Los techos: rojos, negros y grises a dos aguas, con excéntricas viseras, cortas, simétricas, necesarias para que la lluvia y la nieve no interfieran en los vidrios y resguarden las ventanas. Enmarcados en suaves laderas, perdidos unos de otros en el escenario de un frondoso bosque teñido de verdes claros, oscuros, ocres y obscenos amarillos. Las torres de cada iglesia sobresaliendo del paisaje, acá y allá; terminadas todas en crestas negras, doradas, rojas o verdes, con su cruz impertérrita acercando el cristianismo como un imán a las cercanas viviendas de chimeneas humeantes aún en primavera. Así comienza el camino a Ljubljana que termina entrando a la ciudad de casas bajas, calles de nombres impronunciables, vías estrechas con muchas curvas, paredes de colores pálidos y ventanas floridas. Luego, el verde, los árboles, el Ljubljanica serpenteando en medio de la ancestral metrópoli, jugando en sus costados con las piedras, los sauces y los puentes. Esos de grandes dragones que permiten la entrada a la ciudad vieja, esos que acompañan el recorrido de su río y los pasos de los transeúntes que se maravillan con las delicias del entorno minimalista y el detalle de su castillo que espía desde arriba, en la ladera. Allí, en las puertas giratorias de ese castillo, donde por primera vez me enamoré de Ljubljana, alguna vez alguien se quedó encerrado por un buen rato al volver de Postojna, de esas cuevas únicas que enmarcan las historias de la resistencia entre estalagmitas, estalactitas y el tiempo del hombre y la naturaleza.
Esa ciudad que, vista desde el aire es un mosaico de colores encerrados entre montañas cercanas y picos distantes, por ríos vivoreantes, que llegan hasta el sur, al Adriático, al pretencioso Portoroz y al norte de los lagos, con la fantasía del Bled que no parece, sino que es, un lugar mágico. Su belleza, la pacífica pantalla de colores diversos, su isla en medio mostrando con respeto y orgullo su iglesia medieval y el susurro del viento y el agua que mecen las ramas y las pequeñas olas como queriendo hacerlas dormir. Se lo ve desde el castillo a lo alto. Se lo siente con cada latido que, de tan cargado de emociones, se embriaga de incredulidad. Y todavía siguen los lagos.
Ya no visito Ljubljana, simplemente vuelvo a Ljubljana. Alberga al resto de mi familia que allí conocí. Donde en la misma mesa comieron algunos de mis hijos y otros hijos, donde bajo el mismo techo dormimos con mi mujer y otros hermanos, donde camino con mis afectos y no puedo evitar emocionarme en cada esquina, con cada historia, con las estatuas y leyendas, con la mujer enamorada como yo, que todavía espera, inmortalizada en una pared, mirando de reojo la catedral y la plaza de la ciudad vieja donde se reúne la juventud, donde todo lo nuevo se mimetiza con lo antiguo, donde todo lo antiguo protege lo nuevo, donde la música gana las tardes y las tardes se vuelven noches y las velas encienden las mesas iluminando las copas de vino y las risas que no cesan.
Esa es mi Ljubljana de Eslovenia. Mi necesidad de estar, mi destino de siempre volver. Mi necesidad de contarle al mundo de su belleza, de intentar compartirla con todos los que quiero, de extrañarla cuando pasa el tiempo y no la camino.
El destino quiso que fuera la sede un campeonato de Maxi. Ese destino, aunque no parezca, la descubrió al mundo, para convertirla definitivamente en la ciudad más linda de Europa.
Esa ciudad que, vista desde el aire es un mosaico de colores encerrados entre montañas cercanas y picos distantes, por ríos vivoreantes, que llegan hasta el sur, al Adriático, al pretencioso Portoroz y al norte de los lagos, con la fantasía del Bled que no parece, sino que es, un lugar mágico. Su belleza, la pacífica pantalla de colores diversos, su isla en medio mostrando con respeto y orgullo su iglesia medieval y el susurro del viento y el agua que mecen las ramas y las pequeñas olas como queriendo hacerlas dormir. Se lo ve desde el castillo a lo alto. Se lo siente con cada latido que, de tan cargado de emociones, se embriaga de incredulidad. Y todavía siguen los lagos.
Ya no visito Ljubljana, simplemente vuelvo a Ljubljana. Alberga al resto de mi familia que allí conocí. Donde en la misma mesa comieron algunos de mis hijos y otros hijos, donde bajo el mismo techo dormimos con mi mujer y otros hermanos, donde camino con mis afectos y no puedo evitar emocionarme en cada esquina, con cada historia, con las estatuas y leyendas, con la mujer enamorada como yo, que todavía espera, inmortalizada en una pared, mirando de reojo la catedral y la plaza de la ciudad vieja donde se reúne la juventud, donde todo lo nuevo se mimetiza con lo antiguo, donde todo lo antiguo protege lo nuevo, donde la música gana las tardes y las tardes se vuelven noches y las velas encienden las mesas iluminando las copas de vino y las risas que no cesan.
Esa es mi Ljubljana de Eslovenia. Mi necesidad de estar, mi destino de siempre volver. Mi necesidad de contarle al mundo de su belleza, de intentar compartirla con todos los que quiero, de extrañarla cuando pasa el tiempo y no la camino.
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