Nunca imaginé que, aquella tierra lejana de la que tanto escuché hablar cuando era chico y cuyo nombre me resultaba asimilado a hadas, gnomos, gacelas y a la marca de helados que se vendía a la vuelta de mi casa, fuera a ser el lugar donde, un coro de españolitas que habían ganado el campeonato europeo sub 19 de fútbol femenino, me cantaran con otros seis réferis de Alemania, Eslovenia, Estados Unidos y Finlandia, el feliz cumpleaños en varios idiomas a la vez. Tampoco imaginé que visitara nuevamente este país que aprendí a conocer por los cuentos y las historias de mi padre que con tanto orgullo repitió cientos de veces, cambiando el tono y la picardía a medida que fui creciendo, incluyendo cuentos de “intimidades” que sigo asociando a un pan untado con manteca galantemente ofrecido a una pulposa- según mi imaginación de entonces- señorita de pelo oscuro y piel muy blanca, seguramente mucho más atrevida y desinhibida que las mujeres que yo, hasta entonces, había conocido. Fantaseaba de niño con las historias exageradas o verídicas, con el Polo Norte, con Helsinki y, de sólo nombrarla, me hacía recordar al baño de vapor que mi padre confundía con los baños turcos y que no son otra cosa que los saunas.
Ahora lo sé, ahora que ya visité este país tantas veces y que me sigue pareciendo lejano aunque lo sienta tan cerca y tan mío, con ese sentido de pertenencia que uno le da a las cosas que quiere o a los lugares donde, simplemente, se siente bien. Lo sé, los saunas son parte de la geografía de este país, de su cultura, de su necesidad de transpiración en los glaciales inviernos, cuando el verde se tapa con un manto blanco y helado que confunde el paisaje y las calles, con el Báltico. Sí, Helsinki me sigue haciendo sentir bien, y su nombre- no el de Finlandia, que tanto fascinó a mi padre y a mí desde sus cuentos – me vuelve, cada vez que la nombro, a causar esa primera impresión de desconcierto y extrañeza. Estar en Helsinki no es lo mismo que estar en cualquier otro lado. No quiero hacer comparaciones pero Finlandia es Finlandia. Y si no hubiera sido porque papá repitió tantas veces sus anécdotas, no hubiera tenido el significado que tuvo cuando, en mi primera visita, quedé solo y encerrado en el aeropuerto o como, cuando el día anterior a que las españolitas y los réferis me cantaran en el restorante Mama Rosa el feliz cumpleaños, en otra cena, un grupo compuesto por un croata, un ucraniano, dos rusos, un norteamericano, seis finlandeses, dos lituanos, un estonio, dos argentinos (de los cuales uno era yo) - y a la que un moldavo, un griego y un español faltaron- , también intentaran cantar en un inglés obligado, el mismo feliz cumpleaños- pero esta vez mucho más inarmónico- compartiendo una torta lituana de regalo.
Sí, Finlandia sigue siendo un lugar encantador y sigo volviendo. Nunca creí que viniera y ahora que, desde aquí me percato de que esta es la cuarta vez que he venido, a este lugar tan distante, de alces, de Laponia- como los helados de la vuelta de casa de mi infancia-, de cuentos de hadas, de gente corriendo en círculos en un estadio que conocí en una maqueta de plástico marrón y blanca, de ese estadio olímpico que he visto cientos de veces y en el que he plasmado más de una esperanza y más de una iusión, ahora, que caigo en cuentas, me encanta estar aquí. Me encanta pasear por las calles de Helsinki, caminarlas de arriba abajo, tomar el tranvía 3T que me enseñó a tomar alguien a quien amo tanto, y oler ese aroma tan particular de Helsinki que todavía no descubro a qué especie huele, y subirme a uno de esos trenes – a los mejores que he subido – para ir a Karjaa y de ahí a Tammisaari y recorrer sus calles que, aunque suban o bajen, siempre dan al mar, con playas de arena y parques, con marinas, con casas de madera y con historias del 1600. O, desde un micro, ver el verde de los bosques interminables, permanentes, en un continuo ondular, camino a Porvoo. Y en la iglesia de la ciudad vieja, descubrirme descansando, sentado frente a la estatua de Agrícola, que fue quien inventó y difundió el difícil idioma finés. O tomar una Lapin Kulta, la cerveza nacional, en algún pequeño lugar en la ruta a Turku, donde el idioma sueco se hace más visible y donde, en verano, el sol nunca desaparece del todo y, en invierno, casi no se deja ver. Y descubrir iglesias cavadas en piedra, techos rojos sin tejas, paredes de madera amarilla, de madera roja, ventanas dobles, cuadradas, alargadas, semiredondas, y entradas de mar en todos lados, islas, islotes, archipiélagos, lagos, agua, agua, agua. Y ver los grandes barcos en el puerto de Helsinki, donde está el mercado que se llena de gente los días soleados y los fines de semana y desde donde se ve, espléndida, la estatura de la Iglesia Ortodoxa y sus capiteles verdes, la más grande de occidente; y la blanca torre central de la Catedral protestante en la Plaza del Senado. Y seguir viendo los barcos que zarpan hacia Estocolmo, o a recorrer la costa cercana o que van hacia el resto de Europa o a América, barcos y buques y yates de todos los tamaños mezclándose a la distancia con otros que viajan a Tallin. Y, sin darme cuenta, pasar frente a la embajada argentina y sorprenderme con los colores de nuestra Policía Federal en el escudo de su entrada y sentirme raro, caminando por esas veredas de calles de piedra y rieles de tranvías verdes, sin inspectores que controlen boletos. Y entrar a Stockman o a Sokos, las dos tiendas que se erigen como pilares en el centro amplio, limpio, pedregoso, cuadrado; y escuchar kiitos, que significa gracias, con ese sonido extraño que le imprimen los fineses, terminándolo con un seseo de serpiente, y tomar un barquito frente al restorante Aurora- les encantan las palabras latinas y en español – que lleva a una isla donde antes un fuerte o un linna – así se dice castillo – custodiaba la entrada al puerto y que, ahora, se ha convertido en un restorante inclinado. Un restorante en el mismo lugar donde se desplazaban, de arriba abajo, las balas de los cañones. Y cenar, entonces, mirando el horizonte siempre acuático o la costa que, a fuerza de irse muy lentamente el día, se enciende en luces pronunciando su contorno. Como si fuera un tango, ese tango que es también pasión finlandesa y por el que más de treinta mil apasionados se reúnen, una vez al año, en un festival inacabable de jueves a domingo, a 400 kilómetros al norte de Helsinki y a sólo 200 de Turku, para cantar, bailar y escuchar el “tango nacional”.
Quedan en Helsinki mis recuerdos, las palabras aprendidas a fuerza de verlas y verlas, ravintola, kavhe, las katus debajo de los nombres en sueco de los carteles de las calles, algunos amigos, risas, la concreción de la mayor apertura de mis locas ideas, hoy definitivamente plasmadas y concretadas; el sonido de la falta de ruido y los siempre tranvías con su paso esforzado y su música inconfundible, los cambios de temperatura intempestivos, un verde contrastante con el otro verde del agua, que en algunos lados es azul y, en otros, cobrizo; y el blanco de la nieve y el cielo de invierno y ese frío que se las rebusca para entrar por cualquier rendija aunque uno esté abrigado; y los veranos de días tan largos, y mis jet-lags, mis corridas, mis reuniones, mis continuos momentos de amor y mi ambición por volver. Todo eso queda en Finlandia, con el recuerdo de mi padre y su 1952 y sus Juegos Olímpicos y su Helsinki enseñada y aprendida, y sus cuentos, sus historias, su orgullo por haber estado allí y la alegría por su regreso en 1977 y mucho, mucho más, aunque todavía no me haya ido y, aunque, en realidad, me empuje la ilusión por besar a mis hijos y volver a mirar a Helsinki otra vez desde lejos, como siempre ha sido.
Ahora lo sé, ahora que ya visité este país tantas veces y que me sigue pareciendo lejano aunque lo sienta tan cerca y tan mío, con ese sentido de pertenencia que uno le da a las cosas que quiere o a los lugares donde, simplemente, se siente bien. Lo sé, los saunas son parte de la geografía de este país, de su cultura, de su necesidad de transpiración en los glaciales inviernos, cuando el verde se tapa con un manto blanco y helado que confunde el paisaje y las calles, con el Báltico. Sí, Helsinki me sigue haciendo sentir bien, y su nombre- no el de Finlandia, que tanto fascinó a mi padre y a mí desde sus cuentos – me vuelve, cada vez que la nombro, a causar esa primera impresión de desconcierto y extrañeza. Estar en Helsinki no es lo mismo que estar en cualquier otro lado. No quiero hacer comparaciones pero Finlandia es Finlandia. Y si no hubiera sido porque papá repitió tantas veces sus anécdotas, no hubiera tenido el significado que tuvo cuando, en mi primera visita, quedé solo y encerrado en el aeropuerto o como, cuando el día anterior a que las españolitas y los réferis me cantaran en el restorante Mama Rosa el feliz cumpleaños, en otra cena, un grupo compuesto por un croata, un ucraniano, dos rusos, un norteamericano, seis finlandeses, dos lituanos, un estonio, dos argentinos (de los cuales uno era yo) - y a la que un moldavo, un griego y un español faltaron- , también intentaran cantar en un inglés obligado, el mismo feliz cumpleaños- pero esta vez mucho más inarmónico- compartiendo una torta lituana de regalo.
Sí, Finlandia sigue siendo un lugar encantador y sigo volviendo. Nunca creí que viniera y ahora que, desde aquí me percato de que esta es la cuarta vez que he venido, a este lugar tan distante, de alces, de Laponia- como los helados de la vuelta de casa de mi infancia-, de cuentos de hadas, de gente corriendo en círculos en un estadio que conocí en una maqueta de plástico marrón y blanca, de ese estadio olímpico que he visto cientos de veces y en el que he plasmado más de una esperanza y más de una iusión, ahora, que caigo en cuentas, me encanta estar aquí. Me encanta pasear por las calles de Helsinki, caminarlas de arriba abajo, tomar el tranvía 3T que me enseñó a tomar alguien a quien amo tanto, y oler ese aroma tan particular de Helsinki que todavía no descubro a qué especie huele, y subirme a uno de esos trenes – a los mejores que he subido – para ir a Karjaa y de ahí a Tammisaari y recorrer sus calles que, aunque suban o bajen, siempre dan al mar, con playas de arena y parques, con marinas, con casas de madera y con historias del 1600. O, desde un micro, ver el verde de los bosques interminables, permanentes, en un continuo ondular, camino a Porvoo. Y en la iglesia de la ciudad vieja, descubrirme descansando, sentado frente a la estatua de Agrícola, que fue quien inventó y difundió el difícil idioma finés. O tomar una Lapin Kulta, la cerveza nacional, en algún pequeño lugar en la ruta a Turku, donde el idioma sueco se hace más visible y donde, en verano, el sol nunca desaparece del todo y, en invierno, casi no se deja ver. Y descubrir iglesias cavadas en piedra, techos rojos sin tejas, paredes de madera amarilla, de madera roja, ventanas dobles, cuadradas, alargadas, semiredondas, y entradas de mar en todos lados, islas, islotes, archipiélagos, lagos, agua, agua, agua. Y ver los grandes barcos en el puerto de Helsinki, donde está el mercado que se llena de gente los días soleados y los fines de semana y desde donde se ve, espléndida, la estatura de la Iglesia Ortodoxa y sus capiteles verdes, la más grande de occidente; y la blanca torre central de la Catedral protestante en la Plaza del Senado. Y seguir viendo los barcos que zarpan hacia Estocolmo, o a recorrer la costa cercana o que van hacia el resto de Europa o a América, barcos y buques y yates de todos los tamaños mezclándose a la distancia con otros que viajan a Tallin. Y, sin darme cuenta, pasar frente a la embajada argentina y sorprenderme con los colores de nuestra Policía Federal en el escudo de su entrada y sentirme raro, caminando por esas veredas de calles de piedra y rieles de tranvías verdes, sin inspectores que controlen boletos. Y entrar a Stockman o a Sokos, las dos tiendas que se erigen como pilares en el centro amplio, limpio, pedregoso, cuadrado; y escuchar kiitos, que significa gracias, con ese sonido extraño que le imprimen los fineses, terminándolo con un seseo de serpiente, y tomar un barquito frente al restorante Aurora- les encantan las palabras latinas y en español – que lleva a una isla donde antes un fuerte o un linna – así se dice castillo – custodiaba la entrada al puerto y que, ahora, se ha convertido en un restorante inclinado. Un restorante en el mismo lugar donde se desplazaban, de arriba abajo, las balas de los cañones. Y cenar, entonces, mirando el horizonte siempre acuático o la costa que, a fuerza de irse muy lentamente el día, se enciende en luces pronunciando su contorno. Como si fuera un tango, ese tango que es también pasión finlandesa y por el que más de treinta mil apasionados se reúnen, una vez al año, en un festival inacabable de jueves a domingo, a 400 kilómetros al norte de Helsinki y a sólo 200 de Turku, para cantar, bailar y escuchar el “tango nacional”.
Quedan en Helsinki mis recuerdos, las palabras aprendidas a fuerza de verlas y verlas, ravintola, kavhe, las katus debajo de los nombres en sueco de los carteles de las calles, algunos amigos, risas, la concreción de la mayor apertura de mis locas ideas, hoy definitivamente plasmadas y concretadas; el sonido de la falta de ruido y los siempre tranvías con su paso esforzado y su música inconfundible, los cambios de temperatura intempestivos, un verde contrastante con el otro verde del agua, que en algunos lados es azul y, en otros, cobrizo; y el blanco de la nieve y el cielo de invierno y ese frío que se las rebusca para entrar por cualquier rendija aunque uno esté abrigado; y los veranos de días tan largos, y mis jet-lags, mis corridas, mis reuniones, mis continuos momentos de amor y mi ambición por volver. Todo eso queda en Finlandia, con el recuerdo de mi padre y su 1952 y sus Juegos Olímpicos y su Helsinki enseñada y aprendida, y sus cuentos, sus historias, su orgullo por haber estado allí y la alegría por su regreso en 1977 y mucho, mucho más, aunque todavía no me haya ido y, aunque, en realidad, me empuje la ilusión por besar a mis hijos y volver a mirar a Helsinki otra vez desde lejos, como siempre ha sido.
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