miércoles, 10 de diciembre de 2008

Uyuni (esp)



(Agosto 2004)

Habíamos conocido a Mauricio y a Mika en el camino del Inca. Después, como sucede a veces cuando estás viajando, los dos se nos pegaron como estampillas, primero en Aguas Calientes, y en el regreso a Cuzco. Decidieron venir con nosotros a Coroico —el temible viaje en camión por el camino de la muerte— y después a Potosí.

Nosotros no teníamos mucha plata ni crédito. Viajábamos a dedo y cocinábamos guisos; ni pensar en restaurantes ni siquiera fondines. Y por supuesto, nuestra carpa era nuestro hogar en la mayoría de los lugares donde parábamos. El plan era llegar al fin del mundo (Ushuaia) para fin de año; había que ajustarse los cinturones y, la verdad, le agregaba un encanto especial al viaje.

Mauricio y Mika eran un misterio. No tenían plata, pero tenían tarjetas de crédito. Así que con ellos fuimos al primer —y único— restaurante en el que Mauricio pagó con su tarjeta a cambio de nuestro efectivo. Eran los dos jovencitos y graciosos. Los dos vivían en Australia; Mauricio de origen chileno, Mika era finlandés. Nos pareció, desde el principio, que Mauricio se abusaba de la candidez de Mika, que le sacaba plata...; nos vimos envueltos en una situación extraña en Cuzco, tratando de cobrar los cheques viajeros de Mika, que parecía un chiquilín asustado, y por un momento, nos pareció que nos había adoptado de padres... ¡y nosotros a él de hijo!

En Potosí, decidimos hacer un tour a las minas del cerro Potosí. Un gran gasto, pero valía la pena. Ese cerro impecable, horadado como un hormiguero gigante en la búsqueda empecinada de los bolivianos por algo de plata; un brillito, apenas, en alguna roca, para seguir tirando. Con la plata del tour ayudábamos a los potosinos a subvencionar lo que ahora era una cooperativa, ya que el cerro, después de 500 años de arañazos, piquetazos y dinamita, estaba literalmente vacío, y a las compañías grandes había dejado de interesarles. Es más, una empresa japonesa le había ofrecido al gobierno boliviano comprarlo, por su tierra arcillosa, pero el gobierno rechazó la oferta por la única razón de que el cerro Potosí era un ícono que, de alguna manera, representaba a Bolivia. Es cierto... ¡está representado en la bandera y en el escudo de armas nacionales!

Parte del tour era una visita a la feria de Potosí, donde, entre otras cosas, vendían productos que nos recomendaron llevarles de regalo a los mineros. Agua mineral, caramelitos de menta, cigarrillos, hojas de coca y cartuchos de dinamita. Nosotros optamos por lo seguro: compramos todo menos la dinamita.

Fue un viaje al interior de la tierra, por túneles a veces de un metro de altura, donde los gringos agradecían los cascos que nos habían dado en la entrada. Los mineros potosinos sonrieron tímidamente ante nuestros regalos y nos mostraron el interior de su montaña, su representación de Zupay, con sus cabellos rubios de serpentinas de papel, su cigarrito en la boca, sus ojos azules de piedra y las ofrendas rodeándolo, botellas de aguardiente, cigarrillos y bolsas con hojas de coca para tenerlo contento y que, contento, los protegiera.

De vuelta en el hospedaje (que Mauricio insistió en pagar por todos con su tarjeta), mirando el mapa, decidimos que el próximo destino sería Uyuni, la laguna roja. Una laguna en medio del salar de Uyuni, un desierto blanco al límite con Chile. Roja por una extraña formación de algas que atrae a los flamencos. Una laguna roja colmada de flamencos en medio de un desierto blanco de sal. Por supuesto no pudimos pagar un tour. Nos hablaron de unos camiones que pasaban camino a Chile y nos podrían llevar hasta allí. Para eso había que tomar un tren de carga hasta una estación sin nombre, donde debíamos bajar y esperar al camión.

En el mercado de Uyuni, compramos provisiones para lo que sería una semana de viaje, y como Mauricio había pagado el hospedaje, hicimos el gasto extra y compramos vino en caja, un pequeño lujo que nos dábamos en raras ocasiones. El tren de carga salía de Uyuni a las 11 de la mañana. Hablamos con alguien en la estación y arreglamos el pago. Y nos dispusimos a esperar al tren, jugando con la zorra, sacando fotos y tomando de a poco el vino barato al sol boliviano.

El tren llegó a la estación a las 8 de la noche. Para entonces, Mika y Mauricio estaban completamente borrachos. Subimos y nos ubicamos en el único vagón que llevaba pasajeros. Una mujer y su hijo, que ya habían ocupado los únicos asientos, nos miraron con desconfianza, como miran los bolivianos a los gringos. Nos sentamos en el suelo con nuestras mochilas de almohadones. El conductor nos vino a cobrar y a querer cambiar el costo del pasaje. Hubo una discusión horrible porque no teníamos cambio y porque nos quería cobrar de más. Mauricio y yo éramos los únicos que hablábamos español, así que nos tocó a nosotros negociar. En realidad, me tocó a mí, porque Mauricio en su embriaguez, regateaba al revés y el precio subía cada vez que abría la boca. Mika lo calló de un golpe, y se terminó la discusión.

El viaje se presentaba complicado y estábamos todos tensos. Mika se puso a llorar y a vomitar en el suelo. La mujer abrazaba a su hijo, y Mauricio nos decía a todos cuánto nos quería. Yo tapé el vómito con el aserrín que estaba en el vagón y quería desaparecer... o bien que desaparecieran ellos.

El tren paró en medio de la nada. La noche cerradísima y sin luna no nos dejaba adivinar los contornos del horizonte. Mauricio necesitaba ir al baño —algo así musitó antes de bajarse y desaparecer en la oscuridad—. El tren arrancó y se fue sin él. Nuestros gritos se perdían en la negrura de la noche. Paul bajó a llamarlo, y tuvo que correr y colgarse del tren para volver a subir. Tres eternas horas más tarde, llegamos a nuestra estación sin nombre donde bajamos confusos, los tres y las cuatro mochilas. Todavía estaba oscuro.

La estación no estaba desierta, ¡estaba abandonada! Hacía un frío de morirse, así que entramos por una ventana que tenía los vidrios rotos y dormimos un par de horas hasta que el sol nos despertó. Salimos a investigar. Afuera, en la galería de la estación preparamos el calentador y nos hicimos un café para despabilarnos. Mika encontró una zorra y se puso a jugar, arriba y abajo, sonriendo y saludándonos desde las vías. Cuando bajó para tomarse un café, nos dimos cuenta de que lo seguía un perrito, aparecido de la nada, como por arte de magia. Al rato, vimos a los que debían ser los dueños del perrito. En el horizonte neblinoso, la figura de tres hombres marchando hacia nosotros, en ese lugar absolutamente desierto, inmenso y blanco, parecía una alucinación. Tenían ropas militares, ojotas y una sonrisa.

Sin Mauricio, la encargada de las relaciones sociales era yo. Eran conscriptos bolivianos que estaban cumpliendo el servicio militar obligatorio en lo que dimos en llamar La Segunda Base De Resistencia Boliviana Contra El Avance Chileno. Nos llevaron con su sargento al cuartel militar para que le explicáramos qué estábamos haciendo allí. Marchamos detrás de los soldaditos de juguete, cargando la mochila de Mauricio y conteniendo la risa como podíamos.

El cuartel era un chiste; con todo el respeto y cariño que siento por los bolivianos, no hay una mejor palabra para describirlo. Era una especie de fuerte camuflado en medio del desierto de sal, parecía salido de una película barata de la legión de honor francesa. En la puerta había, sobre una mesita, una maqueta representando la base, hecha en arcilla, con todo y banderita de papel.

Otra vez la encargada de explicar fui yo. Anotaron nuestros nombres en un libro y nos explicaron que debíamos permanecer en el cuartel, donde nos alojarían y alimentarían, a esperar los camiones que, según el sargento, no pasarían hasta tres días después... con suerte.

Al día siguiente, vimos pasar los 4x4 del tour que no quisimos pagar, todos sonriendo con sus cámaras de fotos, saludando a estas tres figuras que los miraban desde el salar. Pasamos tres días tocando la guitarra de uno de los soldaditos, viéndolos formar con todo su atuendo y armas, saludando a la bandera a la mañana y revirtiendo a las cómodas ojotas a la tarde, cuando el sol pegaba fuerte. Hicimos esculturas de sal, corrimos carreras, contamos chistes, jugamos al fútbol con los soldados. Los turistas volvían alucinados y nosotros seguíamos en el cuartel.
Al cuarto día volvió a pasar el tren de carga, trayéndolo a Mauricio en el vagón para pasajeros. Contento y limpio nos abrazó y nos contó cómo casi se muere de frío en las calles del poblado donde se encontró en medio de la noche, cómo llamó a una puerta cualquiera y cómo esa puerta se abrió salvándolo. Pasó en esa casa los tres días siguientes hasta tomar el tren que lo reunió con nosotros. Reencontrarnos con Mauricio fue un alivio al mismo tiempo que una pesadilla. Le contamos nosotros a él de la estación y los soldados, y el sargento inscribió el nombre de Mauricio en el libro. Al día siguiente era obvio que ningún camión pasaría por allí, y nosotros decidimos olvidarnos de la laguna ya que ese mismo día pasaba el tren que nos llevaría a Chile.

A los postres (manzana asada), decidimos comentarle al sargento nuestro plan. En ese mismo tren, nos dijo, vendrían sus superiores a inspeccionar el cuartel. Se fue y volvió casi en seguida con un consejito: que dejáramos en Bolivia (con ellos) las hojas de coca, ya que en Bolivia es normal “achicar” coca y es legal, mientras que en Chile las califican de droga.
—Y otras drogas que tengan —agregó riéndose—, les revisan hasta los calzones los chilenos, son muy exhaustivos.

No teníamos coca ni ninguna otra droga, pero Mauricio no estaba tranquilo. Al fin nos confesó que él había comprado para los mineros unos cartuchos de dinamita y que se había olvidado de dárselos así que todavía los tenía en la mochila. De pronto me congelé. ¡La mochila que dejó con nosotros en el tren, la que estuvo cuatro días en el cuartel sin ser revisada, tenía unos cartuchos de dinamita!

Estábamos en un cuartel militar, ridículo como salido de una mala película, con sus soldaditos en ojotas y sus partidos de fútbol, pero no dejaba de ser un cuartel militar, con sargento incluido y los superiores que llegarían al día siguiente en el tren. Nos miramos preocupados, pero al rato, pensando en la cara risueña del sargento... y en la realidad de que tendríamos que dejar la dinamita allí, de todas maneras; decidimos contarle. Preferimos el sargento boliviano a los carabineros chilenos.

—Mire, sargento, Mauricio tiene unos cartuchos de dinamita que compró en Potosí para los mineros, y como se olvidó de dárselos, todavía los tiene en la mochila, ¿vio? —Sonaba natural— ¿Se los damos a usted?
—Mañana los hacemos explotar en el salar, ¿qué les parece?
—Buenísimo.

Y se fue. Y nosotros nos reímos aliviados hasta que volvió, y algo en su cara no tan risueña ya, nos avisó que algún pensamiento oscuro se le habría cruzado. No era para menos. Habría pensado en la inspección del día siguiente y en que había tenido a estos tipos en el cuartel cinco días con dinamita en una de las mochilas. Tal vez era nomás para preocuparse un poquito.

—¿Me permitirían verlos?

Mauricio los sacó y todos nos quedamos boquiabiertos. Parecía el coyote del correcaminos, “dinamita marca ACME”. Seis cartuchos arreglados en forma de pirámide. Grandes eran. Notamos también el hielo en el sargento que se los llevó.

Cuando volvió era otro. Necesito hablar con ustedes, individualmente, los que hablan español primero. Allá fue Mauricio. Salió él de la oficina y entré yo. Le expliqué la historia de las minas, de la empresa que nos vendió el tour (todavía tenía en el bolsillo la tarjeta, guardaba todo para mi diario de viaje). Me preguntó si teníamos armas, qué más traíamos y si éramos guerrilleros. Le aseguré que la historia del tour era verdad, que llamara a la empresa. Pareció conforme, y le dije que me iba a preparar para el viaje. Fui al baño a ponerme las calzas debajo de los pantalones, el tren viajaría por el altiplano y las temperaturas a la noche serían bajo cero. Apenas me estaba poniendo las calzas se abrió la puerta del baño y apareció el sargento a preguntarme qué estaba haciendo. Me abrigo, le dije, tratando de comprender la situación en la que me encontraba. Paul y los demás afuera, y solo conmigo en el baño, este sargento a quien se le escapaba la única mujer que tuvo en su cuartel desde quién sabe cuándo. Cuando me vino a tocar las calzas —para ver de qué tela eran, se excusó—, me petrifiqué. Uno nunca sabe cómo va a reaccionar en estas situaciones hasta que se encuentra en una de ellas. Pero mi mirada le debió haber dolido como la cachetada que debí haberle dado, sonrió y se fue.

Después de un par de horas en silencio, llegó por fin el tren. Por la misma puerta, bajaron el teniente y el mayor, y subimos nosotros, camino a Chile, sin mirar atrás.

(En Arica, norte de Chile, nos deshicimos de Mauricio y Mika. No fue fácil.)

Paul y yo pusimos la carpa en el Parque Nacional Tierra del Fuego el 27 de diciembre de 2004 y nos quedamos a celebrar el fin de año.


María Elisa Pelletti

(Desde Isle of Skye, Escocia)

Mención Premio Eduardo de Literatura 2007

Categoría Relatos de Viaje

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