempre tan interesado en esas cosas. Simplemente debes regresar la pelota, le había dicho él una tarde en la que les explicó a ella y al resto de las mujeres sobre los deportes que le gustaban. Tenis, así había dicho, como en otras ocasiones les contaba de su vida. Se quedó mirando el partido: la pelota iba, venía, se alejaba con violencia, volvía al lado del campo. Tenis, qué cosa más extraña, se dijo, pero en un momento, se sintió interesada por el vaivén de la pelota pequeñísima. Vio al niño y después volvió de reojo al televisor. Se ve que esos tenistas son gente buena, y miró con esperanza al pequeño.
Los hombres atléticos del televisor se limpiaban el sudor y, por un momento, la mujer quiso saber qué se sentiría con ese sudor en la piel, uno distinto al de los otros, aquel sudor percudido que perdían los hombres en los camiones apretados y que luego se limpiaban en regaderas con puertas hechas con cortinas, que el aire no tardaba en mover. Sudor. La mujer se chupó los labios y después se limpió la parte superior de ellos con la lengua, trayéndose un resabio salino con él. Nunca antes había pensado así en su sudor; pero sí en el niño: ¿qué sería de él? ¿Sería como otro que llenaba un camión? ¿Sería como Rafael, hurgando la mirada entre las cortinas? Acercó la nariz al pequeño y la mujer se dijo que nunca la había incomodado el sudor del niño: algo de ternura había en él, un sudor que sí podría lamer cuantas veces quisiera.
En los televisores seguía el partido de tenis, y se acordó de Rafael y la vez que lo encontró espiándola. Tenía su fama el conductor del camión: mujeriego, algo bebedor, amante de los deportes. Tenía en el cuarto que el patrón le daba —gratis a cambio de cuidarlas, darles la mercancía, tenerlas cerca— una serie de banderolas de equipos y pelotas de fútbol y otros deportes. Los domingos era imposible encontrarlo, porque se iba desde temprano con la camioneta y recogía a los otros jugadores. Jugaban fútbol en un llano lejos, y el resto del domingo, Rafael hacía carnes asadas para los jugadores, y bebían en el patio de la pequeña vecindad: los niños corrían con libertad, algunos se caían, y ella se quedaba encerrada en su habitación, descansando, lavándose los pies con agua caliente y lista para el día de trabajo.
Volvió a ver el partido de tenis y la pelota le produjo ansiedad: iba, venía, era golpeada con fuerza; a veces se detenía en la red a mitad de la cancha, pero volvía al juego, a ser golpeada, a ser un punto muerto en el aire. Quiso calcular cuál era el momento en el que la pelota alcanzaba su máxima altura y, por más que apuró los ojos, no lo encontró. Una pelota. Recordó de nuevo los baños, el futuro de su hijo, pero después, violentamente, recordó la noche anterior. Había visto a Rafael meterse a hurtadillas a la regadera contigua, con Martha. Apretó el gañote al recordar esos débiles pujidos y las risas. Oyó la réplica de Martha: Luisa está al lado, y después la voz de Martha se apagó con un caliente, pero, a la vez, débil susurrro: Deja que oiga. Y no había logrado dormir a causa de esas palabras, llegaban a la mujer durante el día, con el cansancio y la mercancía en las bolsas, y penaba que, al ver a Rafael, no lo vería a él sino un rostro que formaba esas palabras: Deja que oiga.
El niño se movió un poco en sus brazos y volvió a verlo con alarma. Le tocó la frente, encontrándola un tanto más tibia a lo normal. Sólo falta que se enferme, y detuvo la presión de los dedos sobre las mejillas, pero después se dijo que sólo era el calor del día, la humedad, el sudor de un día de trabajo. Cuando volvió a ver la televisión de nuevo, centró su vista en el tenis, en la curva casi mágica que hacía la pelota y, sólo entonces, se dijo que ojalá su hijo fuera tenista o fuera cualquier cosa, menos como ella. Se dijo: soy como esa pelota, ando de un lado a otro, rebotándome con fuerza, nadie tiene compasión de mí; y después la pelota cayó al suelo, y la mujer empezó lentamente a doblarse, a buscar un punto de apoyo. Ella era la pelota y el niño una más pequeña: no había salvación; siempre estaría rebotando de un lado a otro, una constante su ir y venir sin encontrar nunca un alivio.
Sintió que, en ese momento, se le caía el pequeño, resbalaba por sus brazos hasta amontonarse en el suelo, sobre la otra suciedad de miles de pisadas que arrastraban polvo, arena, mierdas, chicles y escupitajos. Fue en ese momento cuando vio la camioneta de redilas aparecer al fondo de la calle. Rafael se detuvo frente a ella y tocó el claxon, pero la mujer no se levantó. Anda, Remedios, se nos hace tarde. La mujer alzó la cabeza. Ahí estaba la camioneta de redilas que la llevaría a la vecindad, al cuarto donde amontonaba sus pequeñas cosas, al cuarto de baño con una cortina en la puerta y la mirada libidinosa de Rafael.
Se sintió cansada, como si finalmente la suciedad de la calle la hubiera alcanzado y el sudor hubiera salido de las alcantarillas transpirando por el televisor hasta adherírsele como una costra maldita. Vio a Rafael bajarse de la camioneta: su camisa bien fajada, el pantalón de mezclilla, el tenis blanco, y Rafael la alcanzó, le tocó el pulso, la levantó de un jalón. Cruzaron la avenida, y la mujer alcanzó a oler el sudor del conductor y sintió ansiedad mientras la subía a la caja trasera del mueble. Háganle espacio, les dijo el conductor a las otras mujeres. La mujer oyó del fondo de la caja que Martha decía: es una muerta de hambre nomás, y, por un momento, deseó que la puerta de su regadera fuera una puerta bien maciza, que detuviera cualquier mirada o susurro.
Dio una última hojeada a la tienda donde los televisores seguían escupiendo el partido de tenis, aunque sólo miraba una mancha verde sobre las pantallas. Entonces la mujer despertó al niño, lo movió despacio mientras el camión de redilas se alejaba, y sólo cuando escuchó el llanto del pequeño, pudo sentirse en paz: su hijo no sería tenista, ni practicaría ningún deporte, y lo imaginó grande, apretado en un camión de pasajeros como los demás, y al oír el llanto, sentía como si ese llanto la liberara y dejara de hacer dar vueltas, giros, curvas inesperadas en el aire. Vio a Martha de reojo y se dijo, a manera de venganza, que las cosas iban a cambiar y que pronto llegaría el aire y movería la cortina de su baño y Rafael la miraría y, al menos, si era poco o mucho esperar, ella iría ahora a la regadera y, también, que era todo lo que podía aguardar: ahí se limitaba su esperanza.

Antonio Ramos Revillas

(Desde México DF, México)

(Mención Premio Categoría Relatos de Deporte)

Premio Eduardo de Literatura 2007

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