SIN PENSARLO DEMASIADO
Hay turistas y hay viajeros, dice Paul Bowles; turistas apurados por recorrer, ansiosos por volver y contar lo que recuerdan haber visto; viajeros apasionados que analizan, disfrutan, estudian y se desplazan con lentitud de un punto a otro de la tierra.
Yo soy una viajera. Una viajera limitada por cuestiones laborales y por las políticas cambiarias de un país de sobresaltos. Soy una viajera, obligada, en los últimos años, al placer diferente de viajar sola, por eso de las vueltas de la vida, claro. Pero, soy una viajera, y dólar más, dólar menos, nada frena mis emociones y mis ganas de conocer.
Hacía mucho que Puerto Rico, la Borinquen de los taínos, estaba en mis planes. Hacía poco que una línea aérea realizaba vuelos directos a precios atractivos. Buenos Aires – San Juan obviaba Miami, la espera y otras cuatro horas de vuelo.
Una noche bastante incómoda y corta transformó al invierno de Buenos Aires, indiferente y gris, en un verano intenso, colorido y sofocante. Primeras impresiones, contundentes, para demostrarme que la intuición no me había fallado.
Puerto Rico es un Estado Libre y Asociado a los Estados Unidos. Tiene un gobernador, elegido por el pueblo, un parlamento y un representante en el Capitolio, con voz, pero sin voto. Coexisten un partido político independentista, otro que quiere mantener el statu quo y otro que pretende ser una estrella más en la bandera americana. Por lo tanto, Puerto Rico es una isla del Caribe diferente, con una vida próspera y cómoda, similar a la de los Estados Unidos, con el sabor y el desorden y las ganas de vivir del latino. Entrar a la Isla es igual que entrar a la Unión; por lo tanto, hay un control riguroso de todos aquellos que quedamos de este lado del mundo, sobre todo de las pobrezas vecinas. Tan doloroso como imposible.
Por suerte, mi trámite fue rápido. Eran épocas de “relaciones carnales”. Sólo algunas preguntas para asegurarse de mi regreso. Unos pocos minutos, varios sellos y los equipajes ya viajaban sobre la monotonía negra de las cintas, entre policías fornidos y perros que alardeaban de su gran sentido del olfato.
Con mis bolsos a cuesta, me paré frente a una de las puertas, que se abrió, automáticamente. Fue mi primer contacto con el aire caliente, extraño, quizá por lo agobiante, que no dejaría de acompañarme nunca, y que se adueñó de mis narices, mojó mis manos y le dio a mi piel un instantáneo brillo de celofán. Vulgarmente, se podría hablar de un horno prendido a la temperatura máxima. Estás en el Caribe y es verano, me dije. Después de todo, a mí siempre me gustaron los veranos auténticos y ostentosos. Los veranos verdaderos, que ya no existen en nuestra Costa Atlántica. Veranos eran los de antes, decía mi abuela.
Tenía una reserva en un pequeño hotel de Isla Verde. Allí descansaría y planificaría los días siguientes. Isla Verde está a pocos minutos del aeropuerto, es una zona de restaurantes, departamentos y hoteles, la mayoría con salida directa a la playa. Algunos, sencillos, como el mío. Otros, lujosísimos, como el espectacular Hotel San Juan. Todos comparten la misma franja de arena, el mismo mar transparente, las palmeras interminables.
Lo primero que aprendí es que los hoteles son un punto de encuentro, de reunión social. En los bares y en los casinos de esos hoteles, los turistas se confunden con los boricuas, que se juntan a comer, a tomar tragos, a jugar, y muy fuerte. Ajena totalmente al cholulismo nacional, tengo que confesar que, una noche, en el San Juan, pasé una respetable cantidad de minutos esperando ver a Silvester Stallone. Gran desilusión y unos cuantos dólares perdidos, junto con el tiempo, en una mesa de ruleta. De todos modos, valió la pena compartir, un rato, un estilo de vida, que jamás estará a mi alcance. No creo en los milagros.
Tomar el transporte público es una buena forma de sentirse parte de un lugar. Además es barato. Como la mayoría de la gente tiene auto, las “guaguas” no son tan numerosas como nuestros colectivos porteños, pero sí mucho más grandes, modernas, confortables y respetan los horarios, lo que facilita mucho más las cosas. Sentarme en una y recorrer la corta distancia que hay entre Isla Verde y el Viejo San Juan, fue saludable y reconfortante, por el aire acondicionado, por la prolijidad de las avenidas, por el mar que, cada tanto, aparecía para tentarme. Old San Juan, decía el cartel. Me sonreí con pena, tal vez, por el spanglish o por la pérdida de identidad, o porque recordé, de repente, una canción de Javier Solís, que, no sé en qué recoveco de mi memoria se había metido. Con un plano, a veces abanico improvisado, caminé calles empedradas, tarareando y armando como rompecabezas la letra olvidada. Casas coloniales, conventos que nunca pensaron ser hoteles de cinco estrellas, murallas con torretas, bares, restaurantes y negocios. El Parque de las Palomas, a un costado de la Calle del Cristo, fue un descanso, demasiado sucio y arrullado, camino a la Casa del Gobernador. Antes de seguir hasta el Castillo de San Felipe, el Morro, era necesario reponer fuerzas. Encontré un restaurante criollo. Ni probar, con ese sol y semejante temperatura, el arroz con habichuelas típico. Unos tostones, una ensalada y una cerveza helada me bastaron para seguir caminando, para recorrer la antigua fortaleza de piedra y sentirme un verdugo moderno de Sir Francis Drake. En la parte más alta, el aire era tan fresco y azul como el mar. No daban ganas de volver. Esperé que un crucero entrara en la enorme bahía, cerré los ojos, soñé y regresé en un tren turístico donde nadie hablaba español. El recorrido terminaba en los muelles, repleto de barcos de lujo. Para seguir soñando.
Me encanta levantarme temprano, caminar por la playa, meterme en el agua, sin sufrir por el frío, y leer tirada sobre la arena, pero desayunar frente al mar, a la sombra de las palmeras, sobre una enorme terraza, constituía un placer increíble. Era el momento para estudiar, entre café y café, los mapas y los folletos que iba acumulando. Preguntar y hablar con la gente es el mejor complemento de las guías y los empleados del hotel fueron generosos con las recomendaciones de sus lugares predilectos, de los sitios que recorrieron de niños, de playas lejanas vírgenes de extranjeros. El tamaño de la isla era risueño comparado con nuestras distancias. Dicen que en un día, siguiendo la autopista costera, se puede cerrar la vuelta.
Armé un recorrido posible. Nada firme, todo lo contrario. Seleccioné algunos puntos clave, y de ahí en más, las ganas, lo imprevisto y la sorpresa.
Llegué a Arecibo en busca del Observatorio, atraída por el proyecto SETI de búsqueda de inteligencia extraterrestre. Después de un camino de montaña, bastante deteriorado, abrupto y lleno de curvas, me encontré con el radiotelescopio más grande y más impresionante del mundo. Un plato enorme ubicado estratégicamente entre montañas, apuntando al espacio, y un centro de visitantes donde hacen crecer el entusiasmo. Muy cerca, entre las montañas calizas, hay otra maravilla, diferente, por lo natural: el sistema de cavernas del Río Camuy, el tercer río subterráneo más importante del mundo, que puede verse entre cuevas apasionantes, llenas de moho, de estalactitas y de murciélagos, rodeadas por una selva enmarañada y verde.
La humedad, el calor y las alturas abruman, pero el mar, siempre cerca, estimula. Me habían recomendado Cabo Rojo. Hay varias playas, una más espectacular que otra, todas frente al Canal de la Mona, infectado de tiburones, por el que, a veces, pateras repletas de dominicanos intentan entrar al territorio americano.
Me instalé en Boquerón, una enorme bahía de aguas demasiado tranquilas y playas ruidosas, donde la música es constante. Es el lugar que prefieren los puertorriqueños, y hay muchos hoteles y paradores económicos edificados sobre la mismísima arena.
Era temprano. Los coquís ya habían dejado de cantar. José caminaba solo, por la orilla. En ese momento, si me hubiera animado, podría haber cambiado algo de mi historia.
José tenía la mirada intensa y el tono irresistible de los puertorriqueños. Me hizo reír a carcajadas, me enseñó a comer ostras con limón sobre los acantilados rojos cercanos al Faro, me contó anécdotas inquietantes, me volvió a la calma de sentirme cuidada y en compañía. Nunca entendió mi apuro y mi deseo de verlo todo en tan pocos días y me obligó a esperar una noche sin luna para ir a la bahía fosforescente de La Parguera. Conocer este pueblito de pescadores valió la pena. Esperar la noche más oscura, también. Fuimos en su bote hasta lo más profundo, llegamos cuando regresaban los barquitos de turistas. La soledad y el silencio asustaban, pero José me aseguró que no iba a arrepentirme. Nos metimos en la tranquilidad pasmosa del agua, negra como la noche y cálida como el aire. Al primer contacto con nuestros cuerpos, el agua pareció llenarse de estrellas que seguían nuestros movimientos. Son millones de microorganismos dinoflagelados que emiten luz cuando se los perturba.
Nada perturbó nuestra noche en medio del Mar Caribe. Nada perturbó nuestro regreso a Boquerón y el amor que probamos en mil playitas solitarias.
En mi mapa quedaron círculos pendientes: Ponce, el Parque Ceremonial Indígena, el Yunque y sus leyendas de bases extraterrestres, de desapariciones, de misiles apuntando al Sur. Quizás una próxima vez. Por lo pronto, comprobé que el mismo lugar se puede redescubrir una y mil veces, hasta el cansancio, y que, hasta lo más insignificante se puede volver fantástico.
Buenos Aires era una realidad cada vez más cercana. No me quedé en la Isla como José me propuso incansablemente. No pude. ¿Eso de las estructuras, eso de los amores de vacaciones? No lo sé, la cuestión es que me fui como escapando. Eso de la falta de coraje para cambiar la historia.
Pero, bueno, tampoco hace tanto que hice este viaje y puedo volver en cualquier momento. Porque todavía las luces brillan en la bahía; porque todavía los coquís siguen derrotando el silencio de las noches; porque me espera; porque lo extraño. Porque acabo de decidirlo, sin pensarlo demasiado.
Yo soy una viajera. Una viajera limitada por cuestiones laborales y por las políticas cambiarias de un país de sobresaltos. Soy una viajera, obligada, en los últimos años, al placer diferente de viajar sola, por eso de las vueltas de la vida, claro. Pero, soy una viajera, y dólar más, dólar menos, nada frena mis emociones y mis ganas de conocer.
Hacía mucho que Puerto Rico, la Borinquen de los taínos, estaba en mis planes. Hacía poco que una línea aérea realizaba vuelos directos a precios atractivos. Buenos Aires – San Juan obviaba Miami, la espera y otras cuatro horas de vuelo.
Una noche bastante incómoda y corta transformó al invierno de Buenos Aires, indiferente y gris, en un verano intenso, colorido y sofocante. Primeras impresiones, contundentes, para demostrarme que la intuición no me había fallado.
Puerto Rico es un Estado Libre y Asociado a los Estados Unidos. Tiene un gobernador, elegido por el pueblo, un parlamento y un representante en el Capitolio, con voz, pero sin voto. Coexisten un partido político independentista, otro que quiere mantener el statu quo y otro que pretende ser una estrella más en la bandera americana. Por lo tanto, Puerto Rico es una isla del Caribe diferente, con una vida próspera y cómoda, similar a la de los Estados Unidos, con el sabor y el desorden y las ganas de vivir del latino. Entrar a la Isla es igual que entrar a la Unión; por lo tanto, hay un control riguroso de todos aquellos que quedamos de este lado del mundo, sobre todo de las pobrezas vecinas. Tan doloroso como imposible.
Por suerte, mi trámite fue rápido. Eran épocas de “relaciones carnales”. Sólo algunas preguntas para asegurarse de mi regreso. Unos pocos minutos, varios sellos y los equipajes ya viajaban sobre la monotonía negra de las cintas, entre policías fornidos y perros que alardeaban de su gran sentido del olfato.
Con mis bolsos a cuesta, me paré frente a una de las puertas, que se abrió, automáticamente. Fue mi primer contacto con el aire caliente, extraño, quizá por lo agobiante, que no dejaría de acompañarme nunca, y que se adueñó de mis narices, mojó mis manos y le dio a mi piel un instantáneo brillo de celofán. Vulgarmente, se podría hablar de un horno prendido a la temperatura máxima. Estás en el Caribe y es verano, me dije. Después de todo, a mí siempre me gustaron los veranos auténticos y ostentosos. Los veranos verdaderos, que ya no existen en nuestra Costa Atlántica. Veranos eran los de antes, decía mi abuela.
Tenía una reserva en un pequeño hotel de Isla Verde. Allí descansaría y planificaría los días siguientes. Isla Verde está a pocos minutos del aeropuerto, es una zona de restaurantes, departamentos y hoteles, la mayoría con salida directa a la playa. Algunos, sencillos, como el mío. Otros, lujosísimos, como el espectacular Hotel San Juan. Todos comparten la misma franja de arena, el mismo mar transparente, las palmeras interminables.
Lo primero que aprendí es que los hoteles son un punto de encuentro, de reunión social. En los bares y en los casinos de esos hoteles, los turistas se confunden con los boricuas, que se juntan a comer, a tomar tragos, a jugar, y muy fuerte. Ajena totalmente al cholulismo nacional, tengo que confesar que, una noche, en el San Juan, pasé una respetable cantidad de minutos esperando ver a Silvester Stallone. Gran desilusión y unos cuantos dólares perdidos, junto con el tiempo, en una mesa de ruleta. De todos modos, valió la pena compartir, un rato, un estilo de vida, que jamás estará a mi alcance. No creo en los milagros.
Tomar el transporte público es una buena forma de sentirse parte de un lugar. Además es barato. Como la mayoría de la gente tiene auto, las “guaguas” no son tan numerosas como nuestros colectivos porteños, pero sí mucho más grandes, modernas, confortables y respetan los horarios, lo que facilita mucho más las cosas. Sentarme en una y recorrer la corta distancia que hay entre Isla Verde y el Viejo San Juan, fue saludable y reconfortante, por el aire acondicionado, por la prolijidad de las avenidas, por el mar que, cada tanto, aparecía para tentarme. Old San Juan, decía el cartel. Me sonreí con pena, tal vez, por el spanglish o por la pérdida de identidad, o porque recordé, de repente, una canción de Javier Solís, que, no sé en qué recoveco de mi memoria se había metido. Con un plano, a veces abanico improvisado, caminé calles empedradas, tarareando y armando como rompecabezas la letra olvidada. Casas coloniales, conventos que nunca pensaron ser hoteles de cinco estrellas, murallas con torretas, bares, restaurantes y negocios. El Parque de las Palomas, a un costado de la Calle del Cristo, fue un descanso, demasiado sucio y arrullado, camino a la Casa del Gobernador. Antes de seguir hasta el Castillo de San Felipe, el Morro, era necesario reponer fuerzas. Encontré un restaurante criollo. Ni probar, con ese sol y semejante temperatura, el arroz con habichuelas típico. Unos tostones, una ensalada y una cerveza helada me bastaron para seguir caminando, para recorrer la antigua fortaleza de piedra y sentirme un verdugo moderno de Sir Francis Drake. En la parte más alta, el aire era tan fresco y azul como el mar. No daban ganas de volver. Esperé que un crucero entrara en la enorme bahía, cerré los ojos, soñé y regresé en un tren turístico donde nadie hablaba español. El recorrido terminaba en los muelles, repleto de barcos de lujo. Para seguir soñando.
Me encanta levantarme temprano, caminar por la playa, meterme en el agua, sin sufrir por el frío, y leer tirada sobre la arena, pero desayunar frente al mar, a la sombra de las palmeras, sobre una enorme terraza, constituía un placer increíble. Era el momento para estudiar, entre café y café, los mapas y los folletos que iba acumulando. Preguntar y hablar con la gente es el mejor complemento de las guías y los empleados del hotel fueron generosos con las recomendaciones de sus lugares predilectos, de los sitios que recorrieron de niños, de playas lejanas vírgenes de extranjeros. El tamaño de la isla era risueño comparado con nuestras distancias. Dicen que en un día, siguiendo la autopista costera, se puede cerrar la vuelta.
Armé un recorrido posible. Nada firme, todo lo contrario. Seleccioné algunos puntos clave, y de ahí en más, las ganas, lo imprevisto y la sorpresa.
Llegué a Arecibo en busca del Observatorio, atraída por el proyecto SETI de búsqueda de inteligencia extraterrestre. Después de un camino de montaña, bastante deteriorado, abrupto y lleno de curvas, me encontré con el radiotelescopio más grande y más impresionante del mundo. Un plato enorme ubicado estratégicamente entre montañas, apuntando al espacio, y un centro de visitantes donde hacen crecer el entusiasmo. Muy cerca, entre las montañas calizas, hay otra maravilla, diferente, por lo natural: el sistema de cavernas del Río Camuy, el tercer río subterráneo más importante del mundo, que puede verse entre cuevas apasionantes, llenas de moho, de estalactitas y de murciélagos, rodeadas por una selva enmarañada y verde.
La humedad, el calor y las alturas abruman, pero el mar, siempre cerca, estimula. Me habían recomendado Cabo Rojo. Hay varias playas, una más espectacular que otra, todas frente al Canal de la Mona, infectado de tiburones, por el que, a veces, pateras repletas de dominicanos intentan entrar al territorio americano.
Me instalé en Boquerón, una enorme bahía de aguas demasiado tranquilas y playas ruidosas, donde la música es constante. Es el lugar que prefieren los puertorriqueños, y hay muchos hoteles y paradores económicos edificados sobre la mismísima arena.
Era temprano. Los coquís ya habían dejado de cantar. José caminaba solo, por la orilla. En ese momento, si me hubiera animado, podría haber cambiado algo de mi historia.
José tenía la mirada intensa y el tono irresistible de los puertorriqueños. Me hizo reír a carcajadas, me enseñó a comer ostras con limón sobre los acantilados rojos cercanos al Faro, me contó anécdotas inquietantes, me volvió a la calma de sentirme cuidada y en compañía. Nunca entendió mi apuro y mi deseo de verlo todo en tan pocos días y me obligó a esperar una noche sin luna para ir a la bahía fosforescente de La Parguera. Conocer este pueblito de pescadores valió la pena. Esperar la noche más oscura, también. Fuimos en su bote hasta lo más profundo, llegamos cuando regresaban los barquitos de turistas. La soledad y el silencio asustaban, pero José me aseguró que no iba a arrepentirme. Nos metimos en la tranquilidad pasmosa del agua, negra como la noche y cálida como el aire. Al primer contacto con nuestros cuerpos, el agua pareció llenarse de estrellas que seguían nuestros movimientos. Son millones de microorganismos dinoflagelados que emiten luz cuando se los perturba.
Nada perturbó nuestra noche en medio del Mar Caribe. Nada perturbó nuestro regreso a Boquerón y el amor que probamos en mil playitas solitarias.
En mi mapa quedaron círculos pendientes: Ponce, el Parque Ceremonial Indígena, el Yunque y sus leyendas de bases extraterrestres, de desapariciones, de misiles apuntando al Sur. Quizás una próxima vez. Por lo pronto, comprobé que el mismo lugar se puede redescubrir una y mil veces, hasta el cansancio, y que, hasta lo más insignificante se puede volver fantástico.
Buenos Aires era una realidad cada vez más cercana. No me quedé en la Isla como José me propuso incansablemente. No pude. ¿Eso de las estructuras, eso de los amores de vacaciones? No lo sé, la cuestión es que me fui como escapando. Eso de la falta de coraje para cambiar la historia.
Pero, bueno, tampoco hace tanto que hice este viaje y puedo volver en cualquier momento. Porque todavía las luces brillan en la bahía; porque todavía los coquís siguen derrotando el silencio de las noches; porque me espera; porque lo extraño. Porque acabo de decidirlo, sin pensarlo demasiado.
María Cristina Bernard
Mención Categoría Relatos de viaje
Premio Eduardo de Literatura, 2007
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